La dictadura franquista entendía la homosexualidad como una desviación que atentaba contra la nación. En contraposición, el cuerpo sano de la nación, naturalmente cisheterosexual, estaba preparado para trabajar en pro del progreso patriótico. Así, el modelo de familia basado en la figura del hombre proveedor, que lleva el pan a casa mientras el resto de los miembros permanecen enclaustrados en el espacio privado, constituyó uno de los pilares del discurso del régimen. En contraposición, el ideal de femineidad se basaría en la sumisión y en el trabajo de cuidados; había que seguir trayendo españoles de bien al mundo para que contribuyeran al engrandecimiento de la una, grande y “libre”. El nacionalcatolicismo sería el vigía que, desde el púlpito, el cuartel o la tarima escolar, velaría por la sumisión al mandato sexogenérico.
En este contexto no es de extrañar que las masculinidades se adaptaran, por lo menos en la forma, al modelo impuesto. Las masculinidades del guerrero, con su descanso en la red de cuidados del hogar tras la batalla, sería la fomentada por el régimen en los años de posguerra. Posteriormente el modelo de masculinidad franquista se iría matizando y asimilándose a las masculinidades europeas, siempre con la figura del hombre cazador como ideal de cabeza de familia. Su “otra” parte, la que haría de este tipo de masculinidades las normales, sería representada por las figuras del marica y del bujarrón, que serían utilizadas como ofensa. Los y las disidentes sexuales serían considerados invertidos, pues invertían una parte de la triada sexo-género-sexualidad (macho-hombre-heterosexual o hembra-mujer-heterosexual) que el franquismo reservaba a todo español de bien.
Pero el franquismo esta disidencia de la norma sexual y/o de género tendría grados: los homosexuales de clases acomodadas establecerían lugares invisibles -o pretendidamente invisibles- a ojos de las autoridades; los pertenecientes a clases subalternas tendrían muchos más problemas para escapar de unos dispositivos correctores que actuaban a todos los niveles y que en un extremo podían llevarlos a campos de concentración. La heterosexualidad obligatoria se imponía así de una forma más descarnada en la clase trabajadora, que muchas veces haría de esta masculinidad hegemónica una bandera identitaria. Y la minera, profesión obrera y masculina por excelencia, sería un campo con el que la heterosexualidad obligatoria se cebaría especialmente.

En 1968, Juan Evangelista H. R. y Antonio G. M., ambos mineros del Pozo Santa Bárbara de Hunosa, se alojaban en una pensión de la carretera de Figaredo a Urbiés. Ambos mantenían una relación, y una noche fueron sorprendidos por una pareja de guardias civiles que los vio a través de una ventana mientras realizaban “actos homosexuales”. Los uniformados recogerían en su informe que “se pudo comprobar desde la citada carretera que dos individuos se hallaban realizando actos homosexuales, resultando ser Juan Evangelista H. R. y Antonio G. M., a los cuales se les podía ver por cualquier transeúnte que pasara por la citada vía”. La referencia a su visibilidad a través de la ventana iba directamente dirigida a que una posible condena recogiera el supuesto escándalo público además del de homosexualidad, alegando la publicidad de sus actos.

Si bien Juan Evangelista, el más joven de los dos, culpó a Antonio por haberle excitado, este mantuvo durante todo el proceso que la relación había sido consentida. En los expedientes de peligrosidad revisados, incoados en pequeñas localidades, encontramos asiduamente la atribución de la culpa a factores externos a la voluntad del expedientado. La asunción de la culpa por parte de Antonio, su identificación en la disidencia sexual, es una rara avis en los documentos asturianos.


Posteriormente la Guardia Civil del Puesto de Rabaldana aseguraría en sucesivos informes que los expedientados habían tenido buena conducta y que los hechos “no han producido escándalo en la barriada donde estaban domiciliados, por haber sido sorprendidos solamente por la fuerza de servicio”, añadiendo que, si el hecho tuvo trascendencia en el vecindario, fue por haberse divulgado la noticia al ser despedidos de la pensión. Esto no bastó para absolver a los mineros, y ambas sentencias condenatorias, basadas únicamente en el tipo legal de “actos de homosexualismo”, impondrían a los encausados las tres medidas de seguridad típicas en este tipo de condenas: el internamiento en un establecimiento en régimen de trabajo entre uno y tres meses, la prohibición de residir en Rabaldana y la obligación de declarar su domicilio durante dos meses y la sumisión a vigilancia por la Junta de Libertad Vigilada por seis meses.
La condena de disidentes sexuales con una profesión considerada como la minera resultaba menos frecuente que en los casos de personas “sin oficio” o “sin medios lícitos de vida”. Y en este caso, a tenor de la arbitrariedad observada en otros expedientes, el juez podía haber absuelto a los Juan Evangelista y a Antonio de igual forma. ¿Pudo ser esta condena un aviso a navegantes -en este caso a mineros? ¿Pudo influir la presunción de heterosexualidad de la mina en la decisión del juez de dar un escarmiento a esos “mineros invertidos”?