La evolución del conflicto suscitado tras la invasión de Ucrania por tropas rusas comienza a mostrarnos la imagen más dura de las guerras en las que predominan la desolación y ruina de las ciudades, los desplazamientos de población o las fotos de cadáveres de civiles. Cada vez está más claro que nos queda por ver el horror y ayer, 9 de marzo, asistimos con estupefacción al bombardeo de un hospital materno-infantil. El horror irá entrando día a día por las pantallas en nuestras casas si no hacemos algo por pararlo. Mientras esto se dilucida en el plano de los medios de comunicación generalistas, en los espacios dominados por la izquierda se han ido suscitando diversos debates sobre cuál es el mejor camino para fortalecer la resistencia a la guerra y la denuncia de las múltiples implicaciones en el orden interno y mundial del conflicto.
Son muchos los temas que están en discusión y se entremezclan unos con otros dificultando tener una visión global de todo lo que está juego pero, aun a riesgo de simplificar, tomaremos en consideración alguno de los que puede tener una mayor importancia en función de las consecuencias que de ellos se derivan.
1. El riesgo de la energía nuclear
Este conflicto está modificando ya las relaciones políticas y económicas internacionales. Cada parte utiliza las cartas que más le pueden favorecer, algo legítimo a primera vista, aunque las consecuencias de una u otra política pueden ser muy diferentes. La Unión Europea juega sus bazas con un nivel elevado de cinismo. Por un lado, anuncia la aplicación de sanciones económicas a Rusia, pero, al mismo tiempo, nos dice que no hará nada para cortar las importaciones de gas (miércoles, 9 de marzo). Todo esto se concreta en la expulsión de varios bancos rusos del sistema de intercambios internacional, aunque se mantienen abiertos los canales con aquellos con los que se efectúan los pagos por la compra del gas ruso. Esto no deja de ser un desafío a las lógicas de la guerra porque, si el conflicto continúa enconándose, no hay que ser ningún genio para intuir que habrá un momento en el que Rusia decida cerrar la llave del gas. Máxime teniendo en cuenta que todavía tenemos invierno por delante y que Europa tiene un fuerte nivel de dependencia de las importaciones de gas ruso, especialmente países avanzados como Italia o Alemania. Esta decisión, de concretarse tendría repercusiones inmediatas en el plano económico y no nos queda otra opción que no sea la de ir preparándonos para lo que se nos va a venir encima.
Pero esta guerra por el control y abastecimiento de las fuentes de energía nos ha dado un susto en los primeros días del conflicto cuando tropas rusas y ucranianas se enfrentaron por el control de la central nuclear de Zaporiye, donde funcionan seis reactores generadores de energía nuclear. Las noticias de los combates hicieron saltar todas las alarmas puesto que era imposible olvidar que fue en tierras de Ucrania, en Chernóbil, donde ocurrió en los años 80 del pasado siglo, el mayor vertido de material radioactivo a la atmósfera, causando una catástrofe ambiental de la que todavía no se ha recuperado el entorno.

La energía nuclear para uso militar sabemos lo que supone. Ya se hizo la experiencia de un doble lanzamiento sobre Japón en 1945 para empujar el final de la II Guerra Mundial. Pero, en esta ocasión, estamos asistiendo a un doble riesgo nuclear. Por un lado, tenemos la temible decisión de Putin de poner en alerta a sus fuerzas nucleares como reacción a las sanciones de Occidente. Todo el mundo contiene el aliento queriendo pensar que nos encontramos frente a una bravuconada. Pero existe un segundo riesgo que es el asociado a la producción de energía nuclear para uso civil, es decir, a las centrales nucleares. Sabemos, de sobra, que cuando hablamos de centrales nucleares nos estamos refiriendo a lugares especialmente delicados porque cualquier incidente se puede convertir en grave riesgo. Pues bien, este conflicto está siendo el primero en el que la energía nuclear está presente como riesgo serio. Hasta ahora, buena parte de los enfrentamientos bélicos se habían producido en países con un escaso o nulo desarrollo del ciclo nuclear (Afganistán, Yemen, el Sahel, los Balcanes, etc.). Todo lo contrario ocurre en esta ocasión, al tratarse los dos países implicados en el conflicto, de estados con un alto desarrollo de la industria nuclear, tanto la de uso civil como militar. Llegados a este punto, conviene recordar el elevado grado de nuclearización de Ucrania con quince reactores nucleares en funcionamiento. El país, que heredó armas nucleares de la antigua Unión Soviética, renunció a ellas con el Memorandum de Budapest en 1994, mediante el cual entregó a Rusia 5.000 bombas nucleares y 220 vehículos de largo alcance necesarios para usarlas. En el caso de Rusia, estaríamos hablando de la primera potencia nuclear del mundo en número de cabezas nucleares, que cuenta con diez centrales nucleares, todas ellas con tres y cuatro reactores y que puede amedrentar a cualquier rival solo con la amenaza de hacer uso de ese arsenal para dilucidar la correlación de fuerzas al final.
