Al adentramos en la historia del feminismo español en el siglo xix y primeros años del xx, solemos iniciarnos con un principio general errado: la inexistencia de tal cosa poco menos que hasta la proclamación de la Segunda República. La interpretación dada, sobre todo, por la filología, nos ubica a una Emilia Pardo Bazán sola ante el peligro y funda un relato en el que esta gallega ilustre, junto con Concepción Arenal, habitan un páramo de levitas tratando de azuzar la conciencia emancipista de las españolas sin mucho éxito. De su excepcionalidad en el canon intelectual se funda la inexistencia del movimiento de mujeres y ello enmascara, no solo a las de las clases medias sino, especialmente, a las que proviniendo de esa extracción social la abandonan al abrazar culturas políticas transformadoras o tienen, directamente, extracción obrera. Valgan dos escenas, entre 1910 y 1920, para desterrar ese tópico de las singularidades aisladas y abrir la reflexión a otro pasado que resulta, a mi juicio, mucho más iluminador y nutritivo para las necesidades políticas del momento presente.

Cuando Rosario de Acuña se avecindó en Gijón, estaba cansada. Los sesenta años de la librepensadora madrileña pesaban especialmente en su cuerpo, que había rodado por Cantabria intentando sacar a flote una granja avícola, mientras sus escritos seguían deparándole problemas. En la ciudad asturiana, escogió una casa al borde del mar, aislada de la vecindad —de poco le sirvió, pronto sería «la bruja» de Somió para el párroco de la zona— pero no desconectada de las comunidades políticas transgresoras que la poblaban.
A pesar de lo denostado del término actualmente —tiende a decirse librepensador cualquiera que, las más de las veces, quiere ocultarse en conservadurismo o ramplonería—, el librepensamiento comprendía, en esos finales del siglo xix y principios del xx, a una serie de gentes empeñadas en plantar cara al poder eclesiástico, que reivindicaba valores de igualdad, razón e ilustración y que, en política, daba lugar a un buen catálogo de variedades y adscripciones: desde un nutrido republicanismo federal al socialismo, conforme pasan las décadas.
Acuña llega a un Gijón en el que se acercan a ella, quienes desde las clases medias librepensadoras admiran su trayectoria, pero, de forma cada vez más llamativa, obreros y obreras socialistas
Acuña se había sumado a esta doctrina en 1884, abandonando su vida de escritora y señora bien y convirtiéndose en azote de la tiranía religiosa sobre las mujeres, dedicándose desde entonces a dos actividades fundamentales: recorrer España difundiendo esas ideas y llenar cuartillas y cuartillas en las que instaba a sus congéneres a liberarse de ese yugo secular que les impedía la vida. Rechazaba la madrileña recetas de «emancipación» automática, en la creencia de que a su generación le tocaba bregar contra todo para que otras, las mujeres del siglo venidero, pudieran, de verdad, emanciparse.
Acuña llega a un Gijón en el que se acercan a ella, con respeto reverencial por la fama que la precede —en este caso para bien— quienes desde las clases medias librepensadoras admiran su trayectoria, pero, de forma cada vez más llamativa, obreros y obreras socialistas que también encuentran en su ejemplo y escritos una referencia. El trasvase es recíproco: a doña Rosario, las doctrinas de los de Pablo Iglesias le interesan cada vez más. El primero de mayo de 1910 publica en El Noroeste un artículo que titula con la alusión al día y que supone el depósito de su esperanza política en la revolución socialista: «Todo el pasado se arremolina ante la vanguardia acosadora de estas huestes proletarias que enarbolan los grandes emblemas de la verdad, la razón y la justicia». Sabe que tampoco habrá de conocer esta emancipación proletaria, pero no duda en alentar su fuego y abrirle las puertas de su casa.

Como siempre en su vida y en su obra, en la que el ansia de libertad marca el compás y el pulso más íntimos, la librepensadora de Pinto pone su mirada en ellas. Las obreras le interesan como lo han hecho siempre las mujeres, especialmente las de las clases más humildes, especialmente las conscientes y organizadas. Es 1910 y ya son muchas las que llevan casi medio siglo tejiendo redes en las periferias del canon y la capitalidad española.
