Un piano en un barco tahúr en el Mississippi; un honky tonk oscuro y grasiento; el garito en New Orleans, la hootenanny en el Village.
Un estudio con músicos de sesión en Nashville, Tennessee; un club en Harlem, otro club en Chicago; la familia Carter, en los Apalaches; Robert Johnson, grabando en San Antonio, Texas.
Woody Guthrie y los parias de la Tierra, un crooner en una película de Alan Rudolph, un hombre negro y muy pobre en una estación de tren en Tutwiler, Mississippi, que toca la guitarra con un cuchillo, eso que se llama slide. Robbie Robertson y Mike Bloomfield. Joan Baez y Scarlet Rivera.
Bob Dylan, Memphis blues again. Así fueron los conciertos a los que asistí en esta gira 2023, la segunda fecha en Las Noches del Botánico, en Madrid, y el concierto en el Generalife, en Granada. Si hubiera asistido a más, probablemente las conclusiones serían las mismas, pero solo puedo hablar por lo que vi y por lo que escuché. Y lo que vi y lo que escuché fueron dos conciertos de blues, con alguna incursión más folk, para volver a Nashville, con «To Be Alone with You».
Bob Dylan encarnó el pianista en el Mississippi y fue todos los demás, en New Orleans, en el Village o el que narró la miseria provocada por las tormentas de polvo, la narración de John Steinbeck, de Woody Guthrie, de Dorothea Lange. Todos esos hombres, todas esas mujeres, todos esos lugares se encarnaron en el bardo que se está despidiendo, la figura fundamental en la historia de la música popular, que supo recoger toda la tradición, la hizo avanzar y la enriqueció con un cancionero deslumbrante e infinito.
Cada vez me interesa más la etapa cristiana de Dylan. En esta gira interpreta «Gotta Serve Somebody» y un himno hermosísimo para cerrar del modo más crepuscular que pueda concebirse, «Every Grain of Sand». En Madrid no tocó la armónica. No pasa nada. No lo esperábamos.

Sin embargo, en Granada, Bob Dylan cerró su concierto tocando la armónica en «Every Grain of Sand». Fue emocionantísimo, fue una despedida, fue maravilloso, fue un privilegio, fueron unos segundos de contemplación de toda la belleza de la Alhambra dentro de aquellas notas.
Allí se unieron Abenámar, el moro de la morería, con los niños nacidos de madres adolescentes en las plantaciones de algodón y cuyas vidas narra el blues. Se unieron en sus relatos de nacimientos predestinados, llenos de señales, señales mágicas que trataban de sacar de la miseria y de la segregación a esas criaturas.
Fue un privilegio esa armónica, que recoge sesenta años de canciones. Escucharla en la Alhambra fue algo que no puedo agradecer al Dios inspirador de las canciones cristianas porque no creo en él, solo creo en Leonard Cohen, al que le cuento, ya de vuelta a mi casa, que la única manera de agradecer el privilegio, como siempre hay que servir a alguien, es servir a lo común.
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(Estas palabras están dedicadas a E. S. P. y a T. L., con quienes asistí, respectivamente, a los conciertos de Madrid y de Granada. Forman parte del privilegio de la participación en lo común, de la necesidad caníbal de las canciones, like every sparrow falling, like every grain of sand).