Ha llegado la hora de la costa cantábrica. Asturias se ha convertido en una marca, un artefacto para el consumo turístico que corre el peligro de ser devorado por hordas de curiosos que quieren saber cómo es eso de vivir en una postal.
El turismo fue una conquista de la clase obrera, aquello que se practicaba en el tiempo ganado al trabajo. Hubo una vez un turismo fordista, masivo, pero predecible, estacionalizado y concentrado, que se movía con sandalias y calcetines por caminos trazados: aeropuerto, taxi, hotel, cámara de fotos, mapa y sourvenirs. Ese turismo ha sido reemplazado por el posturismo, ya no se visitan monumentos, se buscan experiencias para compartirlas en redes. Acumulamos momentos que luzcan bien en las fotos para construir la imagen que hemos decidido proyectar de nosotros mismos. Capital social que nos convierte en individuos que disfrutan de la vida como nadie, aunque en realidad sea como todos.
El turista fordista tenía un comportamiento fundamentalmente pasivo, de descanso y observación. El turista postfordista quiere vivir y sentir los lugares, persigue una autenticidad que desaparece al contacto con sus pies, no le agradan los otros turistas y pretende incorporar a la población local como un accesorio necesario en su experiencia viajera. Sin embargo, en muchos lugares esto ya imposible porque hay más turistas que residentes. Hay en este turismo post y devorador una pulsión de muerte que lleva en su seno una tendencia a la autodestrucción. La rueda del dinero no puede dejar de girar, aunque esto le lleve directamente al colapso. Venecia hace ya tiempo que se hunde bajo el peso de las maletas de los turistas. Somos viajeros en un mundo post, condenados a un movimiento constante, estamos inquietos aquí y por eso sentimos la necesidad de ir allí. “La vida es un hospital donde cada paciente está poseído por el deseo de cambiar de cama”, escribió Baudelaire.
El turista postfordista quiere vivir y sentir los lugares, persigue una autenticidad que desaparece al contacto con sus pies
El turismo se ha contado casi siempre en positivo (genera ingresos, empleo e intercambios culturales), pero en realidad es un arma de doble filo. Turistización y gentrificación actúan frecuentemente de manera concomitante. El flujo masivo de visitantes propicia que algunas zonas se conviertan en un caramelo para el capital especulativo e inmobiliario, ávido de capturar ese suelo valioso en manos de población de renta baja del que será desposeída y forzada a desplazarse allí donde se oferta vivienda más barata. Siéndole arrebatado lo que Henri Lefevbre llamó el derecho a la ciudad. A este proceso de gentrificación, habitualmente le sigue otro de urbanalización que consiste en la estandarización del paisaje acorde a los patrones de consumo del turista gentrificador y la subsiguiente pérdida de identidad y memoria del barrio bajo nuevas etiquetas como bohemio, multicultural y cosmopolita. Todas las ciudades acaban convertidas en la Fantasy city que definió John Hannigan, un decorado de Disney, un parque temático concebido para los visitantes e inhabitable para los residentes. A todo esto, hay que añadir la proliferación de pisos turísticos, debida a plataformas como Airbnb, que contrae la oferta y eleva los precios del alquiler. Alza de precios que no solo se produce en los barrios turísticos y gentrificados, sino en todos, puesto que los que son expulsados agitan el mercado en las zonas a las que van.
Estos procesos de Turistización, gentrificación, urbanalización, disneyficación y airbnbficación se combinan y retroalimentan en un mismo modo de producir la ciudad que tiene siempre una dimensión de clase, puesto que son los menos favorecidos los que primero y en mayor medida sufren su violencia.

Además, conviene no olvidar que los que vienen de visita consumen, pero también hacen ruido, degradan los paisajes y las formas de vida tradicionales, generan necesidades de energía, de recursos naturales, limpieza, salud, vigilancia, transporte e infraestructuras que no pagan ellos, sino los vecinos. Y contaminan, el turismo no tiene chimeneas, pero tiene aviones, barcos, cruceros, autobuses, trenes y coches en constante movimiento. Es decir, un modelo construido en base a una mentalidad extractiva que socializa los gastos y se queda los beneficios.
Hemos estado asumiendo el turismo como fuente de riqueza incontestable, pero ya hay estudios que demuestran que el balance entre beneficios y costes económicos, sociales y medioambientales no sale a cuenta. Es una actividad económica transversal que afecta a incontables sectores: transportes, alojamientos, restauración, medioambiente, trabajo, salud, paisaje, territorio, vivienda, cultura… por eso no se puede dejar al turismo laissez faire, porque acaba convirtiéndose en una amenaza múltiple y sistémica.
Conviene repensar el modelo. Las soluciones pasan por reducir la huella ecológica de las actividades turísticas, garantizar condiciones de trabajo dignas, convertirnos en turistas responsables, buscar destinos sostenibles, ser menos intrusivos con el día a día de los residentes, replantearse la promoción del territorio como objeto de consumo, evaluar los efectos, sopesar una tasa turística destinada a paliar los impactos del negocio y que revierta realmente sobre la población local, organizarse como colectivos de resistencia, … En otras palabras, contener las fuerzas imparables del mercado.
Asociamos el turismo con la idea de éxito y felicidad, dos buenas razones para saber que vamos a seguir viajando, arrastrando nuestra maleta por los raíles de un sistema que devora los recursos, destruye los paisajes, convierte las ciudades en mercancía, banaliza los barrios y las costumbres, estandariza los lugares, terciariza la economía, dificulta la vida de los residentes, genera problemas de convivencia, elitiza determinadas zonas de la ciudad, incrementa el precio del suelo, contribuye a la segregación urbana, precariza y estacionaliza el empleo y nos convierte en extras de las fotos de otros turistas como nosotros.
Un reciente estudio de la Unión Europea posiciona a Asturias como la segunda región española con mayor potencial de crecimiento turístico. “Abuelita, qué dientes más grandes tienes”.