Cada cierto tiempo se llenan las redes y algunas pancartas del ya recurrente «tortura, ni arte ni cultura». Está claro que las transformaciones sociales necesitan gancho y trasladar mensajes potentes. El problema es que además de una proclama resultona, también es una mentira. Cuando lo escucho no puedo evitar pensar que, de algún modo, nos empeñamos en darle la espalda a una realidad incómoda: venimos de lugares que pueden no gustarnos. Y eso no los hace menos comunes.
El pasodoble, la doma, el Guernica de Picasso o los toros de Osborne. La presencia de corridas en según qué países y su ausencia en los demás. La arquitectura de la plaza. El traje de luces. La prensa del corazón precisamente donde menos abunda. Hasta, si me apuras, aquel tema de Chayanne. Todo eso es cultura y me niego a aceptar que no lo sea por mucho rechazo que me cause.
Picasso: “Alceando un toro” (1954)
Una de las ideas que más me marcaron cuando estudiaba es que la cultura es adaptativa. Me marcó tanto porque me permitió encontrar un sentido a cosas que, hasta entonces, sólo eran anécdotas más o menos pintorescas. La realidad es que detrás de las cosas que nos llaman la atención suele haber, como mínimo, una historia de la que aprender algo.
Mi abuela solía contarme que, hace no tanto tiempo, aquí se comía gato. Mi yo adolescente, con la condescendencia propia de esa edad, pensaba que vaya una idiotez y que menudo asco. Con el tiempo me di cuenta de que las condiciones materiales y la dureza de la vida en aquella época eran un argumento más que válido para comer gato (o lo que hiciera falta) pero, en el fondo, no lograba entender que hablase de ello con naturalidad y no le diese vergüenza.
Mi generación creció con Tom el de Jerry, con el Gato con Botas y el de Alicia, con Silvestre, con Bola de nieve (del I al V) o con Doraemon. Y aunque es verdad que Tom Hooper nos lo puso complicado en 2019 con su Cats, seguimos sin ver a los “lindos gatitos” como ingrediente mínimamente razonable de un guiso. Lo más cerca del plato que hemos tenido a un gato seguramente haya sido el juguete del Happy Meal.
Pero a mí no se me ocurriría, ni un poquito siquiera, decirle a mi abuela que su mundo y lo que hizo eran cosas de paletos; porque eso es un poco lo que se viene a decir con el eslogan de marras. No se lo diría porque por mucho que no lo comparta desde mi momento histórico, gracias a que en muchas familias se comió guiso de gato, pudieron sobrevivir para que nosotros estemos hoy aquí con esa mirada altiva que nos da el paso del tiempo. Por eso: por comer gato.
“No se me ocurriría decirle a mi abuela que su mundo y lo que hizo eran cosas de paletos”
Claro está que los toros no son gatos y los gatos no son liebres (por mucho que el consumo de conejo en España lleve años a la baja quién sabe si por culpa un poco de Bugs Bunny). No podemos decir que la tortura animal se justifique con criterios materiales y, aunque suponga el sustento para algunos ganaderos y sus familias, no se trata de una necesidad ni una experiencia que podemos generalizar. Sin embargo, sí que hay un plano en el que conserva ese carácter adaptativo: el simbólico.
“Double portrait de Bocanegra ou le jeu des 7 erreurs” de Eduardo Arroyo (1964).
Los toros son cultura y negarlo es soberbia vestida de ideología. No nos hagamos trampas al solitario: si podemos decir abiertamente que en España existe una cultura de la violación o alertar de los peligros de la cultura de la cancelación en Twitter, no deberíamos rasgarnos las vestiduras al asumir que, efectivamente, la tauromaquia y todo lo que la rodea es también algo cultural.
