Se avecinan tiempos difíciles, como bien sabemos. Entre los posibles escenarios de futuro que se dibujan en el horizonte próximo, se vislumbra de nuevo, como ya ocurrió en la anterior crisis de 2008, la necesidad de construir alternativas sociales que pasan por cuestionar la idea del Estado como supuesto árbitro neutral del “juego espontáneo de libertades”. Primero, porque es falso que la economía sea un ámbito de actividad subsistente al margen de todo tipo de planificación estatal, como nos explica Juan Ponte en su artículo “Mercado y Estado: fetiches en tiempos de COVID – 19”, siempre hay alguna forma de intervención. Luego el problema se dirime a otro nivel: qué tipo de planificación se quiere y a qué intereses debe servir.
La crisis económica que previsiblemente dejará sin empleo y, por tanto, sin recursos materiales, a millones de personas en todo el mundo, no podrá afrontarse sin políticas valientes, que podrían incluir una política fiscal fuertemente progresiva y la nacionalización de algunas empresas. Sin embargo, desde múltiples lugares, volveremos a escuchar el manido argumento de que todo intento de interferir en el curso de los procesos económicos, fuera de las leyes del mercado, es un atropello a la sagrada “libertad individual”. Para enfocar el tema con precisión y refutar dicho argumento, a continuación realizo un breve análisis de lo que significa la libertad.
Libertad formal versus libertad real
La libertad como libertad de acción puede entenderse fundamentalmente de dos maneras:
Una libertad negativa, esto es, ausencia de restricciones físicas externas, ausencia de coacción.
Una libertad positiva: la capacidad efectiva para hacer algo que quiero hacer.
Las teorías sociales liberales generalmente han entendido la libertad como “ausencia de restricciones y de coacción para realizar una acción”. Basta con que no haya un impedimento físico y/o legal para afirmar que alguien es libre de hacer algo. Todo aquello a lo que no esté “forzado” un agente, sería una posibilidad de su libertad. Neoliberales como Hayek o Friedman proponen dejar el mayor número de decisiones en manos de los mercados, bajo el supuesto de que la forma de funcionamiento del mercado es, de suyo, la expresión natural y espontánea de las libertades individuales. Es menester, por tanto, reducir al mínimo cualquier posible interferencia en el ámbito de la libertad de los individuos, para que nadie se sienta forzado a hacer nada que no quiere.

Sin embargo, que nadie me impida comprarme un automóvil de lujo no quiere decir que sea libre de hacerlo, si ni siquiera tengo dinero para comprar una barra de pan. La libertad negativa de un individuo sin recursos económicos, a quien nadie le prohíbe comprar en el supermercado, es puramente formal: la mera igualdad ante la ley. Esa concepción de la libertad desatiende toda cuestión relativa a los fundamentos materiales. Lo cual constituye un grave error, pues toda acción requiere también de unas condiciones materiales mínimas sin las cuales no es posible su ejercicio.
Las teorías sociales liberales generalmente han entendido la libertad como “ausencia de restricciones y de coacción”
Puesto que la libertad no es una simple ausencia de obstáculos o interferencias (libertad negativa), es preciso ampliar la noción hacia la libertad positiva.
Toda libertad positiva incluye un momento negativo (de negación de la fuerza y de la coacción), pero debe añadirle, además, alguna determinación material. Para que una persona o una determinada acción sea libre, es preciso que el agente tenga además el poder de responder por sus propios medios ante lo que le sucede. Van Parijs se refiere a esta idea cuando habla de libertad real: “Se es realmente libre, en oposición precisamente a formalmente libre, en la medida en que se poseen los medios, no solamente el derecho, para hacer cualquier cosa que uno pudiera querer hacer” (1).
La libertad real nos habla no sólo de una falta de impedimentos por parte de otros, sino de la autonomía o independencia de los agentes sobre sus propias decisiones. Dicha libertad es, además, una cuestión de grado: una persona es más o menos libre dependiendo de sus capacidades concretas, y no hay nadie que tenga una libertad completa.
Independencia socioeconómica y libertad
El control sobre la propia existencia material es el primer nivel de libertad y en él descansan los demás. La posesión del propio cuerpo y de la vida implica la posesión, también, de los recursos necesarios para la preservación del cuerpo y de la vida, en la medida en que el individuo es un sistema abierto a intercambio constante de materia-energía con su entorno, intercambio sin el cual no podría sobrevivir. Sin independencia socioeconómica, la única libertad que existe para muchas personas es la libertad de morirse de hambre. “Y esta es la razón por la que la tradición republicana, la tradición de la libertad (…) ha optado claramente por la independencia material como criterio para una ciudadanía plena” (2).