Estaría bien que fuéramos conscientes de todos estos datos para ser conscientes de la gravedad del conflicto actual debido a los potenciales riesgos, especialmente los que se refieren al sector de la energía nuclear.
2. ¿De qué estamos más cerca, de 1914 o 1939?
En diferentes medios televisivos estamos asistiendo estos días a numerosas tertulias que vienen alcanzando un diferente nivel de interés y de seriedad. Han sido varias las ocasiones en las que se ha planteado la gravedad de la guerra y el riesgo de internacionalización del conflicto, poniéndolo en relación con 1914, en vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial y en algún caso, los menos, con 1939 y el inicio de la Segunda. Es evidente que estamos ante el uso de recursos dialécticos para llamar la atención de la audiencia pero, puesto que se insiste en ello, puede ser interesante hacer un repaso de cuáles fueron las causas encadenadas que pusieron en marcha las dos grandes guerras.
1914 y las alianzas imperialistas
En 1914, la tensión acumulada entre las potencias imperialistas del momento llegó al clímax con el atentado de Sarajevo, con el que el estudiante serbio, Gavrilo Princip, puso fin a la vida de Francisco Fernando, heredero del Imperio de Austria-Hungría. Durante un mes, se produjo un fuerte tensionamiento de las relaciones políticas internacionales que culminó con un ultimátum lanzado por Austria a Serbia que contenía peticiones inaceptables para ésta última. Era eso, precisamente, lo que buscaba Austria para declarar la guerra a su rival. De inmediato, se pusieron en marcha las alianzas que encadenaron una declaración de guerra tras otra. Austria declara la guerra a Serbia, quien pide ayuda a su aliada Rusia, que declara la guerra a Austria. Ante esta situación, es Austria quien pide ayuda a Alemania, que se incorpora al conflicto declarando la guerra a Rusia. Ésta última, para defenderse, pide ayuda a su aliada Francia, que anuncia el inicio de las hostilidades con Alemania. Llegados a este punto, Alemania decide avanzar sobre Francia usando el territorio de Bélgica, que al verse invadida, declara la guerra a Alemania y recibe el apoyo del Reino Unido que se incorpora también al conflicto.
Esta serie de alianzas se habían ido fraguando en años anteriores y tendrían su aplicación en el Mediterráneo con la incorporación posterior de Turquía, los Balcanes e Italia.

Parece bastante claro que un escenario similar al descrito no se produce en estos momentos. La única alianza que está en el escenario es la OTAN y su funcionamiento es totalmente diferente. Frente a los viejos acuerdos bilaterales que se encadenaron en el estallido de la I GM, la Alianza Atlántica funciona como un acuerdo multilateral que tiene como principio la reacción colectiva del resto de países cuando se produzca un ataque a uno de sus miembros. Precisamente para evitar el enfrentamiento que pueda degenerar en una declaración colectiva de guerra, la OTAN, cuya actuación en los meses previos calentando el ambiente, es innegable, mantiene una cauta actitud intentando evitar todo pretexto que permita a Rusia dar el paso de enfrentarse con un estado miembro de la Alianza.
1939 y la recuperación del poderío alemán
La explicación más aceptada en lo que se refiere al estallido de la II GM hace referencia, como punto de partida, a la firma del Tratado de Versalles que, hoy en día, se considera que fue una humillación de Alemania por parte de las potencias vencedoras.