Quizás, de hecho, esa actitud altiva que llama “paleto” y “señorito” a quien participa de dicha cultura, sea la que juegue un papel determinante en la pervivencia de las prácticas con las que queremos acabar. De eso también tenemos cultura en España: de los unos y los otros. Y de por qué cuanto más nos digan los otros que algo les molesta, con más descaro y orgullo lo pensamos hacer los unos.
No es difícil entender, prestando algo de atención, que en todo el ruido mediático que se genera alrededor de estos temas hay mucho de identitario, algo de que «España está desapareciendo por culpa del socialcomunismo» y bastante de «a mí me van a decir si puedo ir o no a los toros». Porque, aunque yo no coma gato, también tengo que saber de dónde viene aquello y por qué alguien que creció entre chatos de vino y cabezas de toros colgadas en la pared lo ve de una manera totalmente distinta y piensa, con toda la razón, que hay que apartar la política del toro y que en su casa toda la vida se vieron en el Plus. Estamos obligados a entender que participar de eso quizás sea, en cierto modo, una de las pocas maneras que existen de aferrarse, de adaptarse, a una España que, por suerte, cada día se queda un poco más atrás en las rutas de la Historia.
Por eso cada vez que leo «tortura, ni arte ni cultura» pienso en lo difícil que nos lo ponemos a nosotros mismos y lo mucho que nos gusta ser más listos que el resto. Es una pena. Es una pena que finjamos no entender de dónde vienen las cosas porque, mientras nosotros nos enredamos en desprecios a los demás, la ultraderecha no duda en reivindicar esos símbolos. Símbolos que, lejos de tener que asumir, bastaría con tratar como lo que son: parte de nuestra cultura. Y la cultura no es estanca, es adaptativa. Lo complicado es saber adaptarla.
“Torero negro” de Salvador Dalí (1969)
Porque con botines o descalzo, pero bravo, lo del toro del Fary y sus miles de novillos sobre la tele de culo del salón es un poco como aquel traje nuevo del emperador: pensamos que faltan luces mientras nosotros vamos sin traje.
Cada cierto tiempo se llenan las redes y algunas pancartas del ya recurrente «tortura, ni arte ni cultura». Está claro que las transformaciones sociales necesitan gancho y trasladar mensajes potentes. El problema es que además de una proclama resultona, también es una mentira. Cuando lo escucho no puedo evitar pensar que, de algún modo, nos empeñamos en darle la espalda a una realidad incómoda: venimos de lugares que pueden no gustarnos. Y eso no los hace menos comunes.
El pasodoble, la doma, el Guernica de Picasso o los toros de Osborne. La presencia de corridas en según qué países y su ausencia en los demás. La arquitectura de la plaza. El traje de luces. La prensa del corazón precisamente donde menos abunda. Hasta, si me apuras, aquel tema de Chayanne. Todo eso es cultura y me niego a aceptar que no lo sea por mucho rechazo que me cause.
Una de las ideas que más me marcaron cuando estudiaba es que la cultura es adaptativa. Me marcó tanto porque me permitió encontrar un sentido a cosas que, hasta entonces, sólo eran anécdotas más o menos pintorescas. La realidad es que detrás de las cosas que nos llaman la atención suele haber, como mínimo, una historia de la que aprender algo.
Mi abuela solía contarme que, hace no tanto tiempo, aquí se comía gato. Mi yo adolescente, con la condescendencia propia de esa edad, pensaba que vaya una idiotez y que menudo asco. Con el tiempo me di cuenta de que las condiciones materiales y la dureza de la vida en aquella época eran un argumento más que válido para comer gato (o lo que hiciera falta) pero, en el fondo, no lograba entender que hablase de ello con naturalidad y no le diese vergüenza.
Mi generación creció con Tom el de Jerry, con el Gato con Botas y el de Alicia, con Silvestre, con Bola de nieve (del I al V) o con Doraemon. Y aunque es verdad que Tom Hooper nos lo puso complicado en 2019 con su Cats, seguimos sin ver a los “lindos gatitos” como ingrediente mínimamente razonable de un guiso. Lo más cerca del plato que hemos tenido a un gato seguramente haya sido el juguete del Happy Meal.
