La palabra es el más valioso medio de comunicación del ser humano y, al mismo tiempo, su más terrible limitación. Mediante la palabra somos capaces de levantar realidades ante los ojos de los demás para trasladarles lo que pensamos y cómo nos sentimos. A la vez, esas mismas palabras representan los confines de lo que podemos expresar gramaticalmente. La gramática es la hermosa herramienta que nos fue dada para el entendimiento verbal. Pero es una herramienta imperfecta, que nunca podrá suplantar del todo al propio cuerpo. Como dicen los poetas, el lenguaje siempre nos acaba venciendo.
En estos días de confinamiento, varias amigas comparten conmigo sus experiencias sexo-afectivas obligadas por la distancia social. La palabra -o la ausencia de ella- ha tomado el espacio de lo que antes podía traducirse en planes de cualquier tipo: desde la simplicidad de dar un paseo o quedar en un bar hasta la aventura de concertar un escarceo campestre en furgoneta. Siempre con el cuerpo por delante. Una libertad de los cuerpos que hemos dado por supuesta -y que seguiremos dando, no cabe duda. Pero estos días toca quedarse en casa, renunciar al encuentro con los cuerpos de los otros. Sí, nos queda la palabra, que ya sabemos siempre será insuficiente. Habrá quien diga que también nos queda la imagen, sea fija o en movimiento. La realidad es que hasta las que practican sexting sienten que se les queda corto. Que las pantallas solo son un preludio, que si las tratamos como fin en sí mismo ya no es lo mismo.
La red está plagada de noticias que dan cuenta del incremento del uso de aplicaciones como Tinder. El gigante de las citas online batió en marzo su récord de conexiones en todo el mundo. España es uno de los países en los que más se han creado nuevas conversaciones, que además se alargan más que antes. Los cuerpos, aún sabiendo que no pueden verse, quieren seguir conectándose. ¿Por qué no? Después de semanas pasillo arriba pasillo abajo, ¿quién no querría salir al exterior con al menos una cita? Los cuerpos aislados en sus hogares preparan un futuro, aunque sea tan líquido como el que teníamos antes.
Qué bonito todo. La gente quiere quererse. Pero, ah, amigas. Siempre hay un pero (si no, por qué escribiría yo esto). Tiene que ver con las condiciones en que se dan estos encuentros digitales (llamados match en el argot de la aplicación). La periodista francesa Judith Duportail habla de ello extensamente en su libro ‘El algoritmo del amor. Viaje a las entrañas de Tinder’ (Contraediciones, 2019). Duportail acompañó su experiencia de flirteo digital con una investigación periodística que le llevó a entender todo lo que deberíamos saber cuando buscamos encontrarnos con otros en este tipo de aplicaciones. Entre otras cosas, Duportail comprobó que Tinder almacena todas las conversaciones de los usuarios. Algo que también hacen otras plataformas y que ya hemos aceptado como si fuera totalmente normal.
Tinder batió en marzo su record de conexiones en el mundo.
Gracias a la artista e investigadora Joana Moll podemos hacernos una idea de cómo y dónde acaban todos estos datos. En 2017, compró 1 millón de perfiles de Tinder por 135€, como parte del proyecto ‘The Dating Brokers: An autopsy of online love’, realizado en colaboración con Tactical Tech. La ganga incluía 5 millones de imágenes y datos como nombres de usuario, direcciones de email, nacionalidad, género, edad y otro tipo de información personal como orientación sexual, intereses, profesión, características físicas o rasgos de personalidad. ¡135 cochinos euros! Cuesta menos comprar un vuelo a Berlín (cuando se podía).

Los guapos con los guapos
Pero eso no es todo. El particular hallazgo de Duportail fue comprender cómo funciona el algoritmo de Tinder. Se entiende que un algoritmo “sano” en la mecánica de una app de citas sería el que aprende de las preferencias expresadas por un usuario al elegir o descartar a otros usuarios y, en función de eso, tiende a mostrar en adelante perfiles cada vez más acordes con sus intereses. Sin embargo, la investigación de Duportail dejó al descubierto que el algoritmo de Tinder elabora un índice de deseabilidad, un ranking que favorece que los usuarios más deseables se encuentren solo con los más deseables, y viceversa. Esta nota de deseabilidad se elabora de acuerdo con un sistema de puntuación ELO, según el cual ser elegido por un usuario muy deseable da muchos puntos y ser rechazado por un usuario poco deseable penaliza más. El objetivo final es agrupar a los perfiles según su nivel de popularidad.