El humanismo renacentista reivindicó esta idea, tomando como modelo la libertad republicana de los romanos. Liber se oponía a servus: liber era el propietario que no dependía para su existencia de los favores de ningún otro, a diferencia del servus, cuya vida se encontraba a merced de su amo precisamente por estar desposeído de toda propiedad.
Marx expresa de forma elocuente la vinculación entre libertad y propiedad, cuando dice que “el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, de aquellos que se han adueñado de las condiciones materiales del trabajo” (3).
Esta forma de entender la libertad fue la más común hasta que la burguesía renegó de ella en cuanto adquirió posiciones de poder tras la caída del Antiguo Régimen porque su generalización entre toda la población (incluidos los no propietarios) ponía en peligro su dominio de clase. El triunfo del capitalismo, y consiguientemente del liberalismo doctrinario, hizo desaparecer del circuito de circulación la idea republicana de libertad, sustituyéndola por la idea de libertad empresarial: la libertad puramente formal de firmar contratos. Pero esta libertad es la libertad de los fuertes, de los que pueden imponerse en una negociación, no de los que no tienen otro remedio que aceptar las condiciones de un contrato de trabajo, por muy humillantes que esas condiciones sean, puesto que no tienen otra alternativa para poder comer.
Libertad en sociedad
La libertad se desenvuelve en un contexto de acciones que no son nunca operaciones de un individuo aislado, sino de un individuo en un entorno y en el seno de un grupo social con una serie de conocimientos, normas e instituciones. La libertad humana se plantea, por tanto, en el contexto de las relaciones sociales.
Desde el momento en que salgo de mi “interioridad” y entiendo que mi vida y mi cuerpo son “partes extra partes”, exterioridades que se dan en un sistema de cosas, de procesos, me concibo a mí mismo como parte de un sistema, y no como un sujeto aislado. La necesidad de proveerme de recursos materiales para la vida me pone en contacto con los otros, con la sociedad de la que formo parte, porque sin la sociedad no podría ni siquiera obtener esos recursos.

Por ello, los otros no son límites absolutos, amenazas a “mi libertad individual” —una libertad metafísica hispostasiada, previa a toda formación social histórica y culturalmente transmitida—, sino cooperadores necesarios en la construcción de una totalidad social de la que cual todos dependemos en mayor o menor medida. Dicho de otra forma: nuestra libertad se entreteje de relaciones de inter dependencia.
La teoría sistémica de la sociedad nos indica que para poder ser independientes en un sentido, debemos ser dependientes en otro. ¿Dependientes de qué? En primer lugar, de un medio ambiente sano y limpio que nos permita preservar las condiciones para la reproducción de la propia vida. Y en segundo lugar, de una sociedad que asegure para todos las condiciones materiales de la libertad. El objetivo de construir sociedades con pactos fuertes y sólidos en torno a la defensa de derechos fundamentales; democracias profundas donde todos tengan acceso a una educación de calidad; economías que generen confianza, que no exploten, que satisfagan las necesidades reales de las personas y no dañen el medio ambiente, es un requisito para que los individuos puedan gozar de una verdadera independencia.
El capitalismo sustituyó la idea republicana de libertad por la libertad empresarial
Por ello, la libertad es producto de una conquista histórico-cultural y no meramente un efecto de la evolución biológica de la especie humana. Cuanto mayor es el conocimiento que los seres humanos logran alcanzar sobre el medio natural en el viven y mayor es el dominio práctico que sobre dicho medio alcanzan, mayor es el grado de libertad de que disponen.
Libertad real para todos: libertad, igualdad, fraternidad
Las relaciones económicas determinan relaciones de poder. Sin igualdad socioeconómica no puede haber tampoco igualdad de poder de decisión, y sin esa igualdad, habrá dominación, por tanto, no habrá libertad (no la habrá, por lo menos, para una enorme masa de gente). Porque “la pobreza, en efecto, no es sólo privación y carencia material, diferencia de rentas; es también dependencia del arbitrio o la codicia de otros, quiebra de la autoestima, aislamiento y compartimentación social de quien la padece” (4).
Por tanto, para que todos los ciudadanos puedan ser realmente libres, la sociedad debe garantizar un mínimo de igualdad socioeconómica entre todos sus miembros.