Pero a mí no se me ocurriría, ni un poquito siquiera, decirle a mi abuela que su mundo y lo que hizo eran cosas de paletos; porque eso es un poco lo que se viene a decir con el eslogan de marras. No se lo diría porque por mucho que no lo comparta desde mi momento histórico, gracias a que en muchas familias se comió guiso de gato, pudieron sobrevivir para que nosotros estemos hoy aquí con esa mirada altiva que nos da el paso del tiempo. Por eso: por comer gato.
“Plaza partida” de la serie “Los toros de Burdeos” (1824-1825) de Francisco de Goya.
Claro está que los toros no son gatos y los gatos no son liebres (por mucho que el consumo de conejo en España lleve años a la baja quién sabe si por culpa un poco de Bugs Bunny). No podemos decir que la tortura animal se justifique con criterios materiales y, aunque suponga el sustento para algunos ganaderos y sus familias, no se trata de una necesidad ni una experiencia que podemos generalizar. Sin embargo, sí que hay un plano en el que conserva ese carácter adaptativo: el simbólico.
Los toros son cultura y negarlo es soberbia vestida de ideología. No nos hagamos trampas al solitario: si podemos decir abiertamente que en España existe una cultura de la violación o alertar de los peligros de la cultura de la cancelación en Twitter, no deberíamos rasgarnos las vestiduras al asumir que, efectivamente, la tauromaquia y todo lo que la rodea es también algo cultural.
Quizás, de hecho, esa actitud altiva que llama “paleto” y “señorito” a quien participa de dicha cultura, sea la que juegue un papel determinante en la pervivencia de las prácticas con las que queremos acabar. De eso también tenemos cultura en España: de los unos y los otros. Y de por qué cuanto más nos digan los otros que algo les molesta, con más descaro y orgullo lo pensamos hacer los unos.
No es difícil entender, prestando algo de atención, que en todo el ruido mediático que se genera alrededor de estos temas hay mucho de identitario, algo de que «España está desapareciendo por culpa del socialcomunismo» y bastante de «a mí me van a decir si puedo ir o no a los toros». Porque, aunque yo no coma gato, también tengo que saber de dónde viene aquello y por qué alguien que creció entre chatos de vino y cabezas de toros colgadas en la pared lo ve de una manera totalmente distinta y piensa, con toda la razón, que hay que apartar la política del toro y que en su casa toda la vida se vieron en el Plus. Estamos obligados a entender que participar de eso quizás sea, en cierto modo, una de las pocas maneras que existen de aferrarse, de adaptarse, a una España que, por suerte, cada día se queda un poco más atrás en las rutas de la Historia.
Por eso cada vez que leo «tortura, ni arte ni cultura» pienso en lo difícil que nos lo ponemos a nosotros mismos y lo mucho que nos gusta ser más listos que el resto. Es una pena. Es una pena que finjamos no entender de dónde vienen las cosas porque, mientras nosotros nos enredamos en desprecios a los demás, la ultraderecha no duda en reivindicar esos símbolos. Símbolos que, lejos de tener que asumir, bastaría con tratar como lo que son: parte de nuestra cultura. Y la cultura no es estanca, es adaptativa. Lo complicado es saber adaptarla.
Porque con botines o descalzo, pero bravo, lo del toro del Fary y sus miles de novillos sobre la tele de culo del salón es un poco como aquel traje nuevo del emperador: pensamos que faltan luces mientras nosotros vamos sin traje.
Soy una mujer, estoy acostumbrada a que llamen cultura, costumbre, tradición… a cualquier acto de barbarie contra nosotras, que justifiquen como arte y elevados conceptos nuestra humillación y sometimiento.
Tortura es tortura, y una vergüenza para toda la humanidad…
Bueno,pues esa cultura de tortura es una cultura altamente asquerosa.
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