Mayo ya no es lo que era. Las efemérides se nos apelotonan como las batallitas a partir de cierta edad. Por cada fiesta de cumpleaños recordamos un funeral, y a veces no sabemos ni qué ponernos. ¿A lo del 15M cómo vamos, de luto o con la camiseta de la suerte? ¿Qué cara ponemos a final de mes, la de las municipales de 2015 o la que se nos quedó cuatro años después? ¿Y las últimas generales qué, son las de la ultraderecha o las de la coalición progresista? Para lo de las ciudades del cambio, sin embargo, no hay ni que vestirse. No se celebra. El mayor éxito electoral de los de abajo desde la II República se ha caído del calendario de festejos. Es la hostia, con perdón.
Breve estampa para recién llegados. En mayo de 2015, cuando éramos jóvenes, ganamos. Las candidaturas de los poetas, como las llamaba despectivamente un viejo y prosaico comunista gallego que entonces no había cumplido los cuarenta, se hicieron con un puñado de alcaldías en todo el estado. Las que te sabes de memoria y muchas otras más pequeñas. A las cotas de apoyo popular alcanzadas en aquellas municipales, por encima del 30% en algunos casos, no le hacen falta adjetivos ocurrentes. Basta compararlas con las que vinieron después. Nadie, entre los nuestros, ha logrado igualarlas. Y todavía hoy, aunque no sabríamos situarlos en un mapa mudo del reino, hay alcaldes peleando con el 35% de su gente detrás. Te lo juro. Pero no lo celebramos.

Fueron cuatro años como cuatro siglos, con su camisita y su canesú. Estaba allí, lo confieso, y por eso escribo con las heridas puestas. Acertamos y nos equivocamos. Cumplimos y decepcionamos. Algunas de nuestras promesas resultaron ser útiles para las clases populares y otras no tanto. Se nos rompieron algunas herramientas y dejamos para otro día, lamentablemente, un par de diagnósticos notables. Levantamos una agenda urbana alternativa que nos sobrevivirá, quizá expropiada y en otras manos. Aprendimos y todo lo contrario. Nos machacaron. Nos machacaron por tierra, mar y aire. Y al final, sorpresa, perdimos. Todo habría sido diferente sin la repetición electoral del 28 de abril, ahí lo dejo, pero perdimos. Quedan alcaldes, alcaldesas y cientos de ediles, algunos con más votos que la primera vez, pero perdimos. Con el 20%, otra marca histórica, pero perdimos.
Perder es una mierda. Lo digo ahora que sólo llevo cuatro párrafos para que nadie siga leyendo si lo que busca es otra cosa. Esto no es un homenaje. Aquí no hay melancolía. Estetizar la derrota está muy bien, yo también lo hago en la intimidad, con vosotros perdería otras mil veces y todo eso. Pero no va a salvar ninguna vida. El derecho a la ciudad, que es el nombre de una batalla inacabable, la nuestra, la que libramos en la trinchera de la proximidad, no se construye perdiendo. Perder es una mierda y no escribo esto para convencer a nadie de lo contrario. Me han pedido un artículo para una efeméride proscrita y hago lo que puedo. Malamente.

Tampoco es el mejor momento para esto, la verdad. “Esto” es el debate, la autocrítica, el análisis no conciliado, la memoria, yo qué sé, algo que sea más útil que lamerse las heridas o pasar una detrás de otra las hermosas fotografías, porque mira que son hermosas, de aquella primavera. La política de bloques ha vuelto, y por eso no sabemos qué ponernos en lo del 15M. Jugamos en un campo estrecho, duro. Todos los domingos son fuera de casa. Patadón o autobús, nos dicen. No hay otra. Progresismo o barbarie. Lealtad. Omertá. Malos tiempos para el juego entre líneas y los pasadores al bies. Es la hora de la prosa. El brazalete lo lleva el comunista del segundo párrafo. Los poetas al banquillo y sin rechistar, que no toca. Hace daño. Siempre acariciamos la hipótesis de que al municipalismo le correspondía un papel clave, crítico, en el complejísimo ecosistema del bloque del cambio. El tiempo, creo, nos ha dado la razón de la peor manera posible. A golpes.

