Vivimos tiempos de polarización. Lo dice Iñaki Gabilondo. Lo dicen dos de cada tres artículos de opinión. Si te fijas bien, es probable que sea la palabra que dibujen las letras de la sopa. «Polarización» y «conflicto» son quizás las palabra más repetidas para definir, en el mundo occidental, el ambiente político de nuestra época. Prestemos, pues, nuestra atención a estas palabras.
Parece que en esto de la polarización hay sin duda un fuerte componente emocional. Al fin y al cabo solemos identificar sus efectos con una disposición de ánimo exacerbada, que es al mismo tiempo colectiva -la tendencia a la consolidación de esferas de opinión divergentes y con pocos puntos en común- e individual -la tendencia a un apasionamiento y una visceralidad en la defensa de nuestra propia esfera de opinión-.
Si hay otra palabra que se repite para definir el ambiente político de nuestra época, aparte de «polarización», es «emocionalidad». La comunicación política apela de forma cada vez más evidente a emociones primarias, el debate público ha dejado de ser racional para ser eminentemente emocional, and so on and so on.
La comunicación política apela de forma cada vez más evidente a emociones primarias
Así que es fácil y tiene cierta lógica achacar la polarización a una disposición subjetiva. Un estado emocional extendido por el cuerpo social y alimentado por las máquinas del fango de la información, las nuevas tecnologías de la información. Aquí también and so on and son on.
O más específicamente, una politización de las emociones. Pero las emociones son lo contrario de la razón ¿no? No deberían por tanto ser parte de la política. Al menos no ser una parte tan importante, tan central… O sea hay una jerarquía, una especie de pirámide. Las fases evolutivas del cerebro y todo eso. Las emociones están del lado de lo animal, de lo tribal en el mejor de los casos. No de lo Político. No con mayúsculas. No como debería de ser. Con las emociones no se puede negociar. Ni dialogar. Ni siquiera somos demasiado capaces de negociar con nuestras propias emociones.
Imagen real del polémico montaje de VOX.
En el siglo XXI el problema de la política es su saturación emocional. Esa es la razón de que la política en el siglo XXI se haya convertido en sinónimo de conflicto. Si «emociones= conflicto» y «emociones=política», entonces «política=conflicto». Es un silogismo condicional básico. Lo aprendí en primero de filosofía.
Y la política no debería ser sinónimo de conflicto ¿no? La Democracia no al menos. No con mayúsculas. No como debería ser. Quizás el problema sean los políticos. Al fin y al cabo ¿no les pagamos para que se pongan de acuerdo?
Hasta aquí, con mayor fortuna, hemos hilado distintos pedazos de un cierto marco de análisis que se está convirtiendo en mainstream para caracterizar políticamente nuestra época. Ahora nos gustaría revisarlo, ver a dónde nos conduce. Las conclusiones que anticipa. Qué trampas esconde.
Si nos damos cuenta aquí, en este relato que hemos hecho, el conflicto político es una incapacidad moral, un defecto cultural o el resultado de la incompetencia. Aparece del lado del defecto. Prácticamente un atavismo cercano a lo animal que deberíamos superar lo más rápidamente posible. Nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, al menos en la esfera política, es casi una expresión de nuestro fracaso como especie. Una regresión. De ahí también el predominio de las emociones en la política del siglo XXI.
El conflicto político está siendo presentado como una incapacidad moral
[Si no no es una regresión a los tiempos en que colgamos de los árboles, una regresión de cien años. Y ya sabemos lo que viene luego. Luego vienen los nazis, el estalinismo. La segunda guerra mundial.]
Reparemos también que aquí, también, la polarización ya no es un efecto del conflicto social. Su causalidad aparece como invertida. El conflicto social es una consecuencia de la polarización.
Este es un tempo diffizile. Efectivamente son tiempos de polarización política, un tiempo donde los conflictos sociales parecen enquistarse, prolongarse en el tiempo sin solución, multiplicarse y replicarse.
Cartel anti-inmigración de Salvini.
No estamos preparados para vivir confortablemente en una situación conflictiva durante demasiado tiempo. Es posible que sea incluso una resistencia biológica. Un poquito de adrenalina está bien, por eso nos gustan las ferias, el fútbol y acercarnos un poquito de más a los precipicios. Los efectos de mucha adrenalina durante mucho tiempo se llama estrés y produce efectos depresivos. Pérdida de memoria, tristeza, irritabilidad, ira, asociabilidad. Más o menos los efectos que asociamos con la emocionalidad política de nuestra época.
Es fácil aborrecer el conflicto social cuando este se extiende en el tiempo. Aún es más fácil idealizar, por oposición, la que imaginamos como su contrario. Pero deberíamos cuidarnos muy mucho, ante la situación presente, de las fantasías tecnocráticas y pospolíticas que colocan el conflicto y la política como atavismos cercanos a lo animal que habría que superar lo más rápidamente.
El fascismo no llega con la polarización. Se instala propulsandose a través de la fantasía pospolítica de una democracia sin conflicto.
La democracia consiste, precisamente, en la gestión política de los conflictos sociales. Cuando desaparece la gestión política de los conflictos sociales, no desaparecen los conflictos. Desaparece la democracia. Sustituida por la gestión autoritaria, tecnocrática o totalitaria de esos mismos conflictos.
Campaña del referéndum escocés de 2014.
La polarización no es un efecto de una actitud o disposición subjetiva, no es el resultado de la saturación emocional de la política. Es la consecuencia de la inadecuación de los mecanismos constituidos de nuestro sistema político para gestionar por los cauces existentes los problemas sociales estructurales presentes. Es este desfase el que no deja de producir y reproducir sus efectos sin solución de continuidad. Son los conflictos sociales existentes los que producen como efecto la polarización, y no al revés.
Quizás el predominio de las emociones en el plano político quizás nos habla de la incapacidad del sistema político constituido para operar en el resto de planos. Particularmente en la realidad efectiva. Del hecho de que porciones enormes de la la esfera política se ha desarraigado de los espacios donde tocan pie y se institucionalizan. Quizás las emociones son lo que queda cuando otras dimensiones fundamentales de la política se han embarrancado.
La pregunta no es, ¿por qué existen conflictos sociales? sino ¿por qué en el presente los conflictos sociales parecen extenderse tanto en el tiempo sin solución? ¿Antes no existían conflictos sociales? ¿O más bien sucedía que, allí donde se producián, existían en el sistema político una serie de mecanismos que funcionaban efectivamente para gestionarlos y darles cauce o, en el límite, contenerlos y subsumirlos? ¿Será acaso que estos mecanismos han dejado de funcionar? ¿Qué han perdido su vieja efectividad? ¿Cuándo y cómo sucedió esto? ¿Quizás el problema no sea tanto la polarización como la desafección y el desarraigo?
continuara…