La primera y única vez que conocí a Francia Márquez fue un 28 de septiembre del 2018 durante un evento del Espai Contrabandos en el barrio El Raval del casco antiguo de Barcelona. Había pasado escasamente un mes de la investidura del gobierno de Iván Duque, actual presidente de Colombia. Algunes lo esperábamos, pero pocas lo predecirían: a pocos días de cerrar su mandato, los índices de desaprobación del gobierno de Duque oscilan por las nubes. Hasta un 73% desaprueba la labor del actual gobierno, 96% cree que la inseguridad sigue creciendo, el 93% que la corrupción se ha agravado, y el 89% ve a la economía empeorando. Actualmente, el jefe de Estado se enfrenta a una orden de arresto domiciliario por incumplir una sentencia que le solicitaba adelantar y conllevar un plan de recuperación, así como labores de concentración y protección del Parque Nacional Natural Los Nevados en el centro occidente del país. Durante el mandato de Duque Colombia continúa siendo uno de los países más desiguales del sur global, se ha convertido en el más peligroso para ambientalistas y defensores de los derechos humanos y las comunidades indígenas, mientras una lista creciente de ejecuciones extrajudiciales de civiles a manos del estado sale a la luz pública.
Sería poco honesto decir que recuerdo la intervención de Francia al pie de la letra. Mentiría aún más si asegurase saber, en ese entonces, que Francia sería la tercera candidata más votada durante las consultas de coalición que se celebraron a la par de las elecciones al congreso de la república del 13 de Marzo, y que esto la catapultaría a ser la fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro. La fórmula del Pacto Histórico, que se convirtió en Marzo en el partido con mayor representación en el congreso, logró una victoria histórica con alrededor del 40% de los sufragios durante la primera vuelta a la presidencia que se celebró el 29 de Mayo.
Atrás quedó Federico Gutiérrez, ex alcalde de Medellín durante 2016 y 2019 y candidato del Equipo por Colombia que logró aglutinar a su alrededor a un gran parte de la clase política tradicional colombiana, los actuales partidarios del gobierno de Duque, y los medios de comunicación privados de alcance masivo. A pesar de haber sido el contrincante esperado para enfrentar a Petro y Francia, el 23% de Gutiérrez se vio superado, para algunos sorpresivamente, por el 28% de Rodolfo Hernández, exalcalde de Bucaramanga. Conocido coloquialmente como “el ingeniero” Hernández ha llevado la mayoría de su campaña a través de las redes sociales, particularmente Tik-Tok. Su discurso anticorrupción señala a los políticos como “ratas” y “ladrones’” mientras enarbola sus virtudes como empresario y constructor, lo cual le ha valido la etiqueta del “Trump” colombiano.
El apoyo del grosor de la derecha y el conservadurismo vaticina una posible victoria de Hernández en los comicios del próximo 19 de junio, cuando se celebrará la segunda vuelta para definir la presidencia de la república. Varias encuestas le dan la ventaja al “ingeniero” por 2 o 3 puntos porcentuales, mientras que otras predicen una victoria de Petro por el mismo margen. Un empate técnico parece ser el consenso de los analistas. Pero todavía nada está cantado. Tras décadas de hegemonía del neoliberalismo, la política tradicional y el conservadurismo en Colombia, nos preguntamos, ¿cómo es que el ingeniero antisistema terminará enfrentándose a la figura más visible del progresismo y la izquierda colombiana de las últimas décadas, y a su coequipera, la activista ambientalista y antirracista quizá más reconocida en la América Latina actual?
Petro, Francia, y la socialización de la política
Los cuatro años de mandato de Duque no sólo han estado marcados por la pandemia del Covid-19. Las políticas neoliberales del gobierno han exacerbado las condiciones socioeconómicas de gran parte de la población, mientras que abundan los escándalos de corrupción de funcionarios del estado. Apoyado por el exsenador y expresidente (2002-2010) Álvaro Uribe, el gobierno de Duque y sus aliados políticos han arremetido innumerables veces contra la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz) y la Comisión de la Verdad, ambos mecanismos para la implementación de la justicia transicional establecidos después del acuerdo de paz firmado con las FARC, la guerrilla armada más vieja del continente, por el expresidente Juan Manuel Santos. Esto, junto con la militarización de la sociedad a raíz de las crecientes movilizaciones sociales, ha creado un ambiente político hostil en el que asistimos a un gobierno (y a un gobernante) que aún con torpeza intenta aferrarse al poco capital político que le queda después de unos cuatro años desgastantes.