Eso generó un sentimiento de repulsa por parte de una población que sufrió las consecuencias de un verdadero saqueo de recursos en calidad de indemnizaciones de guerra. Pocos años después, con la llegada de la crisis económica de 1929 y la polarización social que causó, surgió la figura de un político carismático, A. Hitler, que se planteó recuperar el orgullo alemán, rompiendo con todos los compromisos firmados en Versalles. Tras su llegada al poder, se eliminaron las libertades democráticas y se inició una política de rearme junto con una serie de reclamaciones territoriales sobre los países vecinos (Austria, Checoslovaquia y Polonia) que fueron finalmente el desencadenante de la segunda gran conflagración.
Si hacemos un paralelismo con este proceso, podríamos ver el derrumbamiento de la Unión Soviética (URSS) como el acontecimiento que marcó el inicio de una nueva época partiendo de un hecho que fue vivido por buena parte de la población rusa como una humillación. En los años siguientes, el estado heredero, Rusia, sintió que todas las promesas que se le hacían desde el campo de la OTAN, alianza militar que se consideró victoriosa tras la Guerra Fría, fueron incumplidas de manera sistemática. Analistas como Carlos Taibo en La OTAN, Rusia y Ucrania: una glosa impertinente o Rafael Poch, en De una guerra fría a otra de la mano de la OTAN, hacen un detallado recorrido por los diferentes encuentros entre potencias y los acuerdos firmados que, a la postre, fueron incumplidos por el bloque occidental durante la década de los noventa y principios del siglo en curso.
Para poner fin a esta situación de ninguneo, entró en el escenario un joven político, Vladimir Putin, surgido del viejo aparato de seguridad de la antigua Unión Soviética. Desde el comienzo llegó acompañado de un suave aroma nacionalista que combinaba elementos ideológicos procedentes tanto de la Rusia de los zares como de los sóviets. La concepción de los nuevos Estados surgidos tras la desaparición de la URSS como el extranjero cercano sobre los que Rusia podría ejercer cierta tutela en sus decisiones, la reclamación de reconocer a Rusia un papel primordial en el espacio postsoviético, la progresiva satelización de países como Bielorrusia o Kazajstán, la denuncia de que cualquier avance los países occidentales hacia el este era una injerencia en lo que había sido su zona de influencia, la exigencia de que los nuevos estados fronterizos, caso de Ucrania, no deberían tomar decisiones que supusieran un alejamiento progresivo del espacio ruso, son algunos de los elementos que fueron forjando la figura de Putin como estadista capaz de enfrentarse a las maquinaciones occidentales que aspiraban a tender un nuevo cerco sobre Rusia.
Su figura se fue haciendo carismática entre la población, afianzándose en medio de un creciente discurso nacionalista. Todo esto ocurrió en el contexto de estados con una deficiente cultura política democrática y poco respetuosa con la diversidad cultural e ideológica. Hemos asistido a maniobras continuas para aferrarse al poder con alternancias truculentas, a la eliminación de enemigos políticos con envenenamientos, cárcel o simples asesinatos nunca esclarecidos. Todo ello ha dado como resultado la imposición de un sistema dudosamente democrático.
Al mismo tiempo, su presencia en el escenario internacional fue acrecentándose cultivando múltiples relaciones. Toda la extrema derecha europea y populista ha mantenido en uno u otro momento relaciones con Putin, quien ha jugados sistemáticamente la carta de debilitar y dividir a los estados europeos. Curiosamente, grupos que se consideran de extrema izquierda, los llamados rojipardos, también han desarrollado una creciente admiración a la figura de Putin en quien ven a un estadista enfrentado al campo imperialista, sin querer ver que esta nueva Rusia solo busca alcanzar sus propios objetivos de carácter nacionalista con aspiraciones de gran potencia imperial. Todo ello por no hablar de los paralelismos de su figura con la de Donald Trump con quien tiene en común numerosos elementos como el desprecio por las libertades, la utilización de la mentira como argumento político o su rechazo visceral a los medios de comunicación libres.

Para quienes tienen cierta devoción a la figura de Putin, es más fácil situar el contexto actual de la agresión a Ucrania más cerca de la coyuntura de 1914 que la de 1939. De entrada, en un marco comparativo con los dos momentos históricos aquí abordados, la figura del Presidente ruso pasa más desapercibida si nos situamos en 1914, momento en el que se ponen en relación diferentes potencias con sus respectivas ambiciones. Ponernos en el supuesto de 1939 es demasiado humillante puesto que los paralelismos con el genocida alemán saltan a la vista con demasiada facilidad.
