Si hay una idea recurrentemente invocada en la lid política desde todos los pagos ideológicos, es la idea de libertad. A raíz de la denegación del paso de la Comunidad de Madrid a la fase 1 de la “desescalada” se han empezado a producir concentraciones y manifestaciones en los barrios de mayor renta del país, con el madrileño Barrio de Salamanca como avanzada, que tratan de reeditar el 15M en versión conservadora y que han dado lugar a un manifiesto suscrito por destacadas plumas de la derecha como Fernando Sánchez Dragó o Alfonso Ussía. Lo que se ha dado en llamar “la rebelión Cayetana” denuncia, muy en la línea de la retórica manejada por VOX (que ayer convocó manifestaciones motorizadas) y por el PP de Pablo Casado, el peligroso achicamiento de las libertades públicas que estarían suponiendo el estado de alarma y las medidas de confinamiento. Estaríamos, según los manifestantes, ante un gobierno totalitario que no tendría además empacho en hundir intencionalmente la economía, animado por un prurito liberticida, restringiendo las actividades hosteleras, el turismo y la libertad de movimientos.
No debemos ignorar la posibilidad, no obstante, de que lo que ha comenzado como una movilización de las rentas altas pueda ir permeando a otros estratos sociales, principalmente a los votantes de las derechas entre los sectores populares, conforme avance el gigantesco colapso económico que ha provocado el COVID-19 y crezca la desazón.
Es obvio que toda esta retórica inflamada tiene mucho de puro filibusterismo para tratar de tumbar al gobierno de España. Los mismos sectores que en marzo consideraban que la celebración de las manifestaciones del 8M fue poco menos que un acto genocida, que explicaría el enorme número de muertes y afectados en España, exigen ahora el fin súbito de las medidas de confinamiento cuando nos acercamos a los 28.000 fallecidos y los expertos advierten del peligro de un rebrote y de la necesidad de prepararnos para una nueva oleada tras el verano. No consideran, naturalmente, como factores explicativos el enorme flujo turístico que recibe España, el envejecimiento poblacional, los grandes eventos deportivos, la actividad hostelera o que las actividades económicas y la circulación no empezaran a restringirse hasta una semana después del 8m. Todo se reduciría a la incompetencia e iniquidad de quienes están al frente del gobierno español, aunque las competencias sanitarias o la gestión de los geriátricos estén transferidas a las comunidades autónomas. Por otro lado, esta retórica trata de evitar que se hable del deterioro del sistema sanitario y de los servicios públicos que viene sufriendo España en las últimas décadas; y no sólo por los modelos de gestión privada de la sanidad impulsados por el PP en Madrid o Valencia, por la antigua CIU o la externalización de servicios que también han practicado gobiernos autonómicos del PSOE (recordemos GISPASA en Asturies), sino también por las políticas de austeridad impuestas desde la UE.

Es verdad que filósofos como Giorgio Agamben advirtieron de la posibilidad de que estuviéramos ante el intento, a nivel global, de consagrar el estado de excepción como una nueva normalidad institucional que yugulase definitivamente las libertades. Pero la magnitud de la pandemia ha desbordado todas las previsiones y ha acabado provocando una crisis sanitaria global, inédita en Occidente desde la II Guerra Mundial. En este sentido, el recurso a un instrumento previsto constitucionalmente como el estado de alarma (artículo 116 de la Constitución Española), pensado para hacer frente a catástrofes naturales o crisis médicas y que en nuestro país debe ser aprobado y prorrogado en sede parlamentaria, no parece que obedezca ahora a ninguna intención aviesa sino precisamente a salir al paso de una emergencia sanitaria. Tampoco parece muy creíble que en un sistema económico basado en la circulación y consumo de bienes y servicios la paralización de la actividad económica pueda responder, meramente, a la pretensión del gobierno de llevar a cabo una suerte de ingeniería social, a costa de comprometer su continuidad

Claro que un estado de alarma supone, por definición, limitar circunstancialmente el ejercicio de las libertades públicas: particularmente, en este contexto, los derechos de reunión y circulación. Claro que los dispositivos de control social del estado no son asépticos sino que favorecen políticas represivas. Cabe la posibilidad de que esta coyuntura traiga aparejados retrocesos en los derechos civiles contra los que habrá que estar vigilantes, pero el ámbito de la libertad no es nunca, ni podría serlo, un espacio sin restricciones.
