Coque Malla: Del rock al biodrama

Con todo el papel vendido, el auditorio del Centro Niemeyer se convirtió este sábado en el estreno nacional de, probablemente, la actuación más arriesgada de toda su carrera.

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Víctor Guillot
Víctor Guillot
Víctor Guillot es periodista y adjunto a la dirección de Nortes. Ha trabajado en La Nueva España, Asturias 24, El Pueblo de Albacete y migijon.

Por dónde coño comenzar…

Después de 35 años de carrera musical y varias incursiones en el cine, Coque Malla ha decidido recapitular su vida en un biodrama, a caballo entre el teatro y la música, entre la “confesión” y sus canciones, tratando de resumirlo todo en dos horas largas de actuación rubricada bajo el título “Mi nombre es Coque Malla”. Con todo el papel vendido, el auditorio del Centro Niemeyer se convirtió este sábado en el estreno nacional de, probablemente, la actuación más arriesgada de toda su carrera. Enfrentado a 1000 espectadores, desde un escenario vacío, completamente sólo, pero acompañado de varias guitarras, decidió lanzarse a la piscina, sin saber si había agua. ¿Y la había? Honestamente, y con todo el dolor del mundo, NO. La piscina estaba vacía.

Coque Malla. Foto: David Aguilar Sánchez.

Desde los años 70 en adelante, el teatro ha hecho sus incursiones en la realidad. Ficcionar la vida real ha sido un fenómeno que, paradójicamente, encontró sus raices más directas en el nuevo periodismo americano. Algunos dramaturgos, como Harold Pinter, también introdujeron en la escena off Brodway de entonces la posibilidad de llevar a los teatros la vida real de personas anónimas capaces de convertir el escenario en un espacio político desde el que reinterpretar la realidad. Aquellas vidas eran dramatizadas, en muchas ocasiones, como una intensa confesión trenzada de monólogos y sin ningún recurso escénico. Exprimir todas las posibilidades dramáticas que la vida cotidiana ofrecía al dramaturgo conseguía ser una manera novedosa y vanguardista  que encontró su mayor explosión en la stand up comedy de los teatros y bares de Nueva York. Desde ese momento, contar la realidad ha ido teniendo más peso en las artes escénicas, primero en el cine y después en las televisiones que han experimentado a lo largo de las dos últimas décadas con distintos formatos de telerealidad, entre ellos la confesión. El caso es que el auto confesional vuelve al teatro (cerrando un ciclo) después de ocupar la pantalla catódica donde los sentimientos de los protagonistas de la lefa rosa se han acompañado de escenas de su vida cotidiana en los platós, en sus casas, en cualquier parte.

Público asistente al Niemeyer. Foto: David Aguilar Sánchez.

Como en las letras, en el cine y la televisión, la tensión entre ficción y realidad es lo que mantiene al espectador atento al drama que se representa. Recuerdo que una vez Jorge Semprún me dijo que era necesaria la literatura para dotar de veracidad la masacre que había tenido lugar en los campos de concentración. No bastaba el testiminio real de las víctimas del nazional-socialismo para que el mundo conociera de qué sustancia estaba hecha el horror. Tampoco es necesario irse a la II Guerra Mundial para comprender la importancia de la literatura como significante y signficado de la realidad. Lo real necesita un relato que lo haga interpretable, digerible, y se convierta en otra cosa que admita el juicio de los otros: la realidad.

Escritores como Francisco Umbral, primero, o Vila-Matas, después, convirtieron la llamada auto-ficción en el vénero literario que convertiría la propia vida y la ciudad en un género literario. Su éxito explica por qué en el teatro, el periodista Jorge Javier Vazquez, tras sufrir un ictus, haya dejado la televisión por la escena teatral para representar “Demontando a Séneca”,  un monólogo escrito por Juan Carlos Rubio y Luis Miguel Serrano a partir del libro “De la brevedad de la vida” del filósofo estoico Lucio Anneo Séneca. El presentador de “Sálvame” entiende que ha llegado el momento de ponerse serio y compartir con el público el sentido de la vida, algo parecido a lo que propone Coque Malla con su nuevo espectáculo.

