Hacia 1990, año arriba año abajo, en algunos círculos se sabía que un paisano del occidente asturiano había matado dos osos, furtivamente porque ya desde 1973 el oso es en España una especie protegida. Estamos hablando de un periodo, aquellos años 80 y 90, en que la población cantábrica de osos estaba en el alambre, rondando un censo de tan solo unos cien ejemplares. A pesar de saberse, el SEPRONA -Servicio de Protección de la Naturaleza- no tenía pruebas suficientes para solicitar una orden de registro en el domicilio del fulano. Pero este hombre tuvo la mala fortuna de ser pillado cazando un corzo, por supuesto sin permiso; un equipo del SEPRONA lo trincó cuando entraba en su casa con el animal. El mando al cargo de la movida ordenó a uno de los agentes que revisara un arcón con pinta sospechosa, y el agente, al abrir el baúl, se encontró con un brazo osuno, sin piel, metido en sal. Como la anatomía de los osos tiene cierto parecido con la de los humanos -sus manos tienen cinco dedos dispuestos casi como los nuestros-, el tipo pegó un brinco al grito de “¡Hostia, que aquí hay un hombre en salazón!”.
Han pasado más de 30 años desde aquel episodio y hoy la población de osos goza de mejor salud. Aproximadamente unos 350 ejemplares -que tampoco son unos números como para tirar fuegos artificiales- habitan desde las montañas orientales de Galicia hasta el sur de Cantabria, ocupando prácticamente todo el espinazo principal de la cordillera Cantábrica.
Hace pocos días conocíamos la noticia de que un oso con su cabeza aprisionada en un bidón había aparecido en las montañas del alto Sil, casi en la frontera de León con Asturias. Por fortuna el oso pudo ser sedado y liberado. También en las últimas semanas conocimos la muerte por atropello de al menos tres ejemplares en distintas carreteras de Asturias y León. Y son cada vez más frecuentes los avistamientos de osos no ya en la proximidad de los pueblos -algo que por otra parte es normal en un espacio como la cordillera Cantábrica con muchos pequeños núcleos dispersos- sino en el interior de estos, incluso en poblaciones grandes como Villablino o Ponferrada, donde un oso se paseó por una barriada en 2022.
Vaya, osos que meten la cabeza en bidones y contenedores de basura, osos en las carreteras, osos casi urbanos. ¿Nos están comiendo la tostada los osos? Bueno, quizás habría que buscar las razones de todo esto e invertir los términos de la pregunta; igual somos los humanos los que estamos comiendo la tostada a los osos y estos, apretados, se buscan cómo y donde pueden las habichuelas.
El conocimiento científico aplicado a las políticas y proyectos de conservación ha sido
fundamental para el crecimiento de la población de la especie -y eso que por ejemplo en
Asturias el Plan de Recuperación lleva pendiente de revisión desde 2007, más de 15 años-, y se ha producido un importante cambio positivo en el modo de cómo se valora la presencia de osos. Pero ¿están los osos fuera de peligro? Pues no, no lo están porque ni el número de osos es suficiente para lo que los expertos consideran una población viable, ni el espacio que necesitan estos bichos para vivir es suficientemente amplio ni goza del estado de conservación que sería deseable.
Que varios osos mueran atropellados en poco más de un mes puede ser una concatenación
accidental, pero lo cierto es que las carreteras de montaña del suroccidente, donde
principalmente viven los osos en Asturias, o la propia autopista del Huerna -en la que se
produjeron dos de los recientes casos de atropellos- han tenido en estos últimos años,
particularmente este pasado verano, un importante incremento de tráfico relacionado con el boom turístico de la cornisa cantábrica. Los atropellos de osos, al igual que sucede con los linces -cuya primera causa de mortalidad está en las carreteras-, mucho me temo que van a ser cada vez más frecuentes en los próximos años. Hay unos pocos osos más, sí, pero algunos indicadores apuntan que hay muchos más vehículos circulando por áreas oseras en los llamados periodos vacacionales. Por no hablar de las decenas de grabaciones de osos en carreteras, en muchos casos imprudentemente seguidos por conductores con el único objetivo de lograr un momento de gloria en redes sociales.
Pero no solo hay más coches, es que también somos más visitantes en los espacios naturales -a la captura de selfis, de ‘refugios climáticos’ y de cachopos- y es que, a pesar del vaciado demográfico de muchas zonas de montaña, los usos en el monte no se han aminorado: a los aprovechamientos de ocio en la naturaleza se suma un incremento en la explotación con usos ganaderos, mineros, forestales o energéticos.
Los osos necesitan grandes espacios para vivir y para alimentarse. Cuando los osos se
desplazan en busca de alimento, de refugio o de relaciones -los osos y las osas follan en
primavera, love is in the air-, corren más riesgos si hay más coches circulando, y a su vez corren más riesgos cruzando las carreteras si se ven inquietados si hay más gente haciendo rutas de montaña, más vacas, más complejos eólicos o más cazadores, actividades todas ellas que perturban a los osos, así son de tiquismiquis.
Llegados a este punto nos tenemos que empezar a plantear cuánto espacio estamos
dispuestos a dejar para los osos cantábricos -y de paso a urogallos, tejones o musarañas- y en qué condiciones. Nuestro oso con la cabeza metida en un barril de plástico es una metáfora de la situación en que viven los osos cantábricos, unos bichos formidables un poco convertidos en peleles a los que vendemos como reclamo turístico y de los que hacemos imanes para la nevera como recuerdo, pero que viven amenazados como esas tortugas que aparecen atrapadas en redes de pesca.
De aquel oso metido en salazón con el que abría, hemos pasado a un oso con la cabeza metida en un bidón. Es cierto, el primero no tuvo la oportunidad de seguir viviendo como este, pero si queremos conservar una pequeña parte del territorio salvaje tenemos que empezar a asumir compromisos que conlleven algunos sacrificios.