La fraternidad es el valor que nos permite detectar lo que nos vincula al resto de nuestros semejantes -en particular a los que más ayuda necesitan- y nos mueve a cooperar activamente en la realización de la justicia social.
Ambos valores (igualdad y fraternidad) deben ser inseparables de la libertad, porque sin ellos la reivindicación de ésta como base universal para la organización social quedaría vacía e inoperante. La justicia social se da cuando todos los ciudadanos viven dignamente (tienen garantizada su existencia social autónoma) independientemente del mérito que tengan.
Una sociedad no puede garantizar la plena “felicidad” (sea lo que sea eso) de todos sus miembros, pero sí puede poner las condiciones para que no se produzcan situaciones de dominación que sitúen a unas personas en posición de subordinación respecto a otras y dificulten, por consiguiente, su libertad real.
La libertad no se opone a la interferencia, sino a la dominación
Ahora bien, un objetivo como ése requiere que se produzcan determinadas interferencias en las libertades individuales abstractamente consideradas.
Como decíamos más arriba, toda libertad individual se inserta en una cadena social en la cual las acciones de unos individuos necesariamente interfieren en la esfera vital de otros, sin que por ello tengamos que considerar esa interferencia como algo reprobable en todos los casos. Por ello, habría que distinguir dos tipos de interferencia: arbitraria y no arbitraria.
Se produce una interferencia arbitraria en el ámbito de la existencia social autónoma de un sujeto cuando se coloca a ese sujeto en una posición de subordinación total respecto a las decisiones de otros. La interferencia está justificada (no es arbitraria) si sirve para corregir la dominación.
Por ejemplo, un empresario de inmensa fortuna pagará el 70% de IRPF si un gobierno le obliga a ello y no podrá evitar pagarlo mientras la sociedad tenga más capacidad que él para imponerle la fuerza de la ley. Su falta de libertad negativa a la hora de pagar o no pagar el IRPF es “conditio sine qua non” para que otros que tienen menos recursos puedan beneficiarse de un reparto más equitativo de la riqueza generada, que tendrá por objetivo aumentar la capacidad (libertad positiva) de esos otros.
Lo importante desde el punto de vista social, en aras de lograr una mayor justicia, no es evitar cualquier interferencia en la expresión de poder de los sujetos, sino asegurar que la posición de cada sujeto en el sistema de fuerzas es adecuada para su autodesarrollo. Como dejó escrito Erich Fromm, “el problema que enfrentamos hoy es el de crear una organización de las fuerzas económicas y sociales capaz de hacer del hombre —como miembro de la sociedad estructurada— el dueño de tales fuerzas y no su esclavo” (5).
En una sociedad donde existen profundas asimetrías de poder, es preciso que la libertad de unos se vea disminuida para que la de otros se vea incrementada, con el fin de que nadie se vea expuesto a situación de dominación (posibilidad de interferencia arbitraria en el ámbito de la existencia social autónoma de los sujetos).

Interferir sin dominar es ejercer una capacidad legítima, que puede ser del individuo para defender sus derechos (como las manifestaciones o ejercicios de desobediencia civil, cuyos efectos invaden inevitablemente algunos derechos de terceros) o del Estado tomado como un sujeto peculiar cuya función es velar por la justicia interviniendo en la sociedad para redistribuir los bienes y garantizar la protección de todos sus miembros.
Lo que hay que evitar son las interferencias arbitrarias. El ideal de justicia de una democracia integral (no sólo política) es el de una sociedad de personas libres de dominación, es decir, una sociedad donde a nadie se le prive de los medios necesarios para el libre desarrollo de su personalidad, lo cual requiere garantizar la seguridad material de todas las personas, cooperar en búsqueda del bien común y respetar una diversidad de opciones legítimas de vida, con el marco de unos derechos básicos universales como referente ético y político para la organización de toda forma de convivencia.
Notas:
1. Philippe van Parijs, Libertad real para todos, Paidós, Barcelona, 1996, p. 53.
2. Daniel Raventós y David Casassas, “Propiedad y libertad republicana: La Renta Básica como derecho de existencia para el mundo contemporáneo”, en Sin Permiso, n. 2, 2007, p. 64.
3. Karl Marx, La Crítica del Programa de Gotha, Editorial Progreso, Moscú, 1979, pp. 10-11.
4. Daniel Raventós, Las condiciones materiales de la libertad, El Viejo Topo, Barcelona, 2007, p. 34.
5. Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 1990, p. 118.