«La clase trabajadora aunque es la mayoritaria en sociedad ha desaparecido por completo del mapa de la representación. Es decir, que mientras que durante la mitad del siglo XIX y casi todo el siglo XX fue una clase para sí [….] en el siglo XXI sigue siendo una clase en sí, aunque desconoce la existencia de sí misma […]. El proyecto del neoliberalismo destruyó la acción colectiva y fomentó el individualismo de una clase media que ha colonizado culturalmente a toda la sociedad».
Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora.
Desde siempre lo que acontece más allá de los Pirineos nos ha causado admiración o cabreo. No hay punto intermedio. Profundas raíces históricas lo justifican. Pero seamos sinceros –al menos entre nosotros– tendemos a observar con una nada disimulada envidia el sindicalismo francés.
Hay que parar Francia, París, sus principales ciudades y la paran. Eso sí, la información que nos llega o nos quieren hacer llegar es cuanto menos limitada. Confusa. Parcial. Fuese con la censura franquista o con la habitual sintonía que nos transmiten los medios de comunicación. Total que hemos pasado del miedo al efecto contagio a la burda manipulación. Incluso en tiempos de la Web 2.0.
Ahora bien, ¿cómo una sociedad movilizada, incluyendo una parte del movimiento sindical, luego nos votan lo que nos votan? Las proyecciones demoscópicas dan miedo. Pero ahí están los sindicatos franceses –capitaneados por la central CGT pues de la CFDT (mayoritaria) nada cabe esperar– que frente al enésimo intento de desregulación y liberación del ejecutivo de Macron están aguantando el tipo. Después de meses de movilizaciones, luchas y una enorme represión que no cesa desde la implosión de los “chalecos amarillos”.
Hay que parar Francia, París, sus principales ciudades y la paran.
En 1995 el sociólogo francés Robert Castel publicó La metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado. Un libro esencial. Una obra maestra en donde se desarrolló la narrativa de la nueva estrategia de la fase de acumulación del sistema capitalista. A modo de actualización de El Capital. Castel sintetizó todo lo que trajo la oleada neoliberal procedente de los años ochenta: precarización, terciarización, deslocalización… Hasta alterar las reglas básicas del siempre precario equilibrio entre las relaciones Capital-Trabajo, pero sobre todo las relaciones sociales de reproducción. Una especie de leviatán que ha arrasado con todas las seguridades de antaño.
Con una novedad histórica: un movimiento obrero en retirada a la defensiva. Lo que hemos denominado, en más de una ocasión y desde una perspectiva a medio-largo plazo, la extraña derrota del movimiento obrero como el principal baluarte de la contrahegemonía al Sistema. Una derrota no definitiva pero que en el campo de batalla –a nivel político, ideológico, cultural, social…– se siente como propia. No hace mucho, de hecho, escribimos sobre el asunto de forma detallada en elcomun.es.

Numerosas evidencias estadísticas respaldan dicha tesis. Agárrense, que vienen curvas. En 2006 Jelle Visser –“Union Membership Statistics in 24 countries”, Monthly Labor Review– en base a datos oficiales mostró un descenso globalizado de la afiliación sindical entre 1970-2003. Con un detalle: la Unión Europea resistió mejor frente a los casos de Estados Unidos o Japón. Según la OCDE en 2018 el porcentaje de afiliación sindical se situaba en España en el 13,6% –cuatro puntos menos que a principios de siglo–; Francia en el 8,8% –pero con un escaso punto menos que en el 2000–. Mientras tanto, Alemania se situaba en el 16,5%, Italia en el 34,5% o Bélgica en el 50,3%. Estas mismas cifras se deben combinar, al menos, con otras dos relevantes variables. Primero, el porcentaje de los trabajadores cubiertos por la negociación colectiva: Francia, 98,5% (2014), España, 83,6% (2016 y en continúo retroceso), Alemania, 56% (2016), Italia, 26,1% (2012) y Bélgica, 96% (de forma permanente en ese nivel desde hace lustros). Segundo, el más ilustrativo: la conflictividad. Un vistazo al estudio de Sjaak van der Velden y otros –Strikes around the world, 1968-2005. Case-studies of 15 countries (2007)– demostró como el caso francés fue uno de los más significativos –junto con el español– en relación al descenso tanto en número de huelgas, duración de los conflictos y trabajadores implicados para su periodo de estudio. En cualquier caso, avanzada la primera década del siglo XX, mientras que en Francia se están revertiendo lentamente tales proyecciones, en el caso español las cifras de actividad huelguística se mantienen en niveles tendentes a la baja, que con algunos picos puntuales no modifican una tendencia histórica ya consolidada.
