A su llegada a la cuenca minera asturiana en 1950, el fraile lasaliano Nazario González quedó horrorizado de la alegría blasfema de los habitantes de aquella tierra a la que venía a instalarse. «Lo primero que se advierte en los rostros de los obreros asturianos», escribía, «es la huella infame del alcohol. De la lujuria apenas queremos decir nada. El adulterio es sobradamente ordinario. Los mineros blasfeman a troche y moche. Su boca mana tan diabólica vena como una fuente en el agua. Los niños aprenden tan impía costumbre en el hogar, en la calle, en el taller, por todas partes».
Aquello era —percibía aquel religiosos— una auténtica tierra de misión. Asturias, para algunas congregaciones, lo ha sido literalmente. En la región ha habido colegios católicos pertenecientes a congregaciones que los poseían en países africanos… y en la cuenca minera asturiana. La imagen de la Asturias atea venía, aquel año cincuenta, de muy atrás; de los tiempos de una industrialización que, en su paquete de modernidad, traía también la increencia. Pueblos enteros del Nalón y el Caudal pasaron en una generación —como apunta el historiador Faustino Zapico en una reciente entrevista— de la militancia carlista a la socialista, la anarquista o la comunista, rechazo, todas ellas, de la vieja religión.
Hay, hubo, desde luego, más Asturias que la minera o la fabril de Avilés o Gijón, y en la propia Asturias industrial o urbana el abandono de la fe no fue masivo, ni tan siquiera entre la izquierda, lo que se testimonia en el fuerte impacto que el sindicalismo católico o el movimiento de los curas obreros tuvieron en muchos lugares. Pero la idea de una Asturias atea forma parte de cierta mitología; de cierto imaginario autocomplaciente de las izquierdas asturianas sobre su propio territorio. En ocasiones, preñado de una cierta xenofobia, consideración de la pérdida de la fe católica como un rasgo europeo, propio de los territorios septentrionales, atlánticos, de España, siendo el fervor religioso más característico de las tierras del sur. Se supone muchas veces que, con permiso tal vez de Cataluña, Asturias habría de ser el territorio menos católico de España.
¿Dato mata relato? Los hay que desmienten esa idea; alguno de ellos, muy contundentemente. El último se acaba de conocer y es que el 52% de los asturianos marcaron la X solidaria en la declaración de la renta de 2022: un total de 279.336. Pero los hay más contundentes: así una encuesta de 2019, organizada en todo el país por el Centre d’Estudis d’Opinió, que arrojaba el dato de que, siendo Cataluña la comunidad autónoma menos creyente, con un 42% de su población declarándose atea o agnóstica, la más fervorosa no sería Andalucía, Castilla-La Mancha o Extremadura, sino justamente Asturias, con solo un 7,8% de asturianos declarándose sin Dios. Es simplemente una encuesta. Un año después, otra, de la Fundación Ferrer i Guàrdia, volvía a arrojar el dato de que Cataluña, junto con Navarra, sería la región menos creyente —un 41% de la población—, seguida por el País Vasco y Baleares, siendo las más creyentes Ceuta (solo un 3,40% de no creyentes), Melilla (15%) y Aragón (16,6%). Asturias, en este caso, estaría en un punto intermedio, con un 30,8% de no religiosos que, en todo caso, significa la existencia de un 68,5% de creyentes.
Tal vez nunca haya sido cuestión de ateísmo, sino de una creencia idiosincráticamente compatible con la blasfemia que horrorizaba a Nazario González; de cristianos viejos que, sin nada que demostrar, no tienen problema en cagarse en Dios. Ya en 1762, mucho, muchísimo antes de que la región se erizara de castilletes y chimeneas, Agustín González Pisador, arzobispo de Oviedo, de origen vallisoletano, escribía a su vez: «Por lo que he visto en muchos lugares y por lo que nos dicen personas dignas de crédito, la gente de este obispado es dada a la religión, pero tienen muy acusado el vicio de la blasfemia, contra el que luchan predicadores y párrocos; mas está tan arraigada esta mala costumbre que apenas se consiguió algo por los medios arbitrados hasta ahora».