La inflación se confirma, mes tras mes, como el primer problema económico de nuestros días, tras mucho tiempo desaparecido del mapa. El índice de precios al consumo (IPC) ascendió en junio, en nuestro país, al 10,2%, en comparativa anual, el mayor nivel desde abril de 1985, de acuerdo con la primera estimación del INE.
Sin llegar a los dos dígitos, la inflación en la zona euro rompió en junio un nuevo techo y ascendió ya al 8,6% interanual. Los precios de la energía, aleccionados por la invasión de Rusia en Ucrania, se llevan la mayor parte de la culpa del desaguisado que supone un fenómeno como la inflación que Amalia Guerrero definía hace poco en El País como “el asesino silencioso de tus ahorros”. Hoy día podemos señalar que ya no es silenciosa porque sale en los medios, pero mucha gente sigue sin saber lo que es y porqué surge en determinados momentos de nuestra vida.
El origen y objetivo, precisamente, de este artículo es trasmitir que hay otras versiones más allá de las oficiales que salen en los medios, para intentar comprender qué es, cómo y porqué surge la inflación. Quizás no lo logremos, pero, al menos vamos a intentarlo.
Entendemos por inflación, de acuerdo con los clásicos, como Paul Samuelson en su “Curso de economía moderna”, como “un periodo de aumento general de los precios de los bienes de consumo y de los factores productivos”.
“La salida de la pandemia conllevó un aumento espectacular en la demanda”
Tras una simple descripción de lo qué es la inflación tenemos que ocuparnos, también de forma esquemática, de porqué surge aquella y la teoría al uso nos lleva a tratar de definir lo que se entiende como inflación de demanda e inflación de costes,
La definición más fácil, con respecto a la primera, nos la ofrece el “Diccionario de Economía Penguin” según la cual se llama inflación de demanda al “conjunto de teorías de la inflación basadas en la hipótesis de que la demanda global de bienes y servicios, superior a la oferta global, es la causa de la inflación”
Poco que objetar a la anterior teoría en este periodo inflacionario de la economía. La salida de la pandemia del Covid (al menos en su fase más dramática) conllevó un aumento espectacular en la demanda de bienes, productos y servicios que en los dos años de pandemia no habíamos podido consumir debido al confinamiento o cuasi confinamiento. Es evidente que ni todos los colectivos ni todos los sectores tuvieron la capacidad de ahorro pero lo que es evidente es que los ERES y demás ayudas del gobierno a los colectivos más desfavorecidos les permitió si no ganar poder adquisitivo no perderlo en demasía.
La fuerte demanda en vivienda (rehabilitación y compra de segunda mano), turismo (con todas sus variantes, viaje, comercio, restauración) y determinados bienes de consumo, servicios y productos de alto valor añadido, conllevó que se produjeran serias dificultades (al menos temporales) para su producción, distribución y facturación. En definitiva, volviendo a la definición clásica: satisfacer un exceso de demanda, frente a una oferta establecida previamente, produce un alza de precios.

Esta simple explicación tiene sus detractores económicos y no precisamente los de menor influencia en el relato económico. En este caso la teoría al respecto se basa en que la inflación resulta de un exceso en la cantidad de dinero. Esta teoría ya fue articulada hacia 1900 por Irving Fisher, rebatida posteriormente por Keynes y resucitada por Milton Friedman desde 1956.
Como podemos ver, de nuevo se renueva una vieja polémica, aquella que afirma (teoría neoliberal por excelencia) que en realidad los gobiernos de turno engañan al ciudadano inyectándole dinero (riada monetaria) de forma artificial a través de ayudas y subvenciones a la ciudadanía para que sigan consumiendo y así mantener un sistema sujeto no al mercado sino a los designios de los poderes políticos.
La traducción de esta teoría en la actualidad se plasma en que la riada monetaria nacida de las ayudas tanto regionales como nacionales y europeas para hacer frente a la crisis surgida de la pandemia son una trampa, pues al tener más dinero gastamos más, los precios suben y nuestro poder adquisitivo se resiente porque adquirimos los mismos productos que antes pero a un precio superior.
Esta teoría que, en muchas ocasiones surge precisamente de aquellos sectores y poderes que critican abiertamente la falta de estímulos económicos por parte de la Administración, se desmonta claramente al señalar que de no haber estos incentivos a la producción y al consumo, entraríamos claramente en recesión, hecho que significaría un claro perjuicio para las clases más desfavorecidas y que obligaría al Estado a un mayor endeudamiento si quiere mantener el estado de bienestar o reducir éste si no puede hacer frente a aquella.
Pero esta parte de la inflación que tendría su correlato en una subida de precios que alcanzaría un 2 o 3%, tiene su complemento, veremos si coyuntural o estructural, en lo que se denomina inflación de costes.

La inflación de costes, de acuerdo, es “la inflación creada y sostenida por aumentos del coste de producción que sean independientes de la demanda”
De momento, esa parte de la inflación que, por desgracia es la que más agrava la situación actual, está plenamente identificada en los costes energéticos y su nacimiento u origen tiene su base en una serie de hechos que han desencadenado este efecto perverso: por una parte una errónea planificación del cambio energético o bien la sumisión de los poderes españoles y europeos a las exigencias del oligopolio energético, a lo que hay que unir los estragos de una invasión a todas luces injustificable y cuyas consecuencias son difíciles de vislumbrar.
Por mucho que intentemos dejarlo aquí y a partir de ahí buscar salidas a la crisis derivada de la inflación surge una teoría adicional que identifica una inflación generada por expectativas de inflación (círculo vicioso) y que se achaca a los trabajadores (y de acuerdo a la teoría clásica al poder de los sindicatos de trabajadores) que piden aumentos de salarios para contrarrestar los efectos inflacionarios, lo cual da pie al aumento en los precios por parte de los empresarios, originando un círculo vicioso de inflación.
Esta tesis que fue negada, o al menos matizada por economistas clásicos como Samuelson o Lipsey, comienza a ganar fuerza en la actualidad como si el aumento de los salarios fuese la causa y no el efecto de la inflación. Y es que, tal como nos recuerda José Luis Sampedro en su extraordinario libro ya citado “La inflación en versión completa” los economistas del sistema (como él los define) mantienen que, además de los costes de materias primas, los principales propulsores de la inflación son los costes salariales, dejando al margen los beneficios empresariales, pues entienden que éstos no son costes sino el resultado de la acción del mercado.
Insinuar estas teorías en un periodo en el que es de escándalo los beneficios de las empresas verdaderas causantes de la inflación (las empresas energéticas) no sólo invalida estas teorías sino que deja “con el culo al aire” a aquellos gobiernos que aún compadrean con quienes invalidan sus avances sociales.
Porque, al final y siempre siguiendo las loables enseñanzas del maestro ya desaparecido, estamos en unas circunstancias de clara inflación estructural donde la solución no puede ni debe asentarse en una política monetaria que incremente de forma desmesurada el precio del dinero, con el consiguiente incremento de la deuda pública y cuyas consecuencias ya son de todos conocidas: recortes en políticas sociales, salarios e inversiones generadores de empleo. Por el contrario, el control debe de ir sobre la inflación de costes, si no es posible parando la guerra o actuando sobre los precios energéticos, al menos en los sobredimensionados beneficios empresariales de aquellas empresas que sí actúan con un afán de rapiña, origen y destino de la inflación de costes.