Hay un «fistro-bar» en Nava con un patio interior precioso repleto de plantas y flores en el que, mientras disfrutas de unas deliciosas cebollas rellenas «receta de mi madre», puedes escuchar temazos de Martirio, Peret, Pata Negra y Chano Lobato. A cuatro pasos de la puerta del restaurante, han instalado hoy las carpas que forman parte del despliegue de la Vuelta a España. La que está más cerca del chigre es la de la Guardia Civil. En ella se expone, entre otro instrumental, una pequeña muestra del armamento con el que cuenta el Cuerpo. Un poco más allá, en el espacio publicitario reservado a la Policía Nacional, niños de seis u ocho años juegan con una uniformada a rellenar fichas de la policía científica, a lo CSI o Mentes Criminales, y a estampar en ellas sus huellas dactilares. Al lado, un par de agentes custodian un dron con forma de helicóptero. Hay junto a él un artilugio que tiene el aspecto de ser un simulador para que el público disfrute de unas prácticas de vuelo. Enfrente, destaca entre los patrocinadores el despliegue de Carrefour. En una de sus carpas hinchables, un grupo de animadores canta a voz en grito una rima barata sobre la marca, sin ninguna vergüenza.
En el camino que lleva a Les Praeres, en el exterior de una casona, alguien ha colocado una pequeña estantería con puertas de cristal que funciona como punto de intercambio de libros. Más adelante, un chaval con mucho garbo informa a los coches que llegan hasta allí que el paso está cortado y deben dar la vuelta. Hace un sol de justicia. Entre el hormigueo de gente que se dirige hacia la ascensión que pondrá fin a la etapa, hay quienes, a las primeras de cambio, sientan sus traseros en las primeras sombras que encuentran. Allí despliegan sus banderas, sacan sus tápers y se disponen a pasar el rato hasta que lleguen los ciclistas. Desde los puestos de primera línea que se han agenciado, observan, además de la culebra de gente que, a pie o en bici, se dirige a Les Praeres, la continua comitiva de vehículos comerciales y logísticos que circula hacia la meta. También es constante el paso de todoterrenos de la Guardia Civil. Aún quedan un par de horas para la llegada de los corredores que marchan escapados.
Casas desperdigadas a los lados de la carretera. Algunos vecinos han llevado sus sillas plegables a un prao más elevado y desde allí, ataviados con sombreros de paja, aguardan acontecimientos. Unos jóvenes, apostados en el corredor de su casa, ven la etapa por la tele. De vez en cuando, se asoman y conversan con algunos aficionados. «En los dos primeros kilómetros de la subida es donde está lo más duro. Algún embrague van a romper los coches que andan subiendo por ahí».
En el siguiente recodo, unos niños han montado su negocio. A voz en grito, ofrecen avellanas y vasos de agua. Las avellanas más pequeñas, a un euro. A dos, el cucurucho de papel con las grandes. Con una jarra de cristal sirven vasos de agua fresca por medio pavo. Y hasta han bajado de casa lo que parecen las sobras de la barbacoa familiar. Cuando te acercas, los guajes tratan de venderte esas costillas de cerdo que siguen asándose al sol.
Entre las paisanas que han sacado la silla a la puerta de casa, hay algunas que muestran curiosidad, pero también las hay envaradas, estupefactas ante el circo que se está montando. La carretera, de pronto, desciende y serpentea. Calzada estrecha, curvas cerradísimas, desnivel brutal. Da miedo imaginar a los ciclistas bajando a toda hostia por aquí, justo antes de llegar al puerto final. El pelotón de favoritos lo conducirá en este punto el campeón del mundo, Alapphilipe, y a pie de puerto habrá reducido el grupo a una quincena de corredores.

Con el inicio de los casi cuatro kilómetros de subida, las zonas de sombra, cada vez más codiciadas, comienzan a estar atestadas de gente. Además de banderas asturianas y una gran pancarta por la oficialidá de la llingua desplegada en una finca, se escucha mucho euskera y también flamean unas cuantas banderas colombianas y portuguesas. Guardias civiles como armarios empotrados motean la ascensión. A tres kilómetros de la meta hay una curva tremenda. Un par de sesentones muy majos ha aprovechado para instalar a su vera un puesto de helados y refrescos.
Hasta que llegue la carrera, toca protegerse del sol, aún a costa de asentar el culo junto a unos zarzales y soportar algunos pinchos. La comitiva de coches y motos no cesa. Cada poco, se extiende el olor a embrague quemado. Tan paradójico es el infinito cortejo motorizado como el listado de patrocinadores de una carrera ciclista: empresas farmacéuticas y financieras, compañías de teléfonos, industrias químicas y de impulso del «fracking», Emiratos Árabes, Israel… Todo suena mucho más a petróleo que a bicicleta.
Mientras esperan la llegada de los corredores, algunos aficionados matan el tiempo aferrados al móvil para estar al tanto del transcurso de la etapa; otros charlan animadamente en torno al puesto de helados; los hay que jalean a los últimos ciclistas aficionados que se enfrentan a la cuesta.
La carrera se acerca. Un helicóptero de la Guardia Civil sobrevuela la curva. Otro, el de la televisión, se ve más allá, aún a lo lejos, marcando el lugar exacto por el que circulan los escapados. Cuando se aparta en busca del pelotón, es un águila la que, en el horizonte, ocupa el lugar del helicóptero.
