Estas fotografías se tomaron entre finales de marzo y los meses de abril y mayo de 2020. El año de la pandemia, los meses del confinamiento. Durante estos meses algo se había roto, o había hecho evidente su rotura, como si las viejas grietas se hubieran ensanchado. Como si una bursitis demasiado acentuada hubiera cascado el esmalte. Había sitios a los que ir, trampas y refugios. Con el tiempo todo se fue cerrando, y al final también murieron las flores. No quería otra cosa que seguir caminando por calles casi desiertas, pero que fuera sólo casi.
Se me mezclaban las cosas. Había demasiadas quietudes y muy poco espacio para bailar. Casi no se oían las palmas, el patio se había quedado vacío. Y no me bastaba estar sola para quererme lo suficiente. Así que me quise quedar contigo, entonces, cuando un encierro fue una forma de respirar de otra manera. Y nos quedamos aquí, escondidos, y dejamos que lo demás se encontrara a sí mismo sin nosotros.
Había demasiadas quietudes y muy poco espacio para bailar
Ahora todo es igual pero es más invierno y más extraño, quizá más frío y más ruidoso. Abundan las citas del pasado y las ventanas a la muerte, se repiten ciclos nunca superados y un mismo viento viejo y cansino agita la ropa tendida. Es casi como si abril no llegara a terminar. Sólo que se ha instalado como un murmullo de lenguas pastosas allá fuera. Como un murmullo de cieno y de lluvia.
No tenemos ninguna importancia. Como si se nos llevara el viento y nadie se preocupara lo más mínimo.
Mi nombre es Cecilia Cierre.
Me asomo al tejido del tiempo en plena búsqueda, no sabía nadie de mí, y escondida y latente, a la altura de los insectos, he querido ver el absurdo donde los caracoles ladran.
Esto es lo que soy. No soy más ni menos, ni especial ni diferente. Si algo he visto en mi recogida es que no tengo nada que decir, que sólo soy una ciega más que camina y vive y besa y come. Ni más ni menos.



