Lo que ya es difícil sobre el papel, se vuelve casi imposible sobre las tablas de un escenario. En el fondo, “Mi nombre es Coque Malla” es una sublimación de su propia vida, algo que sus canciones ya hacían previamente. Quizá este sea un motivo que explique por qué el espectáculo no funciona. Hay una enorme redundancia. Su confesión abarca 52 años de vida, desde que nació hasta que llegó la pandemia. Durante toda la obra hay un intento vano por dramatizarla y dotarla de un sentido que antes ya tenía. También es posible que Con Mi nombre suceda todo lo contrario: la pretendida convicción de que cualquier vida, incluso la de Coque Malla, tiene un sentido trascendente y merece ser llevada a los escenarios. En su caso, los orígenes, su familia, la irrupción de Los Ronaldos, su éxito, su ruptura y su fracaso, los años solitarios, el resurgimiento de un compositor determinante para conocer el rock y el indie español, el enamoramiento, la paternidad…Nada escapa a la estructura clásica de la narración épica que Joseph Campbell desgranó en Las mil caras del héroe. Psicología del mito.  La confesión de Coque Malla es un biopic clásico en su estructura y, por lo tanto, bastante aburrido, que trata de apoyarse en algunas imágenes de archivo, varias guitarras y una veintena de maravillosas canciones, muchas de ellas verdaderos galones que Malla puede exhibir con orgullo porque son auténticas joyas del rock pop español.

“Hay que ser un maestro para conseguir que la experiencia de uno mismo no tienda hacia la sobreactuación y el aburrimiento”

Y ahí reside el problema de esta confesión. Qué sentido tiene, para qué. Sublimar una vida sublimada llevándola a los escenarios sólo conduce a la caricatura. Es una deformación de una realidad ya deformada. Esto siempre es así,  a no ser que lo que se pretenda sea, precisamente, todo lo contrario, darle una dimensión distinta, más humana, más honesta de la ya preconcebida antes de subirla a las tablas. Hay que ser un maestro para conseguir que la experiencia de uno mismo no tienda hacia la sobreactuación y el aburrimiento. Por eso,  no acabamos de encontrar la razón última que justifica esta confesión y el método en que ha sido ejecutada.

A pesar de estas palabras, el verdadero intérprete, el auténtico artista, el genuino Coque Malla también asomó la cabeza ante la grandiosidad del auditorio Niemeyer. Hay algo de lo que ningún músico se puede escapar, aunque lo pretenda. La auténtica confesión de Mi nombre se encuentra intacta en sus canciones y en la manera que tiene su autor de interpretarlas. Sólo ahí hemos encontrado al verdadero actor, al que se creía lo que contaba. Gracias a sus canciones desde “Si os vais”, pasando por “Adiós papá”, “Sabor salado”, “La mujer sin llave”, “La carta”, “Déjate llevar”…, gracias todos esos temas, logramos mantenernos en la butaca espectantes. Sus canciones son las que realmente apuntalan un show al que, si se me permite, habría que darle otra vuelta, otra estructura, otra manera de contar e, incluso de cantar, puesto que las pregrabaciones en algunos de los temas, acentuaron la impostura de su soledad.

Toda confesión nace de una pulsión, de un acto de contricción, de un sentido de culpa. No basta con haber vivido una vida tan gloriosa como para sentir el deber de confesarla. Es necesario saber contarla y saber interpretarla. Para lograr el entusiasmo o el sobrecogimiento del público, se exige la desnudez absoluta y en “Mi nombre es Coque Malla” todo está excesivamente arropado de grandes expectativas, grandes éxitos, grandes canciones, grandes conciertos, grandes fracasos. El problema de Coque Malla es que su vida, a lo largo de estas dos interminables horas, es más grande que la vida misma pero ni con eso alcanza a tener algo que la motive en su relato. Hace falta tener mucho oficio para saber interpretarse a uno mismo. La principal consecuencia es que nada de lo que nos cuenta se percibe con un discurso honesto, nada de lo que se nos habla nos sorprende, nada de lo que se transmite nos interpela ni nos guía hacia lugares, sentimentos o emociones de su cartografía musical y sentimental que nos resulten desconocidos, provocando en su conjunto que la obra resulte en ocasiones ridícula, en otras, obscena, y en otras un lugar para la desidia, como si ante nosotros se encontrara uno de esos tipos realmente encantado de haberse conocido y a nosotros nos aburriera. Hacen falta muchos cojones para confesarse y hacer temblar al público.

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