Ya se asoman por la rampa los vehículos y motos que preceden a los primeros ciclistas. Los armarios empotrados se colocan en su lugar y ensanchan aún más, si cabe, sus hombreras. El helicóptero de la televisión sobrevuela la curva. Unos chavales despliegan un banderón de España. Al tiempo, una joven granaína extiende hacia la aeronave una camiseta mucho más coqueta que la sábana rojigualda. En la prenda, se puede leer: «Albaycín te quiero verde».
Los nueve ciclistas escapados llegan a la curva de los helados completamente desperdigados. Por muy profesionales que sean, suben estas rampas de más del veinte por ciento de desnivel como buenamente pueden, de contorsión en contorsión. Al acercarse a ellos para espolearlos, a los aficionados les entra por las fosas nasales el sudor que, por la tele, nunca llega a olerse. Louis Meintjes, que ha quedado varias veces entre los diez primeros del Tour de Francia, pasa por este punto en tercera posición, pero aprovechará su calidad como escalador para llegar el primero a la meta.
Pronto aparecen los primeros clasificados de la general. Cuando llegan a la curva, Evenepoel está lanzando su ataque sostenido y tan solo Enric Mas logra aferrarse a su rueda. En el rampón posterior a la curva, será el momento en el que Mas también ceda y el líder de la Vuelta se marche en solitario.

Parece que así, en dos breves instantes, se ha consumido toda la etapa para los aficionados apostados a los lados de la carretera, pero en realidad aún queda lo más interesante. Entre la retahíla de corredores que van apareciendo, dos mitos a punto de retirarse, Valverde y Nibali, se llevan los mayores aplausos. «¡Andiamo, Vincenzo!», grita un compatriota del Tiburón.
A medida que van pasando corredores, abundan los que pedalean sin llegar al límite de sus fuerzas. Desconectados ya de la lucha por los primeros puestos de la etapa, guardan fuerzas para lo que queda de competición. Algunos corresponden a los gritos de ánimo con un espectáculo improvisado. Lo que se sacan de la chistera es hacer el caballito con la bici en el rampón más duro de la etapa. A los que regalan esa acrobacia, la gente les aplaude a rabiar y les suplica que la repitan una y otra vez.
Un viejo se acerca a uno de los ciclistas que sube al trantrán. «¿Te la echo?», le dice mientras le muestra una botella de agua. «Venga, dale», responde el corredor. El paisano vierte delicadamente el agua por el cuello y los hombros del ciclista. Vuelve a llenar la botella y reaparece a pie de carretera. «¿Te la echo?», repite a otro ciclista. «No, gracias», le responde. Y entonces el tipo le vierte el agua por el cuello. El corredor la acepta con una mezcla de estupor y resignación. A la tercera vez que el viejo se acerca a un ciclista, le sorprende un armario empotrado, que le llama a capítulo y le advierte de que está prohibido tirar agua sobre los corredores.
Un aficionado grita a un compatriota que pasa a su altura. El ciclista lo mira y sonríe. Se nota que se ha llevado una verdadera alegría. En medio del esfuerzo, tarda en reaccionar unos segundos antes de girarse para lanzar a su amigo un bidón de recuerdo. El aficionado se ha dado la vuelta y no ha visto volar el bote, pero un coro de voces le hace caer en la cuenta. ¡É meu vizinho!, grita orgulloso y emocionado. ¡Meu vizinho!
Es la hora de Chris Froome. El corredor keniata, blanco como la leche, se nacionalizó británico y logró vencer en cuatro ediciones del Tour de Francia y dos de la Vuelta a España. A su paso, se suceden las exclamaciones de admiración hacia uno de los mejores ciclistas del siglo XXI. Poco después, pasa el coche de su equipo, el Israel. El director lleva la ventanilla bajada. Hay una pareja que le grita «¡Viva Palestina libre!». El tipo responde con una mueca de desagrado, pero no gira la cabeza.
La última aventura de la curva casi acaba en porrazos. Justo antes de tomarla, uno de los componentes de una pequeña grupeta de ciclistas lanza con poco tino su bidón, que queda tirado en el asfalto y se convierte en obstáculo para sus compañeros. Un aficionado con una camiseta que pone «Brasil» salta a la carretera, pega una patada al bidón y cruza rápidamente al otro lado. Su espontánea maniobra ha sido ciertamente arriesgada, ha estado a punto de chocar con alguno de los corredores. El armario empotrado más cercano se lo lleva a un rincón y llega a sacarle la porra para amenazarlo.
El camino de vuelta es una pequeña fiesta. La culebra es ahora una mezcla de aficionados a pie, ciclistas populares y corredores profesionales que descienden el puerto camino de Nava. A veces la carretera se estrecha y no hay por donde pasar. Esos parones permiten a la gente abordar a los ciclistas. Algunos seguidores un poco pesados no paran de pedir bidones a los exhaustos corredores.
Con la meta a la espalda, lo que era descenso antes de llegar al puerto, es ahora una tremenda subida que se le atranca a más de un ciclista aficionado. Alguno pone pie a tierra. De pronto, se oye el claxon de varios vehículos y aparece una hilera de cuatro por cuatro de la Guardia Civil, también de retirada. Los armarios empotrados van de pie en los laterales exteriores del vehículo, marcando paquete y lanzando miradas desafiantes.
Al cruzar un puente, la abigarrada y dominguera marcha se ralentiza ante la estrechez del paso. Debajo, en el río, un puñado de críos llevan toda la tarde nadando y salpicándose, ajenos a la carrera. Al pasar, todo el mundo se queda mirando a un ciclista del pelotón profesional que ha decidido bajar a refrescarse. Allí sentado en el río, con el agua hasta las rodillas y desconectado del pinganillo, tiene pinta de sentirse en la gloria.