Hubo un tiempo, allá por el año 800 a.C., en el que lo que ahora conocemos como Chao Samartín fue el lugar donde unas gentes construyeron, al pie de una roca erguida sobre el acantilado, una gran cabaña de madera para celebrar arcanas ceremonias; un tiempo en que una pequeña comunidad instaló sus viviendas en ese promontorio sagrado. Más tarde, hubo otro tiempo durante el cual el enclave se convirtió en una aldea llena de vida con sus murallas, sus cabañas y su edificio de sauna. Algo más tarde, hubo un nuevo tiempo en que otras gentes venidas de lejos impusieron nuevas costumbres y tributos para un Imperio y construyeron un gran edificio con pinturas en sus paredes y baños calefactados. Hubo aún otro tiempo, el último como poblado, sobre el año 180 d.C, en que la tierra tembló de pronto. Pero aún hubo más; hubo un nuevo tiempo de ruina y hubo otro más tarde, el de la monarquía asturiana, en que los habitantes del entorno, conocedores como eran del carácter sagrado de aquel lugar, enterraron allí a sus muertos y utilizaron las viejas ruinas como cantera. Y hubo luego un tiempo de abandono, que no de olvido completo, y lo que había sido aldea y cementerio se convirtió en tierras de labor. Y pasaron los siglos y vinieron otras gentes interesadas en lo que allí había sucedido. Hubo entonces otro tiempo de descubrimientos en que primero un señor llegado de Oviedo, el profesor José Manuel González, reconoció el castro para la ciencia y más tarde, en 1977, un grupo de lugareños encabezado por un caballero de barba poblada y boina, Pepe el Ferreiro, exhumaron parte de una cabaña de aquellos otros tiempos. Algo más tarde, a partir de 1990, hubo un nuevo tiempo de excavaciones arqueológicas y celebrados descubrimientos, que pusieron de renovada actualidad después de casi 2.000 años aquel paraje junto a la gran roca del acantilado.

Pepe el Ferreiro, a comienzos de la década del 2000, cuando se comenzaba a excavar el cementerio medieval. Foto Ángel Villa.
Este periodo de investigaciones, iniciadas por el profesor de la Universidad de Oviedo Elías Carrocera durante un corto periodo, desgraciadamente carente de aportaciones científicas o divulgativas relevantes, y continuadas a partir de 1995 por el equipo dirigido por el arqueólogo Ángel Villa, ha dado un vuelco a los patrones de interpretación del mundo castreño en la región. En primer lugar, ha quedado definitivamente superada la vieja hipótesis que defendía la fundación generalizada de los castros del occidente asturiano en época romana y se ha impuesto la certeza de unos orígenes antiguos, acordes con lo que acontece en áreas limítrofes y que se remontan a principios del primer milenio a.C. El yacimiento ha permitido además caracterizar algunos de los rasgos fundamentales de la Edad del Hierro autóctona, definiéndola como una cultura de rasgos genuinos y expresiones arquitectónicas vernáculas de gran singularidad como las saunas rituales. Los trabajos en el Chao Samartín han contribuido también de forma notable a conocer los pormenores del complejo y crucial fenómeno de romanización de estos territorios, gracias entre otras razones a la asignación al enclave en esa época de un papel de centralidad que se materializa en la construcción de una domus romana única en Asturias. Por si fuera poco, las excavaciones han ayudado a comprender la reutilización de los viejos espacios castreños en época medieval, con las connotaciones simbólicas aparejadas. Esta gran contribución al conocimiento de estos periodos de la historia de Asturias han sido posibles gracias no sólo a lo prolongado de los trabajos y lo sostenido de la inversión pública, sino también a la excepcionalidad del registro arqueológico, al que contribuyen episodios puntuales como el del seísmo que provocó su abandono en época romana.

Detalle de algunas estancias de la domus romana que se levanta en el sector norte del yacimiento. Foto: Ángel Villa.
Pero la historia del lugar no acaba aquí. Asistimos en estos días al que podría ser el último episodio del Chao Samartín. Un capítulo que de materializarse pondría en riesgo toda esa memoria milenaria, reduciendo la rica complejidad del yacimiento a la uniformidad globalizadora de un parque temático. Y es que, efectivamente, el yacimiento se encuentra ante la mayor amenaza de su historia, sustanciada en un proyecto de consolidación de sus ruinas promovido por el Ayuntamiento de Grandas de Salime e incomprensiblemente consentido y cofinanciado por el Principado de Asturias y el Gobierno de España.
El proyecto sorprende desde su concepción misma por la endogamia del equipo redactor, exclusivamente compuesto por arquitectos, y por la ausencia del imprescindible análisis específico del valor patrimonial del yacimiento respecto a los objetivos y criterios de la intervención. Esta carencia esencial explica las soluciones aberrantes y desfasadas, con recurso a materiales y técnicas manifiestamente inapropiadas y muy alejadas de las aconsejadas en los protocolos internacionales de restauración arqueológica al uso. Por si esto no fuera suficiente, la intervención mutila el relato histórico, borrando fases enteras de la exhibición que se pretende y privilegiando por su monumentalidad unas fases sobre otras. La grosera ignorancia que el proyecto exhibe en cuanto a los pormenores de la historia del sitio arqueológico, que denota por lo demás un nulo acercamiento a la extensa bibliografía a disposición, explica detalles grotescos de la propuesta, que llega, por ejemplo, a interpretar como reconstrucciones contemporáneas lo que son fábricas antiguas correspondientes a reformas constructivas perfectamente explicadas en la literatura arqueológica o a reconstruir con gaviones muros cuya ausencia constituye precisamente la única huella física de la frecuentación medieval. La falta de solidez del documento y sus carencias básicas son tales que han dado lugar a un aluvión de críticas en las que confluyen especialistas en arqueología y restauración, el equipo de investigadores que excavó el yacimiento, asociaciones profesionales del ramo, colectivos dedicados a la defensa del Patrimonio Cultural como la prestigiosa asociación Hispania Nostra y hasta el propio ICOMOS (organismo asociado la UNESCO), que no ha dudado en calificar el proyecto de potencialmente lesivo y de recomendar “la refacción total” del mismo.

Sobrepasados por la unanimidad en el rechazo, la Consejera de Cultura del Principado de Asturias y el Alcalde de Grandas de Salime nos anuncian ahora que el proyecto que se va a ejecutar no será el mismo que en su día se aprobó sin reparos y con felicitación expresa al promotor, sino otro, ignoramos cual, que recogerá profundas modificaciones para introducir lo que consideran sugerencias. Un parche que obvia que lo que piden los críticos es la retirada del proyecto y la redacción de uno nuevo integrado por un equipo multidisciplinar y acorde a las recomendaciones internacionales. Parece que los asturianos, al menos en cuanto a protección de nuestro patrimonio cultural, nunca podemos aspirar, no ya a lo mejor, sino simplemente a lo correcto.
El Chao Samartín necesita una intervención global de consolidación. Y merece un proyecto a su altura, que no hurte la visión de toda su complejidad, pluridisciplinar, respetuoso con su legado y contemporáneo en sus soluciones. De no imponerse la cordura que se reclama con insistencia desde todos los ámbitos, el castro vivirá un último e irreversible episodio convertido, eso sí, en un magnífico ejemplo de cómo no se debe gestionar un bien del patrimonio cultural. Nos encontramos ante la última oportunidad de poner freno a lo que tarde o temprano se reconocerá como un atentado en toda regla y de consecuencias en buena medida irreversibles.