No es casualidad que ni la OCDE ni Eurostat ofrezcan datos actualizados al respecto. Al menos contamos con la información esencial que ofrece ILOSTATO, dependiente de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Resumen ejecutivo desde una perspectiva a corto plazo: por más que haya brotes o conflictos obreros en un periodo y una nación concreta –pues la lucha interconectada obrera entre países europeos ni está ni se la espera– el movimiento sindical ha pasado de ser un agente principal a secundario en las sociedades postindustriales. Pero que nadie lo quiera enterrar definitivamente, en tanto, lleva resucitando desde hace décadas.
Entre 1970 y 2003 la afiliación sindical ha sufrido un descenso global. Con un detalle: la Unión Europea resistió mejor frente a los casos de Estados Unidos o Japón
Un viejo –cuando no malamente envejecido– movimiento sindical –quien, en la práctica, ha culminado la transición de un sindicalismo de clase a uno de servicios– está aguantado el tirón. En concreto, lo que está sucediendo en Francia muestra la existencia de un movimiento obrero que se resiste a su total integración en el Sistema como si fuera el peaje inevitable del que dependiera su propia supervivencia. De momento, parece ser que no están por el auto-suicidio de clase. Mucho se juega, en tanto, la reforma de las pensiones de Macron se incardina en una lógica perversa: hacer de tabla rasa con el pasado.
De ahí la necesidad de resaltar la relevancia histórica de lo que está sobre la mesa: el “modelo europeo” del Estado Social y de Derecho. En otras palabras: con todo, y pese a todo, sigue siendo el movimiento obrero la principal garantía de defensa de las líneas infranqueables para reconocerse como sociedad. Pero esto mismo no nos responde, observados los antecedentes, a lo siguiente: ¿cómo se explica su capacidad de combate y lucha? ¿cómo se sostienen huelgas generales o parciales en sectores concretos durante más de dos meses? Es hora de mirarnos frente al espejo y sacar lecciones.

Recientemente Selina Tood –El Pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010) (2018)– nos recordaba, como pese a la ofensiva neoliberal desde los años ochenta del pasado siglo XX, los trabajadores británicos se siguen reconociendo no tanto como entidad social sino como un conjunto que se identifica bajo el concepto “el pueblo”. ¿Ha funcionado esto en el caso francés? En parte sí, en términos de identidad nacional.
Veamos otro laboratorio de pruebas de la fase avanzada del neoliberalismo: el caso español con unas grandes centrales puestas permanentemente en entredicho y con unos niveles de afiliación sindical y de movilización y conflictividad, entre otros muchos datos, que no invitan al optimismo. También aquí, pese a todo, las grandes centrales sindicales siguen constituyendo la mejor garantía de la defensa del “modelo social”. A pesar de su notable debilidad organizativa y su escasa conexión con la realidad social. En buena medida como consecuencia por su apuesta por el Diálogo Social –que en ocasiones pareciera ser su única estrategia– frente al clásico trinomio de presión-movilización-negociación. CCOO y a UGT se han transformado en una maquinaría de proporcionar servicios a sus afiliados –un modelo totalmente insider– pero incapaz de llegar al precariado. Este sujeto hoy central del mercado de trabajo necesita apoyo y solidaridad no servicios.

En España coexisten en la actualidad numerosas luchas obreras: desde Amazon, pasando por los trabajadores de Globo, las Kellys, las trabajadoras de los supermercados en Asturias o las cuidadoras del hogar. Luchas que, cada vez más, se conjugan en femenino y que van más allá de las “zonas de confort” del sindicalismo tradicional. Pero a diferencia de Francia no han establecido un punto de interconexión común como ha acontecido con las pensiones, que, en nuestro particular caso, se encuentran puestas cada vez más en entredicho y en donde todo se confía a la reforma del Pacto de Toledo. Ejemplo de lo expuesto es el protagonismo que han adquirido las concentraciones ciudadanas en defensa de este mismo sistema y el papel secundario de los sindicatos. Mismo objetivo, estrategias divergentes cuando no enfrentadas. Evidencia de que ciertas enseñanzas siguen quedándose más allá de los Pirineos: la unidad sindical de nada vale en este momento histórico sino conecta con los movimientos sociales y otros sectores en lucha. Empezando por el movimiento feminista más necesitado que nunca de una perspectiva de clase.
