“En realidad”, reconoce el psiquiatra Guillermo Rendueles (Gijón, 1948) entre carcajadas joviales y gamberras, “nosotros estábamos equivocados”. Cuando dice “nosotros”, Rendueles se refiere a los jóvenes médicos que hace medio siglo protagonizaron las huelgas del hospital psiquiátrico de La Cadellada, en Oviedo. Se trata de uno de los conflictos más singulares del tardofranquismo, en el que las reivindicaciones laborales se mezclaban con las ideas y las prácticas clínicas más transgresoras. Influidos por las corrientes antipsiquiátricas y por el espíritu sesentayochista, Rendueles y los demás—varios de ellos militantes del Partido Comunista—propugnaron un modelo psiquiátrico que chocó con la estrecha moralidad de la burguesía local y, finalmente, con el propio régimen. Todos los rebeldes, incluidos el director médico del hospital, fueron despedidos y dispersados por España. Rendueles, a hacer la mili a La Gomera. El orden reinó en La Cadellada.
Desde su misma concepción a finales de los años 20, el psiquiátrico ovetense nació con vocación de hospital moderno y atento a la calidad de vida de sus internos. El psiquiatra y escritor Ignaciu Llope cuenta en un artículo que La Cadellada “axústase al esquema de manicomiu modelu: el manicomiu debe ser «un llugar agradable», con edificios nuevos y agradables”. En consonancia con las teorías psiquiátricas en boga en la época, llegadas sobre todo de Francia, el hospital tenía que ser “construyíu fuera de les ciudaes, d’una sola planta, con talleres, sales de xuntes, refectorios, patios y xardinos”. Y añade: “la cuidada organización del hospital pretende ser mesmo un mediu de vixilancia continua qu’un mediu terapéuticu. Hai un orde n’horariu, llimpieza, vixilancia y visites”.

Rendueles llegó a La Cadellada recién graduado, hacia el año 70, atraído por el gran prestigio que tenía el centro: “Era el hospital modelo en España, con gente formada en Estados Unidos, en Canadá o en Alemania”. Pese a las peculiaridades del centro (entre otras, que contaba con cinco veces más camas que un hospital provincial psiquiátrico medio), La Cadellada no dejaba de ser un manicomio típicamente franquista.
“Era un lugar muy peculiar”, recuerda el psiquiatra, “por un lado, era un asilo protector de enfermos pero, por otra parte, era un aparato de orden para ingresar allí a cualquiera que tuviera una conducta desordenada. Había un pabellón, el de los internos judiciales, que estaban allí por decisión de un juez y que no podían salir. Igual uno mataba a una vaca y lo tenían allí 20 o 30 años. Lo que había allí no eran locos, o no eran solo locos. Lo mismo había alcohólicos, mujeres casquivanas, desobedientes en general…”.

¿Existe la locura?
Fue José López-Muñiz, presidente de la Diputación asturiana, quien quiso hacer de La Cadellada un psiquiátrico de referencia en la época. Tal y como cuenta Alfredo Aracil en “Apuntes para una psiquiatría destructiva” (Piedra Papel Libros), López-Muñiz “importa el modelo asistencial americano y canadiense, que pone en marcha gracias a la contratación de un nuevo gerente, José Luis Montoya, uno de los gurús de la psiquiatría comunitaria, que había sido formado en Inglaterra. Su llegada a Oviedo junto con un nuevo equipo de médicos jóvenes, también formados en el extranjero, significa la adopción de una psiquiatría moderna orientada, en primer lugar, a mejorar la vida cotidiana de los internos”. Con este nuevo modelo de atención, los internos pasaron de 1000 a apenas 600 en solo tres años.
Efectivamente, Rendueles recuerda un hospital con muchas “terapias ocupacionales, talleres de todo tipo, una vaquería para que trabajasen los internos, y hasta se podía llevar a lavar el coche”. Sin embargo, los médicos más revoltosos querían ir un paso más allá y empezaron a cuestionar la propia naturaleza de la locura—a la que daban una explicación política y de clase—y la pertinencia del encierro psiquiátrico. Aunque el detonante inmediato del primer choque con la dirección fue de una naturaleza muy distinta: “Estábamos en la categoría de becarios y no nos pagaban más que una pequeña cantidad. Había una residencia en la que nos daban de comer y podíamos dormir, pero nada más. Nosotros queríamos que se nos reconociese como personal laboral”.

