“No se construye una base política sólida negando al contrincante y su capacidad de acción, se resiste construyendo una opción”.
Foucault
LA CAJA TONTA
Convendremos que buena parte de nuestra izquierda se educó en el desprecio elitista a la televisión, entendida como el nuevo opio del pueblo. El cineasta Federico Fellini la describió como un instrumento diabólico “que lo destruye todo como una tempestad”. Desde la “teoría crítica”, Adorno nos advirtió de que esta nos puede convertir en seres conformistas, integrados en el statu quo, y reducirnos prácticamente a nuestra condición animal. Por supuesto, el situacionista Guy Debord también denunció los efectos narcotizantes de la televisión, en su análisis de la “sociedad del espectáculo”. Y lo hizo en clave platónica: la televisión nos inunda con miles de estímulos e imágenes cuyo fin no es otro que el de ocultarnos e invertir la verdadera realidad. En síntesis, los telespectadores no son más que títeres manipulados por el Poder. La televisión los transforma en víctimas ciegas, en esclavos encadenados por sus simulacros.
Sin lugar a dudas,todas estas concepciones acertaban en señalar el papel conformador de los mass-media como dispositivos ideológicos en la cultura de masas. Pero lo hacían desde una perspectiva tan esencialista que, en coherencia, no dejaba resquicio para alternativa alguna. En efecto, si se asume que somos meros receptores de imágenes, pasivos y acríticos, imbuidos de apariencias falaces que bloquean el desarrollo de un conocimiento riguroso o “científico”, ¿qué capacidad podríamos tener para proponer contenidos que revertieran esta situación de dominación? ¿Qué posibilidades habría para impugnar, en términos generales, el orden existente? Paradójicamente, tales teorías abonaban así la perspectiva hegemónica de los poderes establecidos, reproduciendo sin quererlo la consigna popularizada por la dama de hierro: There is not alternative!

Lo cierto, además, es que tales enfoques no eran tan novedosos. Aquello que caracterizaban como la ciudadanía adormecida o alienada no vendría a ser sino lo que el pueblo ignorante o el vulgo embrutecido representaban para la filosofía ilustrada del siglo XVIII. Sin perjuicio de su tono crítico y voluntad emancipadora, no es difícil incluso encontrar analogías entre tales diagnósticos y el pensamiento reaccionario, crítico de la sociedad tumultuaria y anárquica que no sabe pensar ni expresarse con formas adecuadas. Por otro lado, como recuerda Rancière, el discurso de los individuos cuyos cerebros están saturados por los estímulos, la fuerza desnuda de las imágenes y los espectáculos, ya existía en el siglo XIX, sin necesidad de que hubiera radio, televisión, 5G ni Tinder.
No hay ninguna razón para prejuzgar que los espectadores sean como los esclavos de la cavernosa vivienda de la alegoría platónica
LA VOZ DEL PUEBLO
No hay ninguna razón para prejuzgar que los espectadores de televisión sean seres contemplativos e ignorantes, obnubilados por las sombras que ven pasar antes ellos, como los esclavos de la cavernosa vivienda de la alegoría platónica. Su conciencia no es el reflejo especular de los contenidos diseñados para su consumo voraz. Pero tampoco tiene mucho sentido creer que los televidentes sean egos puros, imparciales y desencarnados, propensos a pasar por el tamiz de la crítica todos los contenidos que les sean ofrecidos, cribando elementos edificantes y mistificadores siempre con acierto y sin cesar.
A decir verdad, no hay sujetos puramente pasivos o completamente activos. La actividad y la pasividad siempre están entreveradas en los comportamientos sociales y muchas veces son indistinguibles. Así que esta no es una cuestión de polos absolutos, sino de grados intermedios. El pueblo no está adormecido ni en estado de total vigilia, entre otras cosas porque no es una totalidad homogénea, sino una realidad conformada por múltiples intereses inconmensurables entre sí. En este sentido, se comprenderá que el pueblo no es algo dado ni tiene una voz común sino que, en palabras de Feijoo, es “instrumento de varias voces”.
Como dijimos, las concepciones esencialistas no ofrecían apenas posibilidades para intervenir en los contenidos de la televisión, por ser considerados estos como intrínsecamente perturbadores. La opción más revolucionaria consistía entonces en presumir de manera complaciente de no disponer de tal artefacto o de haberlo tirado por la ventana (doy fe de que algunos que lo hicieron me lo han confesado retrospectivamente por Facebook y Twitter; como es sabido, redes libres de todo control biopolítico). Se abandonaba así el campo cultural y político de batalla, dejándolo expedito para los enemigos que se pretendía combatir.

