Juan salió huyendo de Marruecos a finales de los años cincuenta tras el fin de del Protectorado español y el comienzo de la represión del nuevo régimen entre la población rifeña. Como muchos ciudadanos españoles, Alemania fue su primer destino para encontrar trabajo y, quizá, una nueva vida.
Julia emigró a Estado Unidos con una visa de turista siguiendo los pasos de su hermana mayor y acompañando a su madre. Mitad aventura, mitad huir de la pobreza de una familia numerosa a principio de los sesenta en los Carabancheles. Su madre consiguió mover los suficientes hilos, y cobrar algunos favores, como para que cuatro mujeres solas salieran del país a trabajar y salvar así a su hija mayor de un marido maltratador. En casa quedó el padre cuidando del resto de la prole, cinco hijos y el primer nieto. No eran la familia más tradicional del barrio.
Juan y su amigo Pepe, el catalán, decidieron de buena mañana viajar a Madrid. Con lo que habían ahorrado pasaron un fin de semana con cierto desahogo y conocieron a Pili, la hermana pequeña de Julia. Pero a Pili no le gustó Juan. Le pareció demasiado descortés, demasiado moderno, o demasiado pobre, quizá. Ella, enamorada del amor, tenía otras pretensiones, otras ambiciones. Juan la llamó un par de veces al domicilio familiar, qué insistente les pareció. En la última llamada una de las hermanas, recién llegada de Estados Unidos, le comentó a Juan sin titubeos y con el desparpajo que la caracterizaba “mira, tú lo que necesitas es una mujer como mi hermana Julia. Ahora está trabajando en Nueva York, pero tú también te vas a marchar fuera de Madrid, ¿no? Te doy su dirección y la escribes”.
Pronto se acostumbraron a escribirse a diario, a leerse entre líneas, a sincerarse
Juan, de regreso a Stuttgart, se lo pensó. Durante una temporada intentó enamorarse de mujeres de allí, a quienes podía abrazar y tocar. Compró un curso de alemán en discos de pizarra. No le sirvió de mucho. Solía frecuentar una librería con libros traducidos al español de novela negra y de misterio americanas, S.S. Van Dine, Rex Scout, Nero Wolfe…. Pero nada de lo que intentó logró mitigar la soledad que sentía, la soledad del migrante que dejó atrás a la familia, con trabajo, pero sintiendo el desprecio de quienes le miraban por encima del hombro… y no solo porque fueran más altos. Escribió la primera carta, una presentación algo fría. Se sorprendió sinceramente al recibir respuesta “Hola Juan: me alegra recibir noticias tuyas. Ya me avisó mi hermana…”, una carta llena de faltas ortográficas de una persona que no había podido ir a la escuela por culpa de una posguerra durísima para quienes perdieron la guerra. Juan sabía qué había detrás de todas esas faltas. No hacía falta decir nada. Pronto se acostumbraron a escribirse a diario, a leerse entre líneas, a sincerarse. Se creó una intimidad difícil de entender entre quienes no han experimentado la soledad de estar lejos. Una carta diaria. Durante tres años.
Julia recibió un día una última carta “sé qué te va a resultar raro, pero estoy en un lío: mándame por favor todos los ahorros que tengas. Ya te lo devolveré. Prometido”. No lo dudó y se lo mandó todo. Bueno, casi todo. En Nueva York había conocido mucha gente, muchos colombianos, portorriqueños, también españoles, un grupo de vascos que la ayudaron a escapar de una casa en la que estaba interna y en la que la trataron fatal, pero Juan tenía la bendición de su hermana, eso creía, así que confió, siempre ha sido muy confiada. No recibió más cartas. Durante meses, ni una sola carta, postal o telegrama. “Ya está, pensó, todo esto de escribirme cartas, de contarme lo especial que había sido conocerme ha sido solo un timo, ¿cómo no haberme dado cuenta? Qué tonta”. Y siguió con su vida, en la casa donde servía, cuidando a los críos, recogiendo a escondidas ese disco de los Beatles de la basura porque el señorito se ha cansado de oírlo. Un día sonó el teléfono de la casa donde trabajaba “Soy Juan, escuchó atónita. Estoy en el JKF. He venido a casarme contigo”.
Mis padres se casaron en N.Y. y se quedaron allí algún tiempo más, hasta que mi madre se quedó embarazada de mi hermano y decidieron volver, con sus ahorros, unas pocas maletas y muchas esperanzas en que el dictador muriese pronto. Nunca supimos cuál fue la emergencia de mi padre y por qué dejó de escribir cartas. Y solo ellos conocen el contenido de esas cartas que se quedaron allí, si hablaban de amor, de soledad, de jefes injustos, de amistades fugaces, de noches locas, de lo que sintió mi madre cuando mataron a Kennedy y ella lloró por un presidente que no era el suyo y ni siquiera entendía bien, pero que era tan guapo… Nunca quisieron contárnoslo. Nunca pudimos leerlas.
Fue su historia, su pasado y su intimidad.