Algún día, no pierdo la esperanza, reuniré todo lo necesario, todo lo que ahora me falta, para viajar a Brasil: dinero, tiempo y ganas. La Praça dos Três Poderes de Brasilia resuena en mi memoria desde que, siendo un niño, mi padre me contaba, con orgullo clandestino (porque el orgullo era una de las muchas cosas que no se le permitían a la clase obrera), que él había trabajado durante cinco años en Brasil como azulejista, y que había alicatado alguno de los edificios emblemáticos de la Plaza de los Tres Poderes, y que en la construcción de Brasilia (una ciudad que diseñaron en medio de la nada arquitectos tan talentosos como Oscar Niemeyer pero que levantaron de la nada miles de obreros sin nombre de Brasil, Portugal, Italia o España) se habían dejado el pellejo muchos trabajadores, y que algunos de ellos no habían tenido más sepultura que un chorro de homigón cubriendo a toda prisa sus cuerpos a la altura de los cimientos de los edificios que anunciaban el nuevo Brasil, que habría de ser más próspero y moderno.
Recordé esta secuencia de imágenes de mi infancia mientras veía anoche la secuencia de imágenes del asalto a las sedes, en la Praça dos Três Poderes, del poder legislativo, ejecutivo y judicial brasileño perpetrada por una chusma incalificable, aunque el presidente de Brasil, Lula de Silva, encontró dos palabras precisas para definirla: “fanáticos fascistas”. Los seguidores de Jair Bolsonaro, el ex presidente ultraderechista que anda fugado por Florida (de allí no volverá el muy cabrón, tiene miedo de que acaben imputándolo judicialmente en Brasil por su criminal gestión de la pandemia de covid o por alguna otra causa), arrasaron con casi todo a su paso en su intentona de golpe de Estado, emulando lo que hicieron los acólitos de Donald Trump hace justo dos años en su asalto al Capitolio de Washighton.
Anoche se superponían en mi mente dos imágenes irreconciliables: la de mi padre, que fue un buen azulejista y una persona honesta desde el principio al fin de sus días, que aportó su granito de arena para construir la Praça dos Três Poderes, y la imagen de la gentuza fascista destruyendo todo lo que encontraba a su paso en esa misma plaza para intentar derrocar al Gobierno elegido en las urnas.
Ahora tengo en la mente la imagen de Luiz Inácio Lula da Silva, obrero del metal represaliado por la dictadura militar, que hoy forzó su voz, quebrada por las secuelas de un cáncer, para rechazar enérgicamente la intentona golpista. Lo imagino pasando la mano, esa mano a la que le amputó un dedo el trabajo, por los azulejos o por las baldosas de alguno de esos rincones que alicató primorosamente la clase obrera (mi padre formó parte de ella, lo digo con tanto orgullo como emoción) y que ayer profanó la marabunta fascista. Pero, por mucho que les joda a los liberticidas, la Plaza de los tres Poderes y Brasiia entera y Brasil entero siguen y seguirán oliendo a libertad.