El amor es como la coca, no todo el mundo la merece, no todos están preparados ni para una cosa ni para la otra. La música, entre el amor y la cocaína, quizá resulte aparentemente más asequible, pero sólo unos pocos son capaces de sumergirse en ella, vivir de ella, alimentarla y deleitarse. Juan Martínez lo sabe. En su banda, Los Ruidos, también. El amor, la cocaína y el rock son tres cosas diferentes, pero tienen algo en común: estallan.
“Todos empezamos por algún sitio. Cuando comencé a tocar en los 70, se trabajaba por una pasta. Teníamos un caché, no como los grandes que escuchábamos, pero teníamos una pasta. Lo que sucede ahora es que se utiliza a los grupos jóvenes”. ¿Qué quieres decir? “Acaban construyendo una serie de músicos que acaban tocando por el bocadillo y las cervezas o, sencillamente, les da igual que les den por delante o por detrás. Están acostumbrados a ser dóciles”. La música y el periodismo también tienen algo en común: es una lucha constante contra la docilidad.
Juan Martínez no tiene 59 años. Juan Martínez, que siempre estuvo ahí, en Avilés, en Madson, en Gijón, en Ilegales, en Oviedo y, sobre todo, en Los Ruidos, a lo largo de 40 años de banda con sólo tres discos que son tres pequeñas cimas del rock español y que, desde hace unos días, se cierran con la publicación de un directo recopilatorio grabado en 2022. Todas las vidas de Juan Martinez. ¿Qué le impulsa a hacerlo, de todos modos? En los niveles más altos ¿Qué le quema en su interior? El rock es una diversión infame, algo con lo que matar el tiempo, estrangularlo, y sin embargo, logra apretarnos las sienes y hacernos vomitar nuestros peores sentimientos. A lo mejor nunca has oído hablar de él o sí. Pero entonces, en los años ochenta, la humanidad aún no había decidido qué era lo importante, y en la universidad los alumnos eran presa de mucha mierda.
Es un gozo describirle. Juan Martínez es una criatura tan desvergonzada como marcada por un fuerte carácter. Noble, perverso y despreocupado. Un buen camarada. Por lo que respecta al caos, el suyo parece decididamente anticaótico. Los teóricos del caos deberían estudiarle. ¿A qué profundidad de su ser llega lo que hace o dice? Hagas lo que hagas, por peligroso o embaucador que sea, lo haces. ¿Cómo lo hiciste? Él alzó las manos.

Juan Martínez, que siempre estuvo ahí, regresa a su infancia, a su primer contacto con la música, mientras se bebe un whisky on the rocks. Creo que hay una gramática Martínez, tan ruidosa como ilegal, que está latente en los genes, en las lecturas, en las mujeres y que emerge sobre los escenarios. Resulta perfectamente compartida por Jorge y por Juan. Es la risa alucinada, el fogonazo último, la carcajada final, es todo eso y más, nobleza. “Mucha gente pregunta por mi relación con mi hermano Jorge Martínez, lo encuentran morboso”, confiesa, mientras sorbe un lingotazo de Johnny Walker, etiqueta negra. Yo lo encuentro más parecido a una hermosa historia proustiana y sentimental, más cercana a una película de la Nouvelle Vague, tranquila e imprevisiblemente violenta, en una casa de verano, alejada del mundanal ruido. La historia de un niño pequeño y su hermano mayor, extasiados con la música, la voz de su amo, con Chuck Berry, con la sangre, la familia, con Elvis, el bien y el mal. “Empecé tocando en una habitación de la casa familiar, donde Jorge y yo mamamos la misma música. De crío estaba en el colegio con un amigo con el que intercambiaba vinilos. Recuerdo que nos fuimos a por mi primera guitarra eléctrica. Llegamos con pantalones cortos a la casa de un fulano que era amigo de mi hermano. Nos metimos en una sala oscura que olía a sándalo y, sobre todo, a chamusquina. Preguntamos por la guitarra y el tipo nos sacó una más parecida al palo de una escoba que a una guitarra. “Ésta es la guitarra”. nos dijo. “¿Cuánto vale?”, “800 pesetas”, respondió. “¿Te la puedo pagar a plazos?. “Está bien. Conozco a tu hermano. ¿200 pesetas al mes te parece justo?, me preguntó” Dije que sí pero estoy seguro de que el último plazo no lo pagué”.