Un par de meses después de aquel primero de mayo de 1910, Ángeles López de Ayala, sevillana, republicana federal y también librepensadora que llevaba ya sus buenas décadas viviendo y militando en Barcelona, sacó a sus calles a unas cinco mil mujeres, en la que sin duda podríamos considerar primera manifestación feminista moderna, para revindicar el derecho a una educación que no adoctrinara y que también llegara al sexo femenino. Laicismo, igualdad y emancipación se defienden abiertamente frente a las asociaciones de «damas del liberalismo respetable», en términos de la historiadora Mónica Burguera, que desde Madrid apuestan por el candado intelectual y las labores propias del sexo.
López de Ayala lleva toda su vida defendiendo la educación de las niñas y las mujeres en contextos obreros y auto organizados, dedicándose específicamente a sus congéneres, pero inserta en el conjunto de las luchas políticas transformadoras de la Barcelona de entresiglos. La espiritista Amalia Domingo Soler y la líder anarquista Teresa Claramunt son sus compañeras de batalla y con ellas funda, en la década de los ochenta del siglo anterior, la Sociedad Progresiva Femenina: un colectivo de mujeres de clase trabajadora que organiza escuelas, mítines y formaciones, que participa de la política y la reivindicación barcelonesa, que genera medios de comunicación y da un futuro a las muchas jóvenes que del taller pasan a sus aulas o a las firmas de sus iniciativas periodísticas. Algunas, como la vallisoletana Belén Sárraga, se llevan la experiencia de la Progresiva en sus muchos viajes y, conforme se trasladan de ciudad, van fundando agrupaciones de idéntico estilo. Las hermanas Carvia lo hacen en la Comunidad Valenciana, Sárraga extiende el modelo a Málaga y, en sus exilios, por toda América Latina, como revela la investigación que desde allí le ha dedicado Julia Antivilo.
Las señoras de la Progresiva Femenina no son «señoras» conforme a la etiqueta tradicional española, pero, como ha demostrado la hispanista Christine Arkinstall, desde antes de alcanzar el año 1900 están en contacto con las asociaciones sufragistas internacionales y llegan a enviar delegadas a reuniones en Reino Unido. A diferencia de lo que sucede en países en los que el sufragio no supone una farsa para todo el mundo, la preocupación del voto no es la primera que tienen estas militantes de las periferias españolas que, sin titubeo, la defienden como lo hacen para sus compañeros, aunque sepan de su condición fraudulenta en tiempos de turno pacífico.
Las integrantes de la Sociedad Progresiva Femenina están en contacto con las asociaciones sufragistas internacionales y llegan a enviar delegadas a reuniones en Reino Unido
Todavía por estudiar hasta sus últimas consecuencias —si bien Arkinstall y la historiadora Dolores Ramos Palomo le han dedicado páginas imprescindibles— hay una primera evidencia de aquel experimento feminista que movilizó a las mujeres más conscientes de las clases humildes barcelonesas y las convirtió en semilla por todo el territorio del estado: Mujeres Libres, la célebre organización anarquista fundada en 1936, no nació de la nada ni por casualidad en aquella tierra.
López de Ayala también había renunciado a la comodidad que le daba su posición social para llevar una vida militante. En eso se parecía a Rosario de Acuña a quien, por lo demás, admiraba profundamente y consideraba una maestra, desde que se conocieran físicamente en 1888 y se comprometieran entonces, como «hermanas en ideas», a llevar por el mundo el ideal librepensador.

En Asturias, Rosario de Acuña traba especiales migas como una socialista y luego comunista, Virginia González, si bien tardan en conocerse físicamente. Influye, por un lado, que Acuña debe salir a escape de su casa marinera para exiliarse en Portugal entre 1911 y 1913, porque las autoridades van tras ella debido a la incendiaría publicación de un artículo, «La jarca de la universidad», en el que pone de vuelta y media a los universitarios de Madrid y sus agresiones sexuales a las universitarias que acaban de estrenar el derecho a la educación superior —sobre este episodio y sobre Acuña en sus últimos años es preceptivo recalar en la investigación de la historiadora Elena Hernández Sandoica.
