Llamar a un libro “novela obrera” tiene, en pleno siglo XXI, algo de provocador. Y sin embargo Hoja de Lata lo había hecho ya con Tea rooms de Luisa Carnés, novela maravillosa que animo a abrazar a todo aquél que no lo haya hecho todavía. Alberto Prunetti va un paso más allá, porque él escribe en el ahora y sin el refugio de haber sido rescatado de entre los olvidos de hace un siglo. Se planta en mitad de este desindustrializado sur europeo para irrumpir, quizá sin pretenderlo, en los debates eternos sobre la actualidad o no de la clase haciéndolos parecer lo que son: estériles y artificiales.
Dice Isaac Rosa en el prólogo de Amianto que lo que Alberto Prunetti ha escrito es y no es una novela. Tiene razón. Quizá porque estamos acostumbradas a historias sin interrupciones que se desarrollan en un plano distinto a la realidad y sin contacto con ella, o quizá porque lo que Prunetti hace es ir hilando (empalmando y soldando, dice él; hasta para las metáforas laborales hubo siempre género) una sucesión de recuerdos con historias de terceros, construcciones infantiles, descripciones de la evolución industrial de media Italia y apuntes técnicos sobre el proceso de la demanda por la muerte de su padre. En un columpio donde el alante-atrás se funden con la materialidad del presente y el aura de cuento que tienen siempre los recuerdos de nuestra infancia.

Se ha escrito ya bastante sobre Amianto, y casi todo gira en torno a dos ideas: el derecho de la clase obrera de narrarse a sí misma, y una celebración de la vida (“queremos el pan, pero también las rosas”) que se cuela por entre los resquicios de las jornadas laborales maratonianas, las viviendas precarias y la supervivencia comunitaria. Falta todavía, a mi entender, plantearnos varias preguntas: ¿por qué es útil leer Amianto, qué aporta más allá de memoria y justicia representativa? ¿Y cuáles son las contradicciones y los silencios que se esconden en la novela? Comencemos por el principio.
Amianto es la historia (o más bien, retazos de la historia) de Renato, padre del autor, tubero soldador muerto a los 59 años tras 35 de trabajos industriales con exposición al metal tóxico. A partir de él, Prunetti realiza un retrato bello y sin requiebros de los procesos de construcción identitaria de la clase obrera occidental de la segunda mitad del siglo XX, de sus rituales cotidianos y de su forma de expresar y experimentar las emociones y los afectos. De vivir la vida, al fin y al cabo. Hay todo un recorrido por fábricas, fundiciones, trenes de mercancías y madrugones agotadores, claro. Pero también por barbacoas, chorizos a la brasa, domingos de jardinería, borracheras memorables y partidos de fútbol. Hay, en el esfuerzo por reconstruir el curriculum laboral de un trabajador del metal, la constatación de que la clase obrera existe también y sobre todo por fuera de lo productivo. De que las formas de ocio y de vida que practicamos y aquellas a las que aspiramos están profundamente marcadas por las condiciones de explotación pero que, aún y con todo, son nuestras.

Más allá de las rutinas profesionales y las maneras específicas de desempeñar y conocer un oficio (sobre lo que se han explayado ya otros textos y por lo que Isaac Rosa hace un prolífico recorrido en el prólogo del libro), seguramente el tema más presente en Amianto sea el fútbol. Prunetti dedica un capítulo entero (“El polvo se levanta”) a los recuerdos de sus partidos sin cancha, a las trampas enseñadas por los entrenadores y a los aplausos encubiertos de amenazas que se merecía de su padre durante los partidos. El fútbol como articulador de la identidad obrera (masculina, aquí volveremos luego), como elemento constructor de las primeras certezas colectivas y de las primeras pasiones. El fútbol desesperado como vía para salir de las Colinas Metalíferas y escapar del destino en la fábrica, un fútbol que poco tenía que ver con el que se practicaba con tamplanza y buenos modales en otros lugares (“los bachilleres jugaban al balón para entretenerse, no para sobrevivir”, nos dice Prunetti) y que es también punto de encuentro ante la televisión y la radio en unos bares donde las ligas regionales se viven con mayor intensidad que cualquier partido de primera.

En el universo de la infancia de Alberto Prunetti, como en tanto otros, no hay mujeres. O, más bien, las que hay aparecen apenas como figuras decorativas. Francesca (su madre) preparando la comida para un día en el campo o esperando, más tarde, a que padre e hijo vuelvan del bar tras ver el partido; la hermana apenas mencionada en algún cambio de bobina, poco más. El mundo proletario se levanta como un mundo de hombres a pesar de que, cuando vuelve al presente, el autor hace un esfuerzo por incorporar al relato de los trabajadores y trabajadoras de la actualidad ese femenino plural que tantas veces falta. Hay un hueco también, en un ejercicio de memoria consciente, para las mujeres que durante décadas lavaron las mantas y los monos de trabajo impregnados de fibras de amianto, pero en cuanto la memoria se vuelve a dejar libre todo lo femenino desaparece. Las claves de autoconstrucción de la identidad obrera (determinados tipos de trabajos manuales, el orgullo profesional, una pretendida autosuficiencia, el fútbol, cierta relación con el alcohol y una normalización de la violencia dentro y fuera del lugar de trabajo) son, de golpe, cosas de hombres. De hombres duros, para ser exactos. Con metáforas sobre el Far West y Steve McQueen incluidas. Dar la pelea contra este dogma y contra la sustitución tramposa de lo universal por lo masculino es tarea nuestra y es tarea urgente. Sin pretender negar esa realidad ni la existencia real de ese tipo específico de identidad obrera pero sí situándola rodeada de muchas otras que, al ser contempladas en conjunto, dan forma a ese magma heterogéneo y contradictorio que es la identidad de clase. Del conjunto y no de una parte limitada de la clase.
Prunetti sí da, pese a esto, muchas otras batallas. Una es su propia reivindicación como obrero, como “trabajador cognitivo precario” que no se ha tragado la farsa de que estudiar y evitar la fábrica permitía escapar de la subordinación de clase y que, sobre todo, se reconoce como igual en condición a su padre y a los compañeros de su padre. La segunda es la embestida contra el enemigo de clase (“idos a la mierda, de corazón os lo digo (…), desde el jefecillo hasta la cúpula de la patronal industrial italiana”). Y la tercera, claro, es la pelea por la vida. Amianto es un grito por que la vida no sea eso que se evapora entre el primer salario y la pensión de jubilación sino otra cosa radicalmente distinta, por el derecho a trabajar sin ser explotados y sin que se nos arrebate la salud, se nos arranquen los años y se nos destroce por dentro. Más allá de hacer justicia pública para Renato, Amianto nos ayuda también a hacer justicia (a demandar la vida) para todas nosotras.