Juan Martínez, que siempre estuvo ahí, comenzó tocando a pelo aquella guitarra, encerrado en un armario empotrado de la casa familiar. “Acercaba la guitarra a la madera de la puerta y aquello resonaba con fuerza. Después logré que Jorge me hiciera un ampli con una radio a pilas de 9 voltios, de esas que acercabas la lengua a la petaca y te escupía un calambrazo. Ponía a tope el ampli y después tocaba. Mi hermano la afinaba. Después, cuando se fue a la mili, aprendí a afinarla yo”. La corpulencia de Juan verifica que es un Martínez. Sus gestos, su voz. Habla como un titan veterano. Observa con más profundidad, parapetado tras unas gafas, una barba encanecida y una gorra de la que sobresale una buena mata de pelo. Observa como si rompiera las moléculas del tiempo con la mirada, como si después las masticara. El bajista y frontman de Los Ruidos le ha dado a todos los palos del rock, del el punk a la new wave, del garaje a la psicodelia y el power pop. Y es que siempre ha estado ahí, bien como músico, bien como productor, bien como técnico de sonido para Lola Flores o Camarón, para Extremoduro, para Ilegales, para Celtas Cortos. También ha sido bajista y productor para Doctor Explosión. “Lo conozco desde que era pequeño, vestido con pantaloncitos cortos, coleccionando soldaditos de plomo con mi hermano. Yo toqué en Doctor Explosión. Les grabé el primer EP y el primer LP en mi primer estudio, ECO y también me fui de gira con ellos.
“Como no te vienes a tocar de bajista por Europa con nosotros”, me dijo un día Jorge Muñoz. “¿Cuándo?, “En seis días” me respondió. “¡Hostia!, ¿Cuántas canciones?” “Pues 35 o 40 y apañamos”. Ahí lo dejó, esperando a que mordiera aquel anzuelo, esperando una respuesta. Los dos necesitábamos una respuesta. Quieto parado, pensé. “Venga, hecho”. Trabajé en el estudio dos días completos. Estaba haciendo una producción para los Trashtornados, la terminé a toda hostia e inmediatamente después me dediqué a aprender las canciones de los Explosión. Y me fui con ellos. Así que me vi en Francia con un repertorio pegado a una pared, girando por Europa, de puta madre”.
Juan tiene una imponente cabellera. Por la nunca se presta laberíntica y ondeante, como guirnaldas de espirales y bucles, ensortijados y lo bastante grandes. Es como un Santa Claus que ha abandonado su trabajo. La confortable infancia parecía haber pasado a las enroscaduras de su sinuosa y espesa cabellera. Su cabellera irreversible. Podías fregar cazos con aquel cabello.

“Los vinilos son para pijos“, dice Hablemos entre líneas, canción de su último disco de estudio que demuestra la versatilidad e inteligencia con la que trabaja los textos. “Disfrázate, hazme reir”. Juan opina que en España se descuidan un poco. “O se escriben muy burdamente o de una manera muy amanerada. No dicen nada pero quieren decir que dicen algo”. Las letras del rock tienen que ser directas, viscerales. El rock es material sensible, en algún momento estalla, te hace volar la cabeza. “El rock, por muy culterano y gongorino que sea, salió de donde salió. No deja de ser rock y viene de Chuck Berry, a quien su mujer sorprendió subido al water de las tías en el servicio de su negocio, grabando con una cámara en la mano. Qué cojones, no puedes ponerte muy oscuro sabiendo esto. Viniendo de un entorno así, cualquier cosa que sea barroca o rebuscada, desde mi punto de vista, resulta estúpido, no es natural. Pero luego existe esa otra parte que cree que el rock and roll no admite cierto refinamiento y llega a ser burdo y hasta grotesco”. El rock tiene su territorio intermedio, híbrido, mestizo, enfermo. “No hay que escribir para tontos. Basta con escribir lo que ves, lo que lees, lo que escuchas”.
Lo malo de la vida es que no sabes en qué termina, dónde acaba. La vida ya no es un jardín de rosas. “Empezamos siendo muy punkis y ahora somos tan conceptistas que hemos titulado una canción Hablemos entre líneas. Veo a pocos grupos que se atrevan a ir de frente”. Hay una expresión muy teatral en las canciones de Los Ruidos. No basta con cantarlas, es necesario interpretarlas, por muy crudas y sucias que suenen, quizá porque interpelan al público de un modo recurrente. Son una invitación a la burla, a la hostia, a la herida, a la expresión mordaz, es aceite de ricino para pijos y productores de la industria. Y quizá eso exige otras voces, en cierto modo, una interpretación literal de los hechos, que acentúe un sentimiento muy crítico y ácido hacia la vida. “Yo llegue a cambiar el timbre de mi voz muchas veces porque había gente que me decía que se parecía a la de mi hermano. En este país, parece que si alguien muy próximo a ti triunfa, te conviertes en su culo de por vida y no puedes triunfar. Entonces estás jodido, cuando en realidad entre mi hermano y yo ha habido carreras paralelas, desde distancias distintas. Yo llegué a cambiar tonalidades, cantaba mucho más grave para que no hubiera similitudes. Me gusta expresar y creo que aunque seamos músicos, una parte teatral existe. No puedes ser una estatua. Si lo que has escrito te viene de dentro necesitas una forma de expresión que es el puto gesto”.