Actualmente, y en oposición a estos planteamientos, otras versiones de la izquierda parten de la aceptación de que los productos fabricados por los medios de comunicación, en general, y la televisión, en particular, son buenos en la medida en que sean deseados por las clases populares y se impongan como sentido común. Pero esto resulta demasiado inocente. No ya sólo porque deje de lado el hecho de que tales contenidos están limitados por los intereses comerciales capitalistas desde los que se configuran, lo cual no es cosa menor, sino porque el sentido común no es monolítico o inerte, sino que está continuamente desorganizándose y reorganizándose, en constante movimiento. Desde este punto de vista, decir que algo es sentido común tampoco es decir mucho.
A pesar de las apelaciones a Gramsci, estas posiciones acaban siendo por tanto meramente oportunistas o acomodaticias, pues lo que promueven finalmente, de forma más o menos explícita, no es tanto la transformación del sentido común desde proyectos emancipatorios concretos como la adaptación a los marcos ideológicos existentes. O al menos este es un riesgo siempre presente, en tanto supongan la renuncia a la modificación sustancial de los consensos establecidos, al reparto de funciones y la distribución de los tiempos (de trabajo, de ocio, etc.). Si esto es así, la defensa de determinados contenidos televisivos como expresión de la cultura popular mostrará también indicios de cierto paternalismo: el de quienes los justifican como apropiados para clases inferiores (menos instruidas) a la suya.

SÁLVAME, SOY UN NÁUFRAGO
Desde que el presentador de Sálvame, Jorge Javier Vázquez, declarara “este es un programa de rojos y maricones”, las izquierdas han venido oscilando entre la celebración orgiástica de tales palabras y la denuncia de su futilidad. Mientras que unos sobredimensionan la trascendencia del fenómeno, como si se tratara de un acontecimiento revolucionario, otros lo reducen a un episodio ideológico que enmascara los asuntos que verdaderamente deberían preocupar a la sociedad. Las declaraciones no serían más que una cortina de humo (superestructural) que envuelve a los espectadores en una atmósfera irrespirable de falsa conciencia.
El lector podrá adivinar las posibles correspondencias con los discursos sobre la televisión que venimos comentando. Pero ambas posturas conducen a un callejón sin salida. Los primeros pierden de vista ingenuamente los juegos de poder en que se producen las declaraciones (sin ir más lejos, la competencia empresarial entre Mediaset y Atresmedia por aumentar sus audiencias y beneficios netos). Como explicó Stuart Hall en «Notas para la deconstrucción de lo “popular”», no hay cultura popular que no esté encastrada en unas determinadas relaciones de dominación y antagonismo, que no esté sujeta a contradicciones. Los segundos deberían explicar cómo es posible que las personas supuestamente envilecidas por la televisión y el resto de medios, puedan en algún momento emancipar-se. ¿O serán sus críticos aquellos que les salven del naufragio cultural? ¡Acabáramos!
Tan erróneo es tachar cualquier contenido televisivo de instrumento de alienación masiva, como bendecirlo porque sea de gusto popular mayoritario
Ahora bien, tan erróneo es rechazar a priori cualquier contenido televisivo por ser un instrumento de alienación masiva, como bendecirlo porque sea de gusto popular mayoritario. Esto implica incurrir en un formalismo, pues son los contenidos específicos los que deben ser evaluados. Ciertamente, no todo lo que nos gusta es bueno. A nivel individual, valga recordar lo que decía Kant: querer elevar nuestras inclinaciones subjetivas a ley moral es vanidad. Desde una perspectiva colectiva, considerar que aquello que goza de aceptación popular es necesariamente bueno, resulta demagógico. Así, por ejemplo, podemos disfrutar de vez en cuando comiendo pizza y hamburguesas, sin que esto conlleve un problema dietético, pero hacerlo todos los días no es objetivamente saludable. Que este tipo de alimentación, además, sea promovido como menú escolar para niños de familias vulnerables, tal y como ha hecho la Comunidad de Madrid previo contrato con la empresa Telepizza y la cadena de comida rápida Rodilla, es sencillamente escandaloso.

Imaginémonos, como Sócrates en el diálogo platónico Gorgias, a un cocinero que compitiendo con un médico ante un tribunal de niños, dijera: “frente a vuestra presencia tenéis a un hombre que os da amargos brebajes; y a mí, que os regalo abundantes y suculentas golosinas”. ¿A quién preferirían semejantes jueces? La respuesta es obvia. ¿Y no es esta la demagogia que despliega Ayuso cuando afirma: “juraría que al 100% de los niños les encanta la pizza”?
Sin embargo sobre el gusto, popular o no, caben disputas y razones. La “reforma del entendimiento”, para decirlo con Spinoza, siempre es posible a través de nuestra praxis, de nuestra capacidad para modificar los afectos que nos constituyen y construir alternativas emancipatorias. Pero la “igualdad de las inteligencias” no es la igualdad de las opiniones. Por eso, no debemos aceptar que algo sea bueno porque guste, sino procurar que guste aquello que sea bueno y nos haga más libres.