Y lo lograron. La huelga empezó en el hospital de Oviedo y pronto se fue extendiendo por otros de todo el país, hasta que las autoridades accedieron a sus peticiones. Pero lo que no podían aceptar eran unas teorías psiquiátricas, y por tanto antropológicas y filosóficas y políticas, que socavaban los mismos cimientos del poder del régimen: la familia patriarcal, su moral sexual, la autoridad del Estado y la sociedad de clases.
Matar las almas
“Nuestros dos principales ideólogos”, rememora Rendueles, “eran Franco Basaglia e Irving Goffman, un sociólogo americano. De Basaglia nos sirvió mucho el libro de “La enfermedad y su doble”, en el que decía que la locura no era la locura como tal, sino un doble creado por el encierro y la institución. Había enfermos que se quedaban quietos al lado de su cama, y se les etiquetaba como esquizofrénicos catatónicos. Pero cuando se abrieron las puertas del manicomio, y nosotros fuimos los primeros que abrieron, ese tipo de dolencia desapareció. Era un producto del encierro”.
De Goffman cogieron una idea similar: “El internamiento es un aparato de homogeneizar y matar las almas para darles una nueva identidad. Ya sea en los cuarteles, en los manicomios o en los conventos, los rasgos personales desaparecen y aparecen los de la institución. Los soldados, las monjas y los locos todos se parecen de alguna forma”. También se vieron influidos por el pensamiento de Francesc Tosquelles, un psiquiatra republicano que iba habitualmente por Oviedo para dictar seminarios. Su método consistía en fomentar la creación artística entre los pacientes, la autogestión del hospital, las terapias ocupacionales y los clubes de enfermos.

En “Psiquiatría y cambio social”, la tesis de José García González, que más tarde sería Consejero de Asuntos Sociales del Principado, se tratan en profundidad las ideas que sustentaron aquella reforma psiquiátrica. Todo esto llevó a aquellos jóvenes médicos a “una política de altas rápidas que chocaba con todo el mundo: con los vecinos de los barrios y de las aldeas, con las familias…No querían que les lanzásemos un loco allí. Esa fue la primera pelea”.
Además de la política de puertas abiertas, plantearon en el hospital “un movimiento muy asambleario, con asambleas de enfermos, en las que se votaba quién salía y quién no salía. Se abordaban los problemas de la vida diaria, de los tratamientos y de la propia terapia. Se llegaron a tomar por votación decisiones referentes a un permiso o altas”. Este tipo de medidas chocaban con la visión de los médicos más veteranos: “Cuando un jefe clínico me vio acordando las salidas del fin de semana con los enfermos por poco le da un mareo”, recuerda Rendueles con sorna.
“Éramos muy mal vistos por ese Oviedín de toda la vida, incluidos los médicos del hospital general”, cuenta el psiquiatra, “se veía que nos les gustábamos y que no les gustaba esa modernización. Éramos una amenaza cultural que el aparato franquista interpreta en clave política, y ve un peligro. Tenían miedo a que todo el aparato ideológico se desmontase. A reprimir a la clase obrera estaban acostumbrados, pero que unos médicos, o unos curas, se pusiesen en contra del régimen…Porque al final, entre los médicos, incluso gente muy conservadora se unió a las asambleas y participó en las huelgas”. La derrota era ya inminente.

“El siguiente conflicto empezó por un caso aparentemente baladí. La gestión de qué médicos venían al hospital, con la valoración de su currículum y las entrevistas, lo decidíamos entre los médicos fijos y los residentes”, explica Rendueles, “de pronto, en la diputación nos dicen que tiene que entrar al hospital no sé quién, hijo de un viejo falangista. Nos lo quisieron imponer por cojones, así lo dijeron. Nosotros nos negamos y vamos a la huelga, y ahí ya entran con todo el aparato represivo. Mandan a Claudio Ramos, hay detenciones, despiden a todo el personal y los grises llegan a tapiar la residencia en la que vivíamos, y aquí paz y después gloria”.
Con el paso de los años, Rendueles asume que “nos despistamos al pensar que la enfermedad no existe, y que es el encierro lo que la causa. Teníamos una visión demasiado optimista, de dar altas muy precoces y pensar que no iban a necesitar tratamiento. Fue un error. La enfermedad mental existe”.
Imbuidos de la “euforia izquierdista” de la época, Rendueles y los demás incurrieron en un “doble optimismo” injustificado: “Por un lado, pensar que el manicomio era un lugar muy tóxico, y que los internos no iban a necesitar ayuda al salir. Por otro, que iban a encontrar una sociedad muy hospitalaria y que iba a recibir muy bien a los enfermos. Pero se encontraron una sociedad muy hostil”.
Luego llegó la industria farmacéutica con sus congresos y sus pastillas a colonizar la práctica psiquiátrica y “eso de las asambleas y los modelos comunitarios ahora parecen cuentos de hadas”.