Reconoce que su manera de componer tiene una raíz bukovskiana. Son historias que transcurren en baños, en antros, en zonas autónomas. Sangre en el lavabo parte de ese clima urbano, cálido y vicioso. Si te gustan los toros, mata a los toreros nació de la misma frase pintada en la pared de un water de Jaén. Sea como fuere, Bukovski, Sartre y Anagrama estuvieron ahí, me confiesa. Son los libros que gravitan, para dar a luz a un sentido celebratorio de la vida y el pecado. Antaño si no recuerdo mal, mi vida era un festín…
Como en la vida, solo sé lo que es, y en la muerte lo que es resulta ser lo que fue. No solo estás encadenado a tu vida mientras la vives, sino que sigues atado a ella cuando te has ido. “Cuando escribes textos que te salen de dentro y haces que la gente piense, expresas tus lecturas, tu todo, tu forma de vida, lo manifiestas a través de las letras, pero tienes que buscar que la gente se coma la cabeza. Hablando entre líneas tiene tres significados muy diferentes y es importante despertar el cerebro del personal para que no se queden aborregados!” Palabra de Juan Martínez, que siempre estuvo ahí.
Juan Martínez piensa que Los Ruidos hacen música para cuarentones,” ¿treintañeros?, quizá, pero sinceramente, creo que deberíamos abarcar un público más amplio, que fuera por géneros antes que por edades, del rock al punk, de la new wave al garaje”. 40 años sirven para hablar de una buena maceración, cuarenta años dan para manejar todos esos códigos. Tres discos, 40 años y un sonido muy reconocible. “Cómo lo conseguimos, me lo pregunto muchas veces y no lo sé. Quizá a través de la ironía, de la voz, de los textos”. Habla sin nostalgia. Sorbe otro chupitazo de whisky. La nostalgia es paralizante, la nostalgia es una puta mierda, te hace mirar hacia el pasado lo que fuiste, lo que no, te hace dudas, te amordaza, te inhabilita para producir nada nuevo. “Se lo digo a mis colegas del colegio, estáis viejos”. Cierto. Me toca los cojones que ese tiempo precioso entre viejos amigos se pierda en el recuerdo del pasado, le confieso. “No me gusta perder a la gente que quiero, pero a veces están tan anclados en el pasado que me hacen sentir reticente a la hora de reunirme con ellos. Que si te acuerdas de fulano, que si te acuerdas a quién me follé”. Una reverenda puta mierda. Per se te ve en forma. “Me conservo joven, aunque sea de mente. Siempre tiro para adelante y creo que lo consigo por la puta música de los cojones, la música es un canal que te conduce a otro lado”.

Juan Martínez, que siempre estuvo ahí, no suele frecuentar a gente muy mayor a no ser que le aporten algo. “No voy a ponerme una gorra de rapero en mi puta vida, porque estaría fingiendo algo que no soy, pero sí es cierto que estar con gente joven te hace más joven”. El guitarrista de los Ruidos entró con veinte tacos y ahora tiene 22. Se llama Román Fernández y es de Mieres, “tiene una madurez que me pone en evidencia”. Termina ingeniería este año y lo que le gustan son las máquinas. Le vuelven loco las locomotoras. Las de juguete las destroza lanzándolas contra la pared. Después las reconstruye”. Eso es el rock. “Tuve la suerte de encontrar a un fulano que es más clásico que yo y cuarenta años más joven”, me confiesa. “Otro whisky, por favor”.
En Los Ruidos conviven tres generaciones. “Yo soy el abuelo, con 59, el batera tiene veinte años menos que yo. Javier es otra generación. Podría haber sido su padre si yo hubiera sido un eyaculador precoz. El guaje, Román, podría ser mi nieto. Pero esto no es una banda revival, no es una banda en la que aparece gente joven de manera recurrente. O te llevas bien o no estás en el grupo. Si no funcionamos en lo personal, no funcionarás nunca en lo musical”, me cuenta mientras se acerca el camarero con dos whiskies más. Juan Martínez, que siempre estuvo ahí, reconoce que Los Ruidos es “una confluencia de tres personalidades distintas”. Ha visto tríos que comenzaron siendo una banda de rock and roll de verdad y terminaron con una sola persona acompañada de otros músicos. “Lo he visto y no me gusta eses rollo, no quiero ser un viejo al que le sigan la galga. Tiene que haber una persona que lidere, que haga las canciones, lo que sea, pero no soy un puto ególatra. Ya me está jodiendo aparecer solo en las fotos, pero ellos para las entrevistas no funcionan. Están a otras cosas, el trabajo” me dice mientras mueve la cabeza con resignación. Me gusta ser un líder, pero no al nivel del hijoputa que suele ser el que más cobra. Aquí cobramos todos lo mismo. Aquí no hay diferencias”.
