Por qué el BIC es una herramienta útil para proteger el patrimonio industrial: el caso de Oviedo

Irrumpen de nuevo quienes se esfuerzan denodadamente en convencernos de que la protección legal no es más que un obstáculo.

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Manuel Maurín
Manuel Maurín
Es profesor titular de geografía de la Universidad de Oviedo/Uviéu y activista en diferentes movimientos por el derecho a la ciudad.

A diferencia de lo ocurrido con los restos de otros periodos anteriores, cuya destrucción ha tenido un carácter parcial y evolutivo, con el final de la era industrial asistimos al borrado generalizado de los vestigios productivos sobre los que se desarrolló la sociedad contemporánea y sus espacios urbanos, que resultan incomprensibles en ausencia de esas huellas fabriles del pasado reciente.

Al desconocimiento y el estigma que arrastran los baldíos industriales o mineros, como parajes sucios, contaminados y perturbadores, y a las heridas del despojo que han sufrido en el proceso de abandono, es necesario añadir, como factor determinante para su eliminación, el interés lucrativo que despiertan cuando están situados en áreas centrales o de localización estratégica. Esto explica, sin duda, la desaparición casi completa del paisaje industrial en el frente litoral del occidente de Gijón y las amenazas que se ciernen, más recientemente, sobre los complejos de la Fábrica de Gas y La Fábrica de Armas en Oviedo.

Hay, no obstante, un desajuste notable entre lo acontecido en ambas ciudades, pues en Gijón el arrasamiento de las huellas industriales se llevó a cabo tempranamente (como también ocurrió con la Estación del Vasco en Oviedo), cuando aún no existía suficiente sensibilidad ni instrumentos adecuados para la protección este tipo de bienes culturales, mientras las fábricas de Oviedo prolongaron por más tiempo su actividad, quedando al margen de las grandes operaciones urbanísticas del gabinismo, que las reservaba para una nueva fase especulativa que, finalmente, quedó interrumpida por la crisis del ladrillo y el desplome del mercado inmobiliario durante la última década.

En 2021 ya no existe el mismo grado de beneplácito o indiferencia social ante la destrucción del patrimonio industrial y, aunque aún no ocupe un lugar preferente entre los motivos que impulsan la movilización ciudadana, sí se observa en general (y también en Asturias y en Oviedo) un creciente interés y determinación por conservar la importante herencia de la industrialización como seña de identidad común y como recurso de futuro, toda vez que se da por concluido el ciclo histórico en que dicha herencia se gestó y alcanzó su madurez.

Aún cuando, desde el punto de vista normativo, se aprecian importantes carencias para hacer frente al reto de la rehabilitación y el uso digno del patrimonio industrial (como la ausencia de legislación específica y de un plan autonómico del patrimonio industrial), los especialistas y las asociaciones que defienden ese legado señalan inequívocamente la necesidad de utilizar las figuras de protección ya existentes, y especialmente la de Bien de Interés Cultural, como única garantía para mantener la integridad de los conjuntos y paisajes industriales, adaptando los nuevos usos a las condiciones irrenunciables de la conservación.

Pero en este punto irrumpen de nuevo aquellos que, calificando a los defensores del patrimonio como nostálgicos o trasnochados sin perspectiva de futuro, se esfuerzan denodadamente en mostrar cómo la protección legal no es más que un obstáculo que, al impedir el desarrollo de nuevos y modernos proyectos urbanos, condena al abandono y la ruina a los bienes industriales. Y al frente del negacionismo protector se sitúan quienes, por su responsabilidad competencial, pública e institucional, debieran ser los principales guardianes del patrimonio, especialmente desde el ámbito municipal.

El Ayuntamiento se ha colocado a la cabeza del negacionismo protector

El planteamiento, supuestamente liberal, sobre la inconveniencia de lastrar al patrimonio con declaraciones protectoras y de limitar el uso particular de los bienes de interés público no es nuevo, desde luego. Estuvo muy de moda décadas atrás cuando, ante cada proyecto de declaración de un espacio natural protegido, se levantaban siempre las mismas voces que, de manera catastrofista, vaticinaban la ruina en el entorno de los parques y las reservas ante el peso de la burocracia y las prohibiciones, aunque lo que ocurrió finalmente es que muchos municipios que, influenciados por esa propaganda, habían renunciado a ser incluidos en las áreas protegidas, solicitaron después su ingreso anhelando disponer del sello de calidad y las oportunidades que se derivaban de la pertenencia a las mismas.

El mismo liberalismo interesado lo reencontramos en la veleidad desreguladora de la legislación del suelo cuyo final ha sido el de la corrupción urbanística, la burbuja inmobiliaria, el endeudamiento y los desahucios. Pero no importa que la realidad nos muestre cómo en las ciudades ordenadas, en los parques naturales o con los bienes de interés cultural se ha conseguido, en mucha  mayor medida que en ausencia de planificación, aunar la conservación de los recursos con el uso sostenible de los mismos, porque quienes entienden esos recursos como una oportunidad de negocio particular siempre encontrarán algún ejemplo de malas prácticas (como el BIC de la plaza de toros de Oviedo) que les sirva para asentar su propuestas desprotectoras y repetir, con la ayuda mediática, el mismo mantra de la libre iniciativa frente al intervencionismo incompetente.

Si nos abstraemos de las circunstancias y los lugares concretos, quedándonos con la esencia del comportamiento social en un sistema que se fundamenta en la apropiación privada de los recursos y su inclusión en el circuito del capital, podríamos entender la obsesión con la desprotección del patrimonio como la única vía que encuentra el propio capital para alimentar una lógica que necesita destruir incesantemente aquello que ha construido con anterioridad con el fin de acomodar, como diría David Harvey, su propia dinámica de acumulación interminable.

Desde esta perspectiva no llama la atención el comportamiento de gobiernos locales que, como ocurre en Oviedo, representan sin tapujos al “polo empresarial” pero escuece ver como otras administraciones gobernadas con el voto obrero y popular, y con la principal competencia en materia de protección del patrimonio, se desentienden de su responsabilidad favoreciendo también, con ello, los intereses especulativos y destructores.

La defensa de la legislación y la planificación, por mejorable que sea, y la aplicación de las categorías de protección que merecen espacios tan representativos de la industrialización como las Fábricas de Gas y de Armas es una posición irrenunciable si no se quiere perder ese patrimonio y, con él, la propia dignidad del pueblo ovetense y asturiano. La denuncia del papel políticamente (al menos) prevaricador de los poderes públicos, también.

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