Qué difícil de entender

Me cuesta admitir que se nos esté queriendo arrojar otra vez a las cunetas y se nos vuelva a cuestionar nuestro estar en el mundo con nuestros cuerpos, afectos, creencias, lenguas…

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Paquita Suárez Coalla
Paquita Suárez Coalla
Escritora en asturiano y en castellano, traductora y profesora en el Borough of Manhattan Community College, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

El 28 de octubre de 1982, a mi abuela Lucía la habían operado de un cáncer de riñón. Estaba en la antigua residencia de Oviedo y al despertar al día siguiente, agradecida con los médicos que habían confiado en la resistencia de su cuerpo para curarla, le preguntó a una enfermera: “¿Qué somos?”. “Socialistas”, le dijo aquella mujer que la atendía. Era el triunfo del primer gobierno de Felipe González, aquel que se vivió en España con el espíritu de fiesta de quien intuía que se acercaban cambios importantes para un país que salía del periodo siniestro de la dictadura, y supongo que esta noticia, como la del éxito de la operación que le habían hecho, puso contenta a mi abuela. Aunque ya no se pueda identificar a esta figura emblemática del PSOE como un referente de izquierda, los resultados de aquellas elecciones representaban un principio esperanzador para quien había tenido que vivir el guion incómodo de la guerra civil y las directrices deliberadamente inhóspitas del franquismo.

Recordaba mi padre esta anécdota ayer a la noche, con un poso de amargura y de desconcierto, mientras hacía la cuenta atrás de los días que nos quedan en España de un gobierno progresista. “Cuatro, decía mi padre con el tono sordo de la resistencia que se siente derrotada. A mi madre, con un estilo expresivo muy diferente, más que la amargura le asomaba la rabia, el coraje de pensar que tanta gente que ella sabe que se ha beneficiado de las políticas sociales, y tanta que solo estas líneas de gestión podrían seguir mejorando un poco su vida, ha decidido con una ferocidad incomprensible elegir a quienes solo se ocupan del bienestar de los ricos y de la dignidad de quienes nunca serán marginalizados.

Me he pasado buena parte de esta campaña electoral —la primera en treinta años que me ha tocado vivir en directo— con el corazón encogido, esquivando a veces los titulares de los periódicos, ignorando las noticias que no me resigno a asimilar, controlando muy mal el asombro contrariado que me produce ver cómo la ultraderecha ha hecho desaparecer en más de un sitio de Candamo la propaganda electoral de las izquierdas, y preguntándome por qué razón tenemos que seguir tragando a estas alturas lo que no es posible ingerir: el clasismo, la misoginia, el racismo y la xenofobia, la homofobia, la transfobia… casi todo aquello contra lo que en algún momento de euforia nos creímos vacunadas y vacunados.

Me cuesta admitir —y no lo admito— que se nos esté queriendo arrojar otra vez a las cunetas y se nos vuelva a cuestionar nuestro estar en el mundo con nuestros cuerpos, nuestros afectos, nuestras creencias, nuestras lenguas, nuestras necesidades más elementales y nuestras aspiraciones más humanas: todas esas que no hacen daño absolutamente a nadie. No es en realidad un paisaje fácil de visualizar. No lo es para los que en su día tanto lucharon, no lo es para quienes creíamos que el relato de lo que se había conseguido quedaba escrito en piedra, no lo es tampoco para la gente joven que podría verse obligada a empezar a recuperar derechos desde cero, incluidos los mismos jóvenes que, desde el desconocimiento más desconcertante —porque no puedo entender que sea otra cosa— apoyarán este domingo un gobierno que no será en realidad “su gobierno”. De cero, también es verdad, nunca se empieza, pero qué desazón produce pensar que nuestras hijas y nuestros hijos, o nuestros nietos y nuestras nietas, tengan que ponerse a gritar de nuevo —hasta ensordecer a quien no los quiere oír— que también ellas y ellos existen.

Si esto ocurriera, y confío en que el aciago presentimiento de mi padre no se cumpla, no habrá más remedio que desobedecer, aferrarnos al hilo con que se borda la justicia y seguir adelante, sin movernos ni un solo centímetro del lugar al que se ha llegado.

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