Hay algo azaroso en eso de pertenecer a una ciudad. Se nace donde se nace, en la familia, el país, la ciudad y la clase social sin una quererlo. Y ese primer acto de azar condiciona para siempre nuestra existencia. Incluso aquellas decisiones que creemos tomar de forma voluntaria, sosegada y razonada se deben a un cúmulo de circunstancias ajenas a nuestro control y muchas veces accidentales. Mi familia materna emigró a Xixón porque mi bisabuelo se vino aquí huyendo del hambre, pero una muerte inesperada en la familia le obligó a volverse a Castilla. Si no hubiera regresado, su hijo nunca hubiera conocido a mi abuela y mi madre no hubiera nacido y nunca se hubieran venido a vivir en los años sesenta aquí porque mi abuelo creció oyendo a su padre hablar de lo bonita que era esta ciudad y pensó que era en Xixón y no en otro lugar donde quería darles a sus hijas unas oportunidades que no tenían en Castilla, y entonces mi madre nunca hubiera conocido a mi padre y yo no hubiera nacido y ahora ustedes no estarían leyendo esto. El azar cambió los destinos de mi familia y, aunque Xixón hubiera permanecido inmutable a esos caprichos del destino -la existencia de mi familia no habría perturbado el devenir de esta ciudad-, lo cierto es que cada uno de nosotros va permeando la realidad de las ciudades que habitamos.
Nuestros actos condicionan la ciudad en la que vivimos cuando que votamos pero también si reciclamos, si recogemos las mierdas de nuestro perro, si tiramos el chicle al suelo, si cogemos el coche para todo, si aparcamos en doble fila o si decidimos no renovar el alquiler a nuestros inquilinos porque preferimos dedicar el piso que heredamos de la abuela al alquiler turístico… Pequeñas, grandes y medianas decisiones que poco a poco van contribuyendo al mudar de una ciudad que se va moldeando, también, desde dentro. Y es que nuestras ciudades, al igual que no son ajenas al devenir de los tiempos y a los cambios históricos, tampoco lo son a la acción de las personas que las habitan. Es muy difícil engañar a la ciudad pues somos nosotros mismos. La ciudad es el reflejo de nuestras mejores virtudes y también de nuestros miedos y miserias.
Y nada nos da tanto miedo ahora mismo como el cambio climático. Tanto miedo nos da, que apenas ocupa espacio en la conversación pública, porque creemos que es más sencillo no hablar de ello, hacer como que no existe, negarlo. Y sin embargo cada día sufrimos sus consecuencias, ahí están las noches de calor tropical de este verano en las que fue imposible pegar ojo, las tormentas y las trombas de agua homéricas, el agua del Cantábrico caliente como el pis. También sabemos, aunque nos neguemos a reconocerlo, que esta realidad nos va a obligar a realizar cambios en nuestra forma de vida, en nuestra forma de relacionarnos con la ciudad, en nuestros hábitos. Y esto, a pesar de lo mucho que nos opongamos a ello, va a ser inevitable. Y además va a ser bueno.

Podemos seguir agarrándonos a ficciones negacionistas y conspiranoicas. O recurrir a nociones pueriles en torno a la libertad personal como si fuéramos islas impermeables a la realidad y a las necesidades comunes. O desmontar carriles bici y llenar la ciudad de aparcamientos, terrazas y hormigón. También podemos apostar por la contaminación y el humo y las plazas duras. Podemos tener una pataleta, poner en riesgo fondos europeos, la salud de la gente y afrontar sanciones comunitarias. Podemos sacar pecho en la prensa, hacer declaraciones incendiarias e insultar a los ecologistas. Podemos hacer todo esto… por un tiempo, porque la realidad es tozuda y este ha sido el verano más fresco de todos los veranos que nos quedan por vivir.
Un mundo, el nuestro, el que conocemos y en el que nos movemos con relativa seguridad, se acaba. Un mundo fantástico en muchas cosas y absolutamente estúpido y peligroso en otras. No hay marcha atrás ni vamos a conseguir una prórroga mirando hacia otro lado. Así que más nos vale empezar a pensar en ello y a trabajar juntos para convertir la ciudad y nuestros días en un espacio amable, verde, natural y vivible apostando por un modelo de ciudad en el que se tenga en cuenta el bienestar de la ciudadanía y no las necesidades, los miedos y los caprichos de una parte por encima del bien, y también, del sentido común. O podemos seguir nadando contra corriente, pero se nos acaban las fuerzas y el tiempo.