Sin embargo, si hay algo que ha caracterizado estos últimos años, es la frecuencia y la intensidad con la cual la gente ha salido a la calle, las maneras organizadas y espontáneas a través de las cuales el espacio público (urbano, sobre todo) se ha convertido en un lugar para articular nuevas subjetividades políticas, nuevas causas, nuevas maneras de atravesar la precariedad y la violencia del necrocapitalismo Colombiano a partir de un renovado sentido de la comunidad, y de lo común, cómo el pegante sociopolítico de un país profundamente desigual. Los llamados paros y las movilizaciones masivas no sólo han materializado cambios como la universidad gratuita para personas de los estratos sociales bajos (logro de los movimientos sociales que descaradamente aún se auto atribuye Duque), sino algo aún más trascendente dado el conflicto armado en el cuál se vio sumida Colombia por más de cinco décadas.
¿Podríamos decir, entonces, que presenciamos la socialización de la política? ¿Pero qué querría decir esto? La efervescencia y urgencia con la cuál los movimientos sociales, lxs estudiantes, lxs campesinxs, lxs comunidades indígenas, negras, y raizales, lxs trabajadorxs precarizadxs, y muchos otros colectivos han ocupado el espacio público, y a través de esto el discurso político, atesta a que algo en Colombia está cambiando. En varias intervenciones políticas, Francia Márquez ha invocado a “los nadies y las nadies” refiriéndose al famoso poema de Eduardo Galeano: los nadie, los dueños de nada, que no hacen arte sino artesanía, que no son seres humanos sino recursos humanos, que cuestan menos que la bala que los mata. Es a aquellos sujetos que representa Francia, una abogada, activista ambientalista, líder social y feminista, que logró reconocimiento nacional e internacional al oponerse a un proyecto de minería en el departamento del Cauca, al occidente del territorio colombiano. A pesar de amenazas y atentados contra su vida, Francia pudo frenar el deterioro ambiental y el desplazamiento forzado de las comunidades de la zona, lo cuál le valió para ganar el premio Goldman en el año 2018, mejor conocido como el “premio nobel ambientalista”. Cuatro años más tarde, Francia acompaña a “los nadies” en el proceso de socializar y democratizar la política de la mano de Gustavo Petro.
A pesar de conceder la derrota ante Iván Duque en el 2018, las anteriores elecciones significaron una abundante ganancia para el exsenador y exalcalde de Bogotá Gustavo Petro. Durante su juventud Petro militó en secreto en el M-19, una guerrilla de corte nacionalista y bolivariana, mientras que ejercía cómo concejal de Zipaquira, una pequeña ciudad a cuarenta kilómetros de Bogotá donde lideró la construcción del barrio popular Bolivar 83. Entre tanto ha sido senador de la república, férreo opositor del gobierno ultraconservador, neoliberal y militarista de Álvaro Uribe, y alcalde de Bogotá, donde redujo el índice de pobreza del 11,9% and 4,7%, instauró un mínimo vital de agua, subsidios para usuarios del transporte público, y un programa de salud preventiva en los barrios populares. Desde el 2018 Petro ha ejercido de nuevo como senador, dado que el segundo candidato con más votaciones de la contienda presidencial se le asigna un asiento en el Congreso de la República.
Sin embargo, la coalición del Pacto Histórico que lidera Petro, una alianza multicolor y pluralista que comprende diferentes sectores del espectro político no ha estado exenta de críticas por parte de diferentes corrientes progresistas. Petro ha tenido una relación problemática con el feminismo, y ha invitado a su coalición a personajes conocidos de la política colombiana como Roy Barreras, Armando Benedetti, y Piedad Córdoba, implicados en investigaciones abiertas por corrupción, enriquecimiento ilícito, y presuntos nexos con la antigua guerrilla de las FARC. Sus acercamientos con el Partido Liberal y su líder, el expresidente Cesar Gaviria, padre putativo del neoliberalismo colombiano, también han sido objeto de crítica. Asimismo, los férreos señalamientos de algunos de sus seguidores y voceros (sobre todo en redes sociales) contra figuras del auto identificado “centro” cómo el excandidato presidencial Sergio Fajardo, o su coequipero el exsenador Jorge Enrique Robledo, han causado revuelta dentro del espectro progresista colombiano.
