Han querido las circunstancias que el primer Gobierno estatal de coalición y el primero compartido entre fuerzas de izquierda desde la recuperación de la democracia en España, se las tenga que ver con la mayor crisis sanitaria que las últimas generaciones hemos conocido, teniendo que destinar todos los recursos y esfuerzos a atajarla. Los servicios básicos podrán resentirse seriamente si la crisis se alarga y eso son palabras mayores. A su vez, el frenazo del crecimiento, la recesión –que en el mejor caso debería ser breve en el tiempo-, las dificultades de las arcas públicas, el incremento del desempleo y las consecuencias sociales que sucederán, hacen su aparición de golpe y porrazo. El Ejecutivo del PSOE y Unidas Podemos, configurado con un programa socialdemócrata clásico de recuperación de derechos sociales y servicios públicos, gobernanza económica, diálogo territorial y combate a la involución, enfrentará una realidad totalmente distinta de la prevista. Su programa denominado “Coalición progresista. Un nuevo acuerdo para España” queda, simplemente, sobrepasado por una realidad inesperada y de extrema gravedad.
PSOE y Unidas Podemos deberían revisar serenamente los contenidos de su acuerdo, reordenar propuestas y reformar en coherencia el Gobierno.
No habrá capacidad económica, ni de lejos, para afrontar muchos de los compromisos, las urgencias legislativas son ya bien distintas y la prioridad no podrá ser fortalecer el Estado social sino evitar el derrumbe de servicios públicos y reanudar la actividad tras el parón. El cambio de agenda, es, por lo tanto, inevitable, aunque no suceda lo mismo con la orientación política que la inspiraba. Cuando pase lo peor de esta crisis de salud pública, por lealtad democrática con los votantes y con la ciudadanía en general, PSOE y Unidas Podemos deberían revisar serenamente los contenidos de su acuerdo, reordenar propuestas y reformar en coherencia el Gobierno. Y si antes la situación sanitaria y social se descontrola, que esperemos no sea el caso, no debería ser anatema alcanzar acuerdos generales de crisis con otras fuerzas democráticas, o al menos plantearlo.
De la duración de esta situación y de las consecuencias sobre las costuras sociales e institucionales y sobre la misma fábrica y sustento de nuestra democracia, todo está por ver. Los escenarios distópicos, pero en absoluto inverosímiles, dibujan un reforzamiento de las autocracias y las mal llamadas democracias iliberales, aupadas por el pánico, la renuncia individual a la libertad, la desconfianza hacia el otro y el uso más intrusivo de las tecnologías de la información y la inteligencia artificial. Cayendo en el optimismo antropológico, agarrémonos no obstante a la multitud de ejemplos de civismo y responsabilidad de estos días, a la toma de conciencia sobre la importancia de la cohesión social y los servicios públicos, o a la renovada alteridad y empatía que compite en contagio con el virus, para pensar que habrá una toma de posición colectiva solidaria, tendente a promover los bienes públicos y a recuperar el espacio común. Si eso fuese así, si fuésemos capaces de prepararnos para evitar o minimizar crisis sanitarias futuras y si, pongámonos doblemente voluntaristas, después de la zozobra estuviésemos en condiciones de apreciar que la inseguridad sanitaria, climática, digital y social son males de nuestra época que no debemos minusvalorar ni un minuto más, habrá entonces grandes motivos para la esperanza.
Como de nada sirve acurrucarse en la esquina de nuestra casa –aunque nos quedemos en ella- presos de la congoja, toca comenzar, cada uno desde su responsabilidad individual, a pensar cómo construir una respuesta progresista, civilizada y democrática a los retos que vendrán para los meses venideros. Un Gobierno que esté a la altura, sea riguroso y solvente, no esconda en eslóganes la gravedad de los problemas que se presentarán, piense en las respuestas sociales y, en lo posible, no se vea superado por los acontecimientos, eso ya sería un sueño cumplido.