Podrá parecer exagerado, pero de cara a quienes admiran a Putin y se sitúan en el espacio de la izquierda, la pregunta que surge es sencilla: ¿Qué nos aporta Putin hoy en día desde el horizonte de la emancipación? Desde la defensa de una sociedad más igualitaria y justa que posibilite unas condiciones de vida dignas, desde una perspectiva medioambiental y de sostenibilidad del planeta, de lucha contra el cambio climático, desde un punto de vista pacifista, feminista, de respeto a derechos LGTB, conciliadora con el respeto de los pueblos a la libre elección de su futuro, etc., la respuesta es muy simple: nada. Y, sin embargo, se mantienen todos ellos en la idea de que Rusia aporta al campo del antimperialismo, de ahí que en este conflicto, prefieran hablar de la OTAN en lugar de hacerlo sobre la invasión de Ucrania, mantienen el discurso de una victimización de Rusia o se embarra el campo de juego político confundiendo temas como libertad de prensa frente a intoxicación propagandística; campaña militar en lugar de guerra de invasión, difusión de ideas tergiversadas como la petición de libertad para las personas detenidas por oponerse a la guerra en los dos bandos, cuando se sabe que esas detenciones solo se han producido de manera masiva en Rusia; la petición de acuerdos que garanticen la seguridad de los estados, pero no se habla de su integridad territorial y así hasta un largo etcétera.
Solo rechazando la guerra impulsada por Putin en contra de Ucrania, solidarizándonos con la sociedad civil rusa que se manifiesta contra la guerra, reclamando garantías democráticas en los dos países enfrentados, respeto para la población civil y denunciando la hipocresía occidental, capaz de negar los derechos que dice defender en Ucrania a otros pueblos como los palestinos, saharauis, afganos y demás podremos avanzar hacia un mundo más sano y, sin duda, más justo. Un mundo que no precise de la existencia de organizaciones como la OTAN portadora de valores belicistas y de la que pedimos a nuestro Gobierno que, en lugar de implicarse más en su funcionamiento, que inicie los pasos hacia nuestro desenganche. No podemos olvidar que 1914 y 1939 son fechas que nos recuerdan la víspera de la muerte de millones de personas.
“Esta lección nos debería llevar a organizar una movilización contra una guerra que amenaza con arruinar la salida de la pandemia”
3. Sus guerras, nuestras desdichas
La izquierda tiene que enfrentarse con sus propias limitaciones y clichés. Pasaron los tiempos de la política de bloques, de soberanías limitadas, de mirar para otro lado para callar una injusticia debido al objetivo superior de que se está construyendo el socialismo. Hoy solo existen imperialismos con aspiraciones propias y excluyentes, impulsados por élites que defienden sus intereses económicos y no aquellos valores con los que intentamos construir un mundo mejor. Esta lección nos debería llevar a organizar una movilización contra una guerra que amenaza con arruinar la salida de la pandemia, que solo ha servido para aumentar las desigualdades sociales y la exclusión. Pronto veremos que los presupuestos extraordinarios de los que tanto nos han hablado, se esfumarán para reforzar la industria del armamento al tiempo que seremos testigos y víctimas de un empeoramiento en nuestras condiciones de vida con el aumento de los precios de las fuentes de energía (carburantes, electricidad), de los productos de primera necesidad. Asistiremos a intentos de fracturar a la sociedad enfrentándonos a campañas xenófobas, a un reforzamiento de los discursos militaristas, un culto a los valores de una masculinidad que impedirá ver desde los ojos de las mujeres la catástrofe de esta guerra, las agresiones hacia las personas vulnerables como ancianos y menores, población civil en general. Deberíamos organizarnos para salir a la calle a decir que no queremos más guerras y que aspiramos a que buena parte de nuestros sueños, que se dirigen hacia las amplias mayorías, son nuestra principal preocupación y que no vamos a permitir que nos desvíen de estos objetivos.
Nos enfrentamos a retos complicados y difíciles en medio de una tormenta que amenaza con ser perfecta.