En Asturias, Rosario de Acuña traba especiales migas como una socialista y luego comunista, Virginia González
Las dos mujeres se conocen en 1919, en Turón. Se había desplazado doña Rosario a la ciudad minera para escuchar específicamente a González y El Socialista describe así la escena final de aquel mítin: «Hallándose presente la culta escritora y librepensadora doña Rosario de Acuña, que había pasado inadvertida para el público durante el acto, se adelantó a la tribuna para obsequiar a Virginia con un hermoso ramo de flores. Subió doña Rosario a la tribuna y, al abrazarse ambas luchadoras, el público prorrumpió en una gran ovación». Un año después, en su ritual artículo dedicado al primero de mayo, escribe Acuña lo siguiente, dedicado a González: «Hoy, Primero de Mayo de 1920, quiero rendir a esta mujer, verdaderamente ilustre, un tierno homenaje de admiración, y expresarle mi deseo de que ella, y otras muchas como ella, en todos los extremos del proletariado español, comiencen a hacerse cargo de la importancia capital de que la mujer española, en la única clase de posibles emancipaciones, que es la trabajadora, salga de la simplicidad de la vida doméstica y se una a sus hombres para acortar el plazo del gran día de la revolución social en España».
En la década que media entre la llegada de Acuña a Gijón y los felices años veinte, la apuesta socialista de la madrileña está consolidada en artículos que envía a periódicos de asociaciones obreras femeninas de todo el territorio del estado, con especial significación a una Barcelona desde la que López de Ayala le reclama sus contribuciones, sabedora de que su maestra y hermana en ideas vive desde hace años con menos de lo justo.

Mientras la alta cultura nos demarca un camino de excepcionalidades y singularidades que ni las propias interesadas concebían así —aludía Clara Campoamor en los años veinte a las que «con disciplina instintiva de grupo» llevaban desde finales de la centuria anterior luchando por la libertad de la mujer moderna—, la realidad de las periferias españolas, de sus centros industriales, nos habla de una historia diferente que constituye la aportación genuina que nuestra Historia brinda a la del conjunto de las mujeres en aquella Europa.
Aquellas feministas situadas lejos de los centros de poder de la Corte se distinguen por insertar su lucha propia en el debate general, sabedoras de que sin emancipación femenina se sostiene tirando a poco la coherencia del resto de discursos políticos. Así, su aportación a la memoria de todas nos recuerda que se puede ser feminista sin abandonar la lucha general, y que de hecho es altamente recomendable. En ellas aprendemos a posicionar bien los enemigos—todos los poderes, empezando por el moral, el eclesiástico, agazapado en falsas amabilidades todavía hoy—. En ellas está el ejemplo de la generación de redes que abordan desde la salud a la discusión política y que traspasan las fronteras de una ciudad para prenderse allá donde la vida, el exilio o la necesidad de ganarse el pan llevan a cada mujer que pasa por estos centros, que incluso llegan a vincular en un amigo de coordinadora feminista del que sabemos muy poco, el Consejo Supremo Feminista de España fundado en 1918. Ejemplos como el de la Progresiva nos recuerdan que el feminismo es el hilo morado que funda sus posiciones, sin que ello les impida respetar adscripciones tan variadas como las que median entre el republicanismo o el anarquismo, conviviendo fundadoras del Partido Comunista con viejas librepensadoras… apostando por una suma de fuerzas que no niega a ninguna de sus participantes y que articula la hermandad de la divisa revolucionaria francesa en el reconocimiento como «clase mujer», en los términos de Monique Wittig.
Lo que sucede en los años treinta del pasado siglo, ya desde finales de la década anterior, es que esos dos mundos, el de las señoras de Lyceum Club y prensa elegante y el de las culturas políticas radicales, se tocan con más firmeza y constancia, aunando muchas veces intenciones y luchas gracias a figuras con un pie en ambos mundos, el trabajador y el de las clases medias. Lo que nos falta, en ese relato de país que hoy por hoy se sigue preguntando por su modelo territorial o su futuro, es el relato de la ciudadanía femenina y las formas diversas en las que con determinación muchas mujeres la escriben desde una apuesta republicana, federal y obrera —en sus diferentes familias—, siendo capaces de articular una lucha que hace convivir, sin disonancia, protestar por la violencia de la Semana Trágica al tiempo que se censura al compañero violento y agresor o se pone el foco en que las condiciones de negociación del salario ante el patrón no pueden dejarlas por el camino en comparación con los varones. En este Primero de Mayo de 2020, valga este artículo como homenaje y reivindicación.