Son días de calor. El niño arrecia nuevamente, otro verano más, como si el clima metereológico se hubiera conjurado con el clima politico. Hay pensadores que terminan recalentándose y acaban convertidos en malversadores de la política, como si sus ideas, inicialmente abiertas a la modernidad en su juventud y madurez, arriesgadas en su metodología, se desviaran en la senectud, movidas por la última vanidad, admitiendo con una insólita dignidad su derechización mientras los demás miran hacia otro lado o se llevan las manos a la cabeza. ¿Qué propicia el conservatismo en Amelia Valcarcel?, ¿a qué, en su última etapa de la vida, este sentido imbécil y arcano, reaccionario y soberbio de su palabras? Algo de esto, creo yo, hay en Amelia Valcarcel.
La joven filósofa, feminista y socialistona, entreverada de modernos y posmodernos, ha dado paso a esta otra que desprecia “al otro”. El infierno son los otros, escribió Sartre, dándole la vuelta al calcetín lírico de Rimbaud. Paradojas de la filosofía, Amelia ha desembocado en el buenismo que también concluyó con una visión estatalista y reaccionaria de la realidad política, ofreciendo su fundación como maceta desde la que pudiera germinar Vox. Del yo soy otro al infierno son los otros, es necesario que pasen unas cuantas décadas y una ley Trans.
Cuando Judith Butler escribió en 1999 El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, se activaba una bomba de relojería que estallaría 25 años después entre el feminismo español. Butler venía a demostrar cómo sexo y género eran un binomio construido desde la heteronormatividad con todo lo que eso implicaba desde la aplicación de una ley que informaba y al mismo tiempo sancionaba o castigaba en función exclusivo de ese parámetro. Y así estábamos hasta ayer. En esa batalla política sobre lo que significa ser mujer, Valcarcel pierde y, a cambio, gana la emancipación sexual, la posibilidad de que el individuo pueda decidir qué quiere ser. Esta guerra ha dejado muchos cadáveres por el camino. Demasiadas depresiones, demasiados estados de ansiedad, demasiados suicidios. El mundo heteronormativo, por fin, se repliega y lo hace más allá de lo que uno podría llegar a imaginar con una ley que reconoce derechos, que no niega identidades, que otorga libertad y dignidad a paladas.
Amelia ha sido una intelectual con una eminente vocación política. Feminista, miembro del Consejo de Estado, profesora destacada de la Universidad de Oviedo. Ha tratado de buscar un sentido moral y político a la libertad y a la democracia, transida de ensayos, clases, conferencias, cátedras y un activismo que se fue hormigonando a medida que adquiría más importancia institucional. Hoy deposita su confianza política en Núñez Feijóo, desprecia a Elisabeth Duvall por ser una mujer transgénero y comparece junto a Carmen Moriyón en la presentación de la Escuela Feminista Rosario Acuña, obviando que está ante una Alcaldesa sostenida por Vox.

A lo largo de la historia, en la sociedades modernas, el poder ha obligado a que se hable del sexo desde la sombra. O como diría Foucault, en las sociedades modernas se ha hablado siempre de sexo, poniéndolo de relieve como el secreto. Gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, asexuales e intersexuales han vivido y viven todavía entre la normatividad deseada y el limbo y, tanto uno como otro, están en esa zona difusa del secreto. Abrir el secreto es abrirse a la libertad, buscar el reconocimiento de uno mismo en la realidad que lo envuelve, desencapsular el deseo. En la apertura del sello ha interpretado Valcarcel la cancelación de la mujer, negando a Simone de Beavoir, la primera en afirmar que la mujer se hace. Valcarcel se niega hoy a sí misma.
Caricaturizar a Elisabeth Duval como lo ha hecho Amelia, sólo es caricaturizarse a sí misma. Las personas transexuales han logrado durante esta legislatura incorporarse al sistema de derechos y lo hacen destruyendo el estigma que a lo largo de los siglos los condenó al ostracismo. No hay peor condena que convertir tu sexualidad en una patología o en una caricatura. Y eso es lo que han padecido las mujeres y los hombres trans a lo largo de la historia. Primero como pecadores, después como desviados, finalmente como enfermos. Incluso en el capitalismo realmente existente, el sexo, todas las formas del sexo, todos los discursos del sexo, se han frivolizado. La otra salida era la espectacularización de su propia sexualidad, convertida en una identidad morbosa que ocultaba también un secreto. Pero, querido y desocupado lector, no hay que irse a la transexualidad para desvelar la sexualidad como algo secreto.
El último Sartre encontró en la escritura contra sí mismo la última razón para saberse y sentirse vivo. Cuando uno ya no tiene nada que decir, sólo le queda clavarse a sí mismo el puñal y dejar que los demás se beban tu sangre. Sartre se empeñó en derribar todo lo que había construido, para que otros encontrasen la excusa perfecta de un crimen. A Amelia Valcarcel le está sucediendo desde hace un tiempo algo así. El éxito esta plagado de bandejas de plata donde se va viendo uno reflejado, hasta que se cae de los brazos de un camarero, provocando un estruendoso ruido y mucho alboroto. Las ideas que fracasan suena como una vajilla rota en el suelo. Después del jaleo, a uno lo retiran como a los borrachos.