Las mil líneas y vidas de Juan Escudero

El artista vasco de origen asturiano ha vuelto a estar presente como invitado en Alma Gráfica, la feria ovetense de grabado, que el domingo cerró sus puertas.

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Diego Díaz Alonso
Diego Díaz Alonso
Historiador y activista social. Escribió en La Nueva España, Les Noticies, Diagonal y Atlántica XXII. Colabora en El Salto y dirige Nortes.

“Soy un novato. Estoy empezando”. No lo dice un recién salido de la Facultad de Bellas Artes, sino un señor que a sus 55 años está por primera vez logrando vivir de su pasión, que además de ganar premios y estar presente en todas las ferias de grabado de España expone obra con su galería Pigment Gallery en Alemania, EEUU, Corea del Sur o Australia. Juan Escudero, bilbaíno de padre y madre asturianos, ha repetido este año como invitado de Alma Gráfica, la Feria Internacional de Grabado de Oviedo/Uviéu, que acaba de cerrar sus puertas este domingo. Dos años después de que el artista vasco afincado en Barcelona diseñara el cartel de la feria carbayona, Escudero ha regresado a la capital asturiana convertido en un artista cada vez más conocido, respetado y consolidado. Juan, que también ha sido padre mayor, con 47 años, muestra cierto pudor y timidez en reconocer que esto de “vivir del arte” le ha pillado en la cincuentena, después de muchos años creyendo que los artistas solo podían ser otros.

Formado en la segunda mitad de los años 80 en la Escuela de Bellas Artes de Bilbao, un cierto desencanto juvenil con el mundo del arte vasco le hizo renegar su inicial vocación y le llevó por otros derroteros a principios de los años 90. Abandonó el arte, se hizo diseñador y comenzó a trabajar en el mundo de la animación 3D con ordenadores cuando apenas nadie se dedicaba a ello en España. No le fue mal. Al margen de su empresa de diseño que le daba de vivir canalizó sus inquietudes creativas por otro lado. En el convulso pero efervescente Bilbao anterior a la gran remodelación urbana, la gentrificación y el Museo Guggenheim, fundó junto a otros amigos En Canal, un proyecto cultural autogestionado asentado en una nave industrial a orillas de la ría. Originariamente iba a ser un taller de artistas, pero se terminó convirtiendo en un local de conciertos y fiestas, siempre abierto a lo imprevisto y en el que podía pasar de todo. La gran referencia del Bilbao underground del momento. Tras vivir con intensidad los días y las noches de los primeros años 90 en aquel Bilbao que todavía estaba lleno de óxido y fábricas, decidió abandonar la verde, lluviosa y conflictiva Euskadi, para poner rumbo a la mediterránea, luminosa y más tranquila Barcelona, que acababa de celebrar las Olimpiadas del 92 y se encontraba en plena reinvención post-industrial. Allí se dedicaría a un negocio todavía muy incipiente: diseñar páginas web. “Sonaba muy cool, pero en realidad no lo amaba” comenta Juan, que pronto se cansaría de estar encerrado en casa programando horas y horas delante del ordenador. Alguien le comentó la posibilidad de trabajar montando exposiciones, y no lo dudó: “Fue regresar al mundo del arte por la puerta de atrás, llevando obra para aquí y obra para allá. Estaba viendo exposiciones todas las semanas, relacionándome con artistas todos los días y me volvió a picar el gusanillo”. Después de 14 años alejado de la práctica artística compró una libreta y comenzó a dibujar. Luego otra y después otra. Así hasta llenar un cajón con todas ellas. Sus compañeros montadores, todos ellos artistas en activo, paraban en un bar del Raval donde era fácil exponer. Fue entonces cuando se pregunto: “¿Y por qué no yo también?”. Sin tener ni obra, ni idea de lo que podía hacer, se decidió lanzar a la piscina y les propuso exponer. Le dijeron que adelante, así que tuvo que ponerse a trabajar desde cero. El resultado fue una colección de dibujos a pincel, extremádamente minuciosos, sobre unos seres extraños, híbridos entre planta y animal: “Una especie de rebelión del mundo vegetal con una estética muy de cómic underground”. La exposición funcionó bien y Juan comenzó a reconciliarse con el arte. No era ningún jovencito. Rondaba ya los 40.

Del dibujo a pincel saltó al dibujo a rotulador y de ahí al grabado, una técnica a la que confiesa se ha “enganchado” por “las posibilidades infinitas de la estampación de esa idea platónica que es tu plancha”: “Descubrir el grabado supuso multiplicar por diez mis dibujos a mano”. De las estética más cómic de sus primeros trabajos iría evolucionando hacia un estilo más desnudo, minimalista y abstracto, cientos de líneas dibujadas de manera repetitiva, casi como un mantra. Buscando lo esencial. La clave para llegar a esta depuración del trazo se la dará una regresión a los años 80 y a sus admirados Joy División. “En el taller en Bilbao pintábamos escuchando una y otra vez Closer y Unknown Pleasures. Los teníamos grabados en un cassete, cada disco por una cara. Terminaba una y poníamos la otra. Así toda la tarde” recuerda Escudero.

La fascinación por los relieves de esa geografía extraña representada en el disco de la banda del malogrado Ian Curtis inspiraría su primera exposición “seria”, ya en 2011, con un galerista de Barcelona. A partir de entonces el artista que durante un tiempo no quiso ser artista ha perseverado en un arte hipnótico y obsesivo que le ha ido abriendo cada vez más puertas hasta llegar a profesionalizarse, algo que a sus 55 años no termina de creer que le esté pasando. Reconoce sus inseguridades y que se mueve en la contradicción entre el placer que le produce que la gente quiera comprar su obra y el miedo que tiene a acomodarse en un estilo minucioso que ya domina, y que puede terminar resultando repetitivo.

Aunque su arte es totalmente abstracto reconoce que la inquietud por el cambio climático y la “fragilidad del medio ambiente” ha inspirado de algún modo sus últimas obras, en las que trata de transmitir la idea de una naturaleza en mutación y rebelión. Reivindica el arte conectado a la artesanía, y es disciplinado y espartano en su dedicación al oficio de dibujar, grabar y estampar. No se puede marchar por ejemplo de fin de semana, dejando una obra a medias. Por eso, para llegar a lo que está en su mente, pasa horas y días en el taller haciendo un trabajo repetitivo a través del cual llega a lo que para él es una suerte de trance. Le pregunto cuántas líneas hay en uno de sus grabados y me reconoce que no lo sabe: “Ni idea. ¿Mil? Pon que mil”. Casi tantas como vidas, para alguien que dice que a los 50 “todo le está pasando por primera vez”.

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