Esta mecánica del algoritmo dirigida a la categorización de los usuarios aún permite una vuelta de tuerca más. El nivel de ingresos y de estudios son otras variables que se tienen en cuenta a la hora de clasificar y agrupas perfiles. Se obtienen mediante el cruce de datos con Facebook, aplicación en la que habitualmente los usuarios ofrecen información acerca de su profesión y su posición laboral. Duportail descubrió que los hombres con mayor nivel de ingresos y de estudios son gratificados en el cálculo de su coeficiente, mientras que, en las mujeres, tener estos mismos atributos penaliza. La conclusión que extrajo la periodista es que el algoritmo de Tinder tiende a favorecer emparejamientos en los que la mujer no sea superior al hombre en cuanto a estudios e ingresos.
“Tinder tiende a favorecer emparejamientos en los que la mujer no sea superior al hombre en cuanto a estudios e ingresos”
Duportail consiguió que Tinder le hiciera llegar un documento de 800 páginas con todas las conversaciones que había mantenido. Así, pudo detectar patrones en la forma en que se entablan las conversaciones y se dio cuenta de que había hablado con muchísimas más personas de las que podía recordar. Un viaje a las entrañas de Tinder -como subtitula su libro-, la fábrica de producción de afectos en serie. También logró conocer su ratio de éxito (uno de cada dos usuarios le había dado al me gusta), gracias a un script elaborado por un panadero hacktivista que ejecutaron juntos en una cafetería, en una de las escenas más elocuentes del libro. Sin embargo, nunca logró conocer el índice de deseabilidad que le asignaba el algoritmo. Esa gran caja negra de Tinder que ya nos aislaba y dividía en clases de personas antes del confinamiento.
¿Qué hacemos con todo esto? Quien viva en la ortodoxia podrá ventilar el asunto rápido diciendo que lo mejor es desconectarse de todas las redes capitalistas. La realidad es más compleja. Millones de personas en todo el mundo están ya dentro de estos espacios digitales (no los llamaremos por ahora ‘lugares’). Razones no les faltan. De fondo, está el hecho de que vivimos en una cultura urbana basada en la segmentación social (cada cual socializa con personas de su entorno cercano y de sus grupos de interés) y un individualismo generalizado (que va de la mano con la sensación de soledad y vacío propias de nuestra época). En el relieve, emerge el deseo de romper el perímetro y encontrarnos con el otro, con esos otros diferentes a uno y a lo ya conocido.

La reconstrucción de una autonomía afectiva
El capitalismo ha sabido transformar ese desacople social entre la sensación de soledad y el deseo de encuentro con los otros en un nicho de mercado. La construcción de una autonomía afectiva pasaría, por tanto, por un tipo de vida urbana más flexible y menos compartimentada, en la que hubiera más cabida para probar posibles combinaciones de emparejamiento afectivo. Hasta los años 60 las romerías cumplían esta función de punto de encuentro en los pueblos. En los años 80 le toman el relevo las verbenas de los barrios de ciudades en expansión. ¿Qué dispositivo cultural para el flirteo sería el equivalente en la ciudad metropolitana de hoy en día? ¿Los festivales, con esas marcas de sponsors pululando por todos lados? No lo tengo claro.
Para mitigar la fragmentación y dar aire al deseo, necesitamos aumentar las dinámicas de socialización que favorezcan nuevos agrupamientos inesperados. Algo como lo que está sucediendo con las redes de apoyo de los barrios de nuestras ciudades, en las que personas del mismo vecindario cooperan sin conocerse, generando nuevos vínculos que no existían antes de la emergencia sanitaria. No digo con esto que en las redes de apoyo se ligue (no me consta, aunque sería precioso: reporten aquí si conocen algún caso), pero sus recombinaciones exitosas dan una idea de que por esa grieta, si se abriera más, llegaríamos también, y sin necesidad de pasar por el algoritmo, a eso que hoy buscamos en cada quiebro de swap y en cada like. Dicho de otro modo, para dar esquinazo al algoritmo no queda otra que poner el cuerpo, en su sentido más colectivo. Y mientras éste deba estar confinado en el hogar, celebremos que nos queda, al menos, su mejor sucedáneo: la palabra.
Felicitaciones por el artículo es una pasada. Eché en falta quizás datos comparativos del número de usuarios de Tinder con respecto a otras redes sociales conocidas.
Pero aluciné con la investigación que se menciona en el artículo es espeluznante.