Con nosotros se cumpió la profecía de Marx sobre la Comuna de París. Ganamos antes de tiempo y nos quedamos solos demasiado pronto. Nos querían solos y nos encontraron peor, divididos. Alguna responsabilidad tendremos en eso. En el gobierno nos faltó la inteligencia precisa para construir alianzas sólidas que sostuviesen nuestros proyectos de cambio fuera del palacio. Siempre se gobierna en coalición, siempre. La cuestión es con quién. El municipalismo, esa cosa prometedora que durante un tiempo estaba en boca de todo el mundo –ahora también, pero en universidades y elecciones extranjeras-, nunca hizo lo que prometió mil veces: organizarse. Con algunas excepciones, como el proceso de Mareas en Común en Galicia o algunos foros de reflexión y motivación de temporada, las candidaturas llegaron a la reválida de 2019 más solas que la una. Cada una por su lado y en algunos casos compitiendo con antiguos compañeros de viaje.
A veces repaso la lista de los que ya no están, o trato de recordar cuando fue la última vez que alguien dijo, sin avergonzarse, que aquella renta social o no sé qué política participativa fueron la hostia. Pienso en Xulio Ferreiro, mi alcalde, que ha vuelto a las aulas, y me pregunto si no nos haría falta una política circular y sostenible. Sin despilfarro. Con un uso más responsable de aquello que no es renovable, como la confianza de la ciudadanía, y de lo que sí lo es, pero que es también escaso y lento y difícil de obtener, como la acumulación de fuerzas, la experiencia de gobierno, la formación de cuadros, las alianzas, las políticas públicas emblemáticas, los liderazgos, los saberes organizativos y los resultados electorales. Una ecología de las victorias y las derrotas, por favor.
Como no soy madrileño, hablo de lo que tengo más cerca sin esperar que eso te explique nada a ti, que estás en otra parte. Pero a lo mejor tú también crees que estamos tan entretenidos enterrando el mayor éxito electoral de los de abajo desde la II República (esto es una rima) que no vemos que perder, además de ser una mierda, ha supuesto un retroceso para las clases populares en el peor momento. A lo mejor tú también has visto regresar la ciudad post-política, porque un ayuntamiento es gestión, la economía es cosa del estado y la participación un coñazo, hay que entenderse con todo el mundo y construir más vivienda, sobre todo eso, vivienda, porque los promotores son los padres.

En un par de años hemos decretado no sé cuántas veces la muerte del 15M y el cierre por arriba, en clave termidoriana, del ciclo de cambio. Pues debajo de los adoquines estaba el coronavirus, queridos, y con él una crisis social y económica que ya se larvaba antes de la pandemia y que va a dejar la Gran Recesión de 2008 a la altura de un resfriado común. Viene otra intemperie, y quizá no se reabra nada que se hubiese abierto antes, tal vez no sirvan las herramientas y los dispositivos que se nos ocurrieron en la gran fiesta de la impugnación de 2015, pero algo hará falta. Volvamos la vista atrás, al Programa de Mayo, a lo que nos unió entonces: democracia económica, rescate social, radicalización democrática y compromiso ético. Ahora dime que no tiene sentido.
Las ciudades del cambio y nosotros que las quisimos tanto. El título no es mío. Venía con la invitación a escribir esto y lo acepté sin rechistar. Uno no elige el tablero. A mí, por ejemplo, no me gusta jugar en un campo estrecho, duro, al patadón. No soy tampoco de poner el autobús atrás. Detesto la melancolía y dar por perdido el partido en el minuto 30 de la primera parte. Hay que disputarlo entero, hasta el final. Sudarlo. Agotar el tiempo, las bandas, el pulso, las ideas. Y con once, siempre con once, nunca con menos. Aquí no sobra nadie. Se juega con lo que hay, no con lo que nos gustaría que hubiese. Y lo que veo desde el balcón es intemperie y miedo y señoritos en coche y banderas como armas arrojadizas y todo eso que no nos deja ver la playa, los grupos de apoyo mutuo, las vidas que salvamos, el municipalismo. Y yo, con los grupos de apoyo mutuo, con el municipalismo, contra la intemperie, perdería otras mil veces. Aunque sea una mierda.