Las libertades, como capacidad efectiva de actuar y decidir del sujeto en el marco de la vida común o en el ámbito de su vida personal, siempre están sujetas a límites. En una sociedad democrática los límites tienen que estar fijados en torno al respeto a los derechos humanos y no sólo a la preservación del orden social, sin dejar de tener presente que toda articulación del orden social responde a un equilibrio de fuerzas entre los diversos colectivos e intereses socio-económicos. Ya sea la libertad de expresión, que no puede amparar prácticas difamatorias o incitaciones al odio; ya sea la libertad económica o empresarial, recortada por los derechos laborales y los mecanismos para corregir la desigualdad, o por regulaciones medioambientales; ya sea la libertad de un padre para decidir acerca de la educación de sus hijos que, en modo alguno, puede suponer privarlos del acceso a conocimientos científicos o nociones básicas de cultura general esgrimiendo las convicciones morales y religiosas, o pretender aislarlos, veto parental mediante, de los valores fundamentales de la sociedad democrática.
Naturalmente, no hay una fórmula matemática ni un principio científico para calibrar los límites que tengan que tener los derechos y libertades. “Mis derechos terminan donde empiezan los de los demás”, reza la máxima del liberalismo clásico. Pero fijar, ¡y legislar!, dónde han de empezar o acabar la libertades responde a un cúmulo de deliberaciones, conflictos y a la movilización de diversos colectivos agraviados (el feminismo, los movimientos LGTBI o la lucha contra el racismo, pero también el movimiento obrero) que han ido ampliando y consolidando las libertades civiles y sociales. Conquistas, por cierto, que son siempre reversibles.
Dicho todo esto, más allá de las hipérboles retóricas tan al uso en el debate político español y en el trasfondo de estas nuevas movilizaciones, late una continuidad dentro del heterogéneo espacio de las derechas que hoy enarbolan la bandera de la libertad. Ya sea la Alt Right o el Tea Party estadounidenses, el entorno de FAES, los gurús mediáticos de la derecha dura o los foreros y tuiteros que se hacen eco de toda la panoplia de campañas virales y bulos, todos ellos se presentan como activistas en favor de la libertad, en sus diversas vertientes, que estaría siendo socavada por las izquierdas culturales y políticas. La pretensión de corregir la desigualdad interferiría con el respeto a la propiedad y con la iniciativa económica; la defensa de los derechos de diversos colectivos o el feminismo se habrían convertido en un insufrible rigorismo moral, la dictadura de lo políticamente correcto, que limitaría el ejercicio de la libertad de expresión. Las restricciones a la libertad de movimiento en España, utilizando el estado de alarma como un estado de excepción encubierto, según esta lógica, no serían más que un nuevo episodio de la cruzada de las izquierdas contra la libertad.
Más allá de la paradoja de que quienes celebraron la promulgación de una Ley de Seguridad Ciudadana notablemente restrictiva, festejaron el encausamiento de Willy Toledo por un anacronismo jurídico como el delito de ofensas al sentimiento religioso o se opusieron al matrimonio gay, puedan presentarse como defensores a ultranza de los derechos civiles, nos topamos aquí con una concepción hiper-individualista de la libertad. Una visión derivada de una interpretación de la sociedad como un puro agregado de individuos donde los procesos históricos que determinan la desigualdad, las condiciones que imponen nuestra estructura productiva y el marco geopolítico a la situación social y económica, o los dispositivos culturales que propician la discriminación machista o la homofobia serían factores puramente accesorios. La circunstancia política y sus vicisitudes se resolverían así en si el dirigente o el partido de turno son más o menos competentes, más o menos sectarios o sensatos, de la misma forma que la situación económica de un sujeto respondería, supuestamente, a sus méritos personales.
Con todo, el verdadero peligro de esta retórica, fuera de que esté prendiendo en amplios estratos sociales, es que acaba convirtiendo el debate público en una diatriba acerca de actitudes personales, adobada con cruces de apreciaciones gruesas. Si todo se reduce a la bondad o maldad de los dirigentes políticos de turno, a su supuesto escaso respeto personal por las libertades, no cabe hablar de los problemas estructurales que aquejan al país: un modelo productivo basado en la precarización laboral y en sectores estacionales como el turismo, que nos hace muy sensibles a los efectos económicos de la pandemia, la desindustrialización o la cicatería de los países del norte de la UE a la hora de articular mecanismos de rescate económico a través de las instituciones comunitarias, a pesar de beneficiarse de los desajustes de la zona euro en detrimento nuestro.