Quemar la casa o la poética del vivir sabroso
Si bien Gustavo Petro se ha convertido en la figura política con mayor reconocimiento del país, el anti-petrismo se ha consolidado cómo una posición que atraviesa al electorado. Y es que la pedagogía y el discurso anti-progresista y anti-izquierda continúan fuertemente arraigados en el imaginario político colombiano, así como el miedo y la ansiedad hacía lo que representa Petro, sobre todo en los círculos de la alta sociedad, los terratenientes, y los grandes gremios empresariales, causados por las políticas de justicia redistributiva que abandera el proyecto del Pacto Histórico.
La lucha por la tierra ha marcado el ritmo de la historia moderna de la nación colombiana, como señala el difunto sociólogo colombiano Alfredo Molano. Esta se transforma, hoy en día, en una reivindicación no solo de los derechos y el bienestar del campesinado, las comunidades indígenas, afrocolombianas, y raizales, sino en una lucha por la construcción de una sociedad democrática e incluyente que logre la ruptura (o, aunque sea la desestabilización) del viejo régimen centralista, oligárquico y colonial en el que aún se basa el funcionamiento del estado colombiano. Es pues este anhelo de cambio que nos ha llevado a la que parecería una atípica segunda vuelta entre Petro y Hernández.
A pesar de venderse como uno de los candidatos del “cambio” Hernández, el contrincante de Petro en segunda vuelta, ha pasado su carrera política aliado con políticos tradicionales del departamento de Santander. Su discurso se centra en el mensaje único de la lucha contra la corrupción, un discurso agresivo que invoca un punitivismo masculinista y conservador que se personifica en la cachetada a un concejal de Bucaramanga durante su época como alcalde de la ciudad. Sin embargo, el “ingeniero” se encuentra actualmente acusado en la fiscalía de un importante escándalo de corrupción que involucra el cobro de una comisión millonaria por parte de su hijo. Sus líos judiciales contrastan fuertemente con su insistencia en limpiar a la política y “echar a la calle” a “los corruptos”
Dentro de la coyuntura del anti-petrismo, Hernández representa una opción en cierto modo indeseada pero aun así necesaria para las élites políticas. Su reticencia a recibir apoyo de sectores afines al gobierno, y su poco conocimiento de los funcionamientos del estado hacen del “ingeniero” un arma de doble filo. Aún así, como aseguraba una columna de la Revista Hekatombe, “un sector de las élites que ha dominado históricamente a Colombia prefiere quemar la casa antes de compartirla”.
Si bien Petro representa ese anhelo de cambio, es la figura de Francia la que ha irrumpido con fuerza dentro del discurso político otrora hegemónicamente conservador, clasista, y racista. Su estandarte abiertamente feminista, ambientalista, anti-racista y anti-neoliberal no solo encarna las luchas sociales de la última década, aquellas que nacen de la socialización de la política en las calles, sino que da cabida a una poética de la vida, de lo ahora llama el ‘vivir sabroso’.
La historia de Colombia está atravesada por diferentes políticas y regímenes necropolíticos que a través de la precariedad socioeconómica y la exclusión política han relegado a grandes sectores de la población al abandono, y en últimas, a la muerte: bien sea por el empobrecimiento como por la presencia permanente de la violencia estatal, paramilitar, o guerrillera. El vivir sabroso que personifica Francia no es sólo una muestra de la resistencia ante la larga historia de violencia (militar y sistémica) en Colombia, sino que es en sí misma una afirmación de la vida que traza un nuevo horizonte en común. Vivir sabroso, apunta Francia, “es poder vivir con dignidad, es poder tener garantía de derechos… en medio de la escasez, y de no tener las garantías y la protección del Estado, la gente afrodescendiente ha usado el arte, la cultura y hemos apagado con la música del pacífico la violencia. Hemos silenciado los sonidos de los fusiles con la marimba y vivir sabroso es vivir con alegría”. Vivir sabroso no es un punto más dentro de un programa político, ni tampoco es una consigna que invoca a la fiesta y al hedonismo egoísta. Es, ante todo, una poética, es la palabra materializada en una cosmovisión que reivindica la vida, el bienestar, y la dignidad cómo axiomas centrales de la vida en común.
Es esta vida en común la que podría estar en juego el próximo 19 de junio. ¿Logrará el asalto de los nadies y las nadies al palacio de Nariño redirigir y reescribir la historia de Colombia?