Este reciente fin de semana se ha celebrado el Día Internacional de la Felicidad. Como es habitual, se suele pedir al mundo de la filosofía que reflexione y opine sobre la idea de felicidad, a poder ser a modo de conferenciante de una TED Talk o ayudante del departamento de Recursos Humanos de la empresa de turno. ¿Qué es, entonces, la felicidad?
La pregunta por la felicidad, para Aristóteles, era la pregunta por toda una vida: “¿estoy siendo feliz?”
La felicidad es un problema, y es universal: llevamos preguntándonos por ello desde, por lo menos, el siglo V. a. C. En aquella época, en la Grecia clásica, Aristóteles fue probablemente quien abordó de manera más sistemática esta cuestión. Al contrario que sucede con las matemáticas, que parten de principios generales a partir de los cuales deducir proposiciones, su doctrina o ciencia moral parte de las conclusiones y juicios morales que habitualmente se consideran buenos y virtuosos para llegar a principios generales. Podría decirse que Aristóteles, en cierto modo, era un filósofo del “sentido común”.
Aristóteles creía que el fin de la vida era la felicidad, y por “felicidad” entendía una actividad constante, durante una vida entera, del ejercicio de la razón, la más excelsa virtud. La pregunta por la felicidad, para Aristóteles, era la pregunta por toda una vida: “¿estoy siendo feliz?”
Sin embargo, a pesar de que Aristóteles concibiese que la felicidad, en última instancia, se identificaba con lo que él denominaba “la vida contemplativa” —es decir, una vida guiada en todo momento por el ejercicio constante de la razón—, no hay que olvidar que el propio filósofo decía que la felicidad no era posible sin amigos: la noción griega del “yo” era extensible hasta incluir un “nosotros”, a los amigos, cuya felicidad o desdicha, cuyos éxitos o fracasos eran vividos como propios. La felicidad, con amigos, es posible. E imposible sin tiempo libre, sin ciertos bienes externos y sin un moderado nivel de placer. La felicidad no era, todavía, una actividad de hedonismo e interioridad; todo lo contrario: ejercicio público de la razón comunitaria, con la amistad de los iguales y un moderado nivel de placer.
La moral cristiana, con sus derivaciones y sus reformas protestantes, fue la doctrina moral por antonomasia hasta el siglo XIX. Esta moral, en su origen, no fue otra cosa que una articulación, cuando no mera amalgama, de diversas filosofías tanto de la época de la Grecia clásica como del período helenístico. Una de esas filosofías era el estoicismo, entre cuyos célebres representantes está el emperador Marco Aurelio, autor de las famosas Meditaciones y que, con toda probabilidad, se desmayaría si supiese el ingente número de ventas que está teniendo en la actualidad su obra.
el estoicismo, con su ideal del sabio profundamente apolítico, ofrece una moral individualista y transclasista
El estoicismo, uno de los núcleos neurálgicos de la moral cristiana, fue, en su origen en la Grecia clásica, una filosofía preocupada por cuestiones físicas, del mundo natural. Posteriormente, ya en tiempos imperiales, se redujo a una doctrina moral, y solo una doctrina moral, convirtiéndose prácticamente en la ideología oficial del incipiente Imperio Romano. Esto fue así porque era perfectamente funcional al statu quo: el estoicismo, con su ideal del sabio profundamente apolítico, ofrece una moral individualista y transclasista —no, las clases sociales no importan: el esclavo también puede ser feliz y libre—, en la que la felicidad consiste en la aceptación del destino propio, prefijado por la naturaleza de cada cual. Por cierto: las Meditaciones de Marco Aurelio son una de las lecturas obligatorias dentro del mundo del coaching y la gestión empresarial contemporánea.
Es en el siglo XIX cuando se problematiza la idea de felicidad, con el surgimiento de las ideologías que todavía hoy conforman nuestro imaginario político: liberalismo, marxismo, feminismo, etc. Ser feliz dejó de entenderse como un escape de las desgracias del presente, pues ya no consistía en la construcción de un “yo” espiritual e interior, al margen de las contingencias del mundo. Comenzó a tomarse conciencia de que la felicidad dependía, en última instancia, de nuestras condiciones materiales de existencia, de nuestro contexto.
En las últimas décadas, hemos podido ver cómo la cuestión de la felicidad es el tema central del Foro de Davos, foro en el que se reúne buena parte de las clases dirigentes del capitalismo contemporáneo. La felicidad, en nuestros días, es una emoción más. Baste citar a Miquel Porret Gelabert en su libro Gestión de personas: Manual para la gestión del capital humano en las organizaciones, uno de tantos miles de expertos del ámbito terroríficamente denominado “Recursos Humanos”. He aquí una buena síntesis del pensamiento empresarial contemporáneo: “Hay muchas personas cuyo estado de ánimo siempre es bueno y equilibrado (…), pero en minoría las hay que en determinados periodos de su vida laboral es lo contrario. (…) Esos perfiles emocionales conducen a más errores de los aceptables y a bajos rendimientos concluyendo en el inevitable fracaso laboral. (…) En cambio, el ánimo positivo que, en este supuesto es sinónimo de interés, ganas por lo que hacen mostrando iniciativa, les lleva a acertar más en sus actuaciones (…), siendo el resultado de ello el éxito laboral y el progreso en la vida profesional”.
Los trabajadores y las trabajadoras, hoy, no son sino funciones a maximizar beneficios y minimizar pérdidas. Y la felicidad es la emoción central: hemos de ser felices, desarrollarnos como personas y realizarnos a nosotros mismos… en el trabajo. La felicidad, a pesar de ser un problema humano y universal, que nos ocupa y nos preocupa en todo tiempo y lugar, ha quedado monopolizada por las charlas motivacionales TED Talks, los productos de Mr. Wonderful y los aforismos descontextualizados de Marco Aurelio: “¡reinvéntate, hazte a ti mismo! ¡Sé feliz! ¡Todo fluye!”, se nos exhorta.
Este es el relato en el que se inscribe la felicidad, hoy: no debes cambiar el contexto o la realidad. El mundo es como es, la realidad es así: real, y punto. Lo dice Marco Aurelio: acepta tu destino y sé feliz. Por el contrario, debes variar tu reacción para amoldarte a esa realidad laboral: no la indignación, no la protesta; esas son malas actitudes. La cuestión está en ser feliz y ser positivo dentro de tu trabajo. Estamos condenados a ser felices.
Vale la pena acudir a Aristóteles: la felicidad es imposible sin tiempo libre. En la Grecia clásica, el tiempo libre era el “ocio”, en contraposición con el “negocio” —literalmente, la negación del ocio—. En la Grecia clásica, el trabajo era aquello que se hacía cuando no se tenía ocio. Hoy, es justo lo contrario: el tiempo libre, el tiempo de ocio, es el tiempo vacío, de no productividad. El mundo del trabajo nos lo ha arrebatado y lo ha privatizado. Y este tiempo no productivo nos causa infelicidad, malestar moral, culpabilidad. El tiempo libre, sin producción, sin hacer literalmente nada, es concebido como tiempo malgastado, tiempo en el que podríamos estar produciendo y no lo estamos haciendo; es tiempo vacío. Sin embargo, debemos reflexionar sobre esto y volver a considerar el tiempo libre como única posibilidad de ser felices: solo en una vida libre del tiempo de trabajo, libre de la producción infinita, es posible una vida buena, una vida que merezca la pena ser vivida; en definitiva, una vida feliz.