En España coexisten en la actualidad numerosas luchas obreras, que, cada vez más, se conjugan en femenino y que van más allá de las “zonas de confort” del sindicalismo tradicional
En este punto concreto, no se nos puede escapar una cruda realidad: hace ya lustros que en España se superaron los límites que los sindicatos de clase franceses consideran infranqueables en relación a su sistema público. Más allá de la existencia de “regímenes especiales” y de que se trata, realmente, de un mecanismo de solidaridad intergeneracional que resiste a la voracidad de los grandes lobby internacionales –en el caso francés BlackRock–; tal y como explicaron, recientemente, Maxime Quijoux y Guillaume Gourgues en un artículo traducido y publicado en cxtx.es con el título Los sindicatos resucitan, con la propuesta de Macron “[l]os trabajadores de todos los sectores tendrán que pagar por el mismo periodo y el cálculo de sus pensiones se basará en toda su vida laboral, incluidos los periodos de desempleo […]”. Y, además, “tendrán que seguir trabajando hasta por los menos los sesenta y cuatro años de edad para recibir una pensión completa”. ¿Comparamos?

Ya hemos observado buena parte de los factores que separan a ambos casos, a pesar de sus similitudes en torno a su situación social y sindical. Sin embargo, no faltan dos elementos fundamentales que, también, subrayaron los autores recién citados. Junto a lo apuntado –una mejor organización e implantación sindical, su inteligencia a la hora de hilar puntos de conexión y convergencia entre los diferentes sectores, directa o indirectamente, afectados y una apuesta por la movilización cuando es necesaria y sin miedo a sus consecuencias–; primero, han logrado un “apoyo de la opinión pública” que “sigue siendo mayoritario, a pesar de la ofensiva mediática contra la huelga y las molestias que esta puede causar en el día a día”, apuntaron Quijoux y Gourgues. A saber, han sido capaces de transmitir sus razones y propuestas a la mayoría social. Visto desde otro ángulo: existe un proyecto sindical claro. Causa-efecto: se demuestra en el terreno de los hechos una readaptación de su estrategia sindical con el fin de llegar a las realidades vivas del precariado –cosa que en nuestro caso siempre parece quedarse en el plano teórico de las buenas intenciones– que alejada de conflicto fabril clásico ha potenciado la creación de nuevas solidaridades.
He aquí el segundo factor que se le parece escapar al modelo sindical español en la actualidad. Al menos, a tal nivel. Como exponían ambos autores: la creación de “cajas de resistencia”, en buena parte, condicionada para “tranquilizar las conciencias de trabajadores que donan, y que [no] hubieran podido participar más activamente en el conflicto” permite, en gran medida, explicar la duración de tal conflicto. En España, y esto es una suposición bastante avanzada, la conciencia de clase trabajadora no se encuentra en sus mejores momentos.
La creación de “cajas de resistencia”, en buena parte, condicionada para “tranquilizar las conciencias de trabajadores que donan, y que [no] hubieran podido participar más activamente en el conflicto” permite, en gran medida, explicar la duración de tal conflicto
Esto no sobreviene de la noche a la mañana. Se trata de un trabajo de fondo. A tiempo completo. Sin atajos ni desvíos extraños. De no ofrecer renuncias gratuitas. De diferenciar entre cooperación e integración en el Sistema. Y, sobre todo, de no perder el significado histórico de qué es el sindicalismo de clase.
La pregunta es obvia: ¿el caso francés puede significar un punto de inflexión en la lógica de derrotas tras derrotas del sindicalismo europeo? Ojalá nos equivoquemos: a buen seguro, el caso francés no deje de ser un paradigma nacional aislado frente a esa oleada neoliberal globalizada en los países occidentales que parece no tener nunca fin.
En suma, se resiste pero no se es capaz de cambiar –ni quiera en Francia– la lógica intrínseca de la conflictividad social-obrera: de la defensiva a la ofensiva. Y aquí no vale aquello de resistir es vencer.