Hablamos del último disco. “Yo creo que era necesario. Aunque nunca fuimos muy prolijos en hacer muchos discos, tiene una explicación. Estuve muchos años con otras bandas, no solo con Ilegales, también con Extremoduro, con Explosión, Con los Celtas Cortos. Trabajé con Camarón y Lola Flores de técnico de sonido y con Paco Loco en el estudio de Gijón. Le he dedicado mucho tiempo a la producción de otras bandas”. En el tiempo que estuvo con Ilegales se enganchó como técnico de sonido. “Muchos viajes, mucha juerga, mucha pasta”. Un técnico de sónido es, de algún modo, alguien que maneja el barco desde la popa del barco. Lo ve todo, lo controla todo, desde la distancia. “Te acostumbras a una forma de vida inesperada para un chaval criado en Gijón. “Después de tres álbumes de estudio, somos una banda mucho más de directo que de estudio. El directo ha sido la antítesis de la perfección de la grabación: mas cruda, más honesta, más rock and roll”.

Creo que un directo es la mejor manera de cerrar un capítulo para empezar inmediatamente otro. Así que a Los Ruidos les toca publicar otro disco de estudio, volver a la perfección. “A partir de ahora, lo que pide la dinámica de producción es sacar otro single. Desde la muerte de las multis, la demanda viene por las redes sociales que están guiadas por la inmediatez que exige una nueva industria de la música. Ahora estás obligado a seguir editando singles y, en el fondo, si lo piensas, también lo fue así en los cincuenta, los sesenta y los sesenta. La gente imprime un ritmo de vida que exige inmediatez”. A veces pienso que esa inmediatez está jodiendo al músico, que lo han convertido en un broker de la música. “Es una auténtica puta mierda a la que nos está abocando la industria. Antes enviábamos maquetas a las multis, éramos dependientes de ellas. Y ahora, nos debemos a las redes sociales. Todos tenemos el mismo móvil, pero hay que saber gestionarlo. Es un poco coñazo y es bastante asqueroso. Nosotros hemos contratado a gente profesional para centrarnos en la mera labor artística”.
Juan Martinez, que siempre estuvo ahí, no tiene ni puta idea de por dónde van a ir Los ruidos después del directo, “porque somos un grupo que hacemos todo tipo de estilos según nos salga de los huevos. Hemos empezado a hacer canciones nuevas y ya tenemos una que estará lista en febrero”. Pero ya estamos a 1 de febrero. “Entonces ya estoy pillado por los cojones y con la resaca el sábado, jajaja”. Juan confiesa que la última canción le salió muy popi. “Javier me ha sugerido que la termine cagándome en Dios. Pues no le voy a hacer ascos al pop. No es un pop baboso, sino irónico, quizá algo pijo, a lo mejor, pero no es una formula. Al principio, en Los Ruido estábamos muy preocupados por hacer temas comerciales. Si te gustan los toros, mata a los toreros fue así. Estaba encallado con el estribillo. Me faltaba un estribillo. Entonces yo salía con una andaluza. Una noche, en un antro, me estaba meando y tambaleando. Entonces entro al baño y mientras me saco la chorra leo sobre la pared “si te gustan los toros, mata a los toreros”, y hostia, ya tenía el estribillo. Con esto te digo que ya no buscamos canciones, aparecen, sabemos como encontrarlas”.

En una canción pop puede haber más actitud punk que en muchas canciones punk que resultan manidas y carentes completamente de sentido. Los Ruidos escriben sobre cosas muy materiales, fácilmente referenciables y retromaniacas, van desde lo concreto de cada objeto y de cada tiempo. “Es lo que nos ha tocado vivir. Hablamos de todo tipo de cosas. A mi no me gusta tocar los tópicos del rock pero, a veces, de una forma u otra, los tocas. Maldito Cadillac contaba una historia ácida. Es la antítesis de la canción de Loquillo y Sabino Méndez y su Cádillac rosa. Si estás pensando en ese maldito cádillac, solo tendrás un montón de chatarra. Bien mirado, os habéis ahorrado toda esa mierda esquivándola durante 40 años. “Todavía somos un grupo nobel, una banda casi nueva en continua reconstrucción”
Nos despedimos con un saco de reflexiones, un par de whiskies por cabeza y la sensación de que este viernes hará un buen concierto en la Sala Tizón. Esa, quizá, es la clave para ganarle tiempo al tiempo: pensar, creer, tocar en el próximo concierto, en el próximo disco, en el próximo whisky. No parar, aunque sean necesarios tres discos más para que pasen otros cuarenta años.