Periodista y fotógrafo son dos de esos oficios que no aceptan el “ex” como prefijo. No hay experiodistas, no hay exfotógrafas ni exfotógrafos; quienes lo fuimos lo somos y lo seguimos siendo para siempre de una forma u otra, llevamos tatuada la profesión en la palabra o en la mirada. A Alejandro Nafría (Uviéu, 1974) la situación laboral le obligó a cambiar la cámara y el flash por la escoba y el paño como sustento económico, pero sigue teniendo la mirada escudriñadora y penetrante del fotoperiodista. En su condición de trabajador de una empresa de limpieza, durante el confinamiento domiciliario fue una de las personas que dispuso de libertad de movimientos en una ciudad desierta, y en sus idas y venidas hacia los diferentes centros de trabajo fue retratando con su teléfono móvil los espacios sin vida de Xixón, que ahora ha reflejado en el libro La estrategia del caracol (Orpheus Ediciones Clandestinas, 2021).
Durante el mes y pico que duró el confinamiento por la pandemia, Alejandro Nafría desarrolló con normalidad su actividad laboral de limpieza de portales y locales de toda índole como trabajador de la empresa Ecollimpieces Daybe. “Mi salvoconducto era como limpiador, no como fotógrafo”, comenta, por lo que no quiso arriesgarse a que lo multaran por salir a la calle con su cámara profesional. Recurrió a su teléfono móvil Samsung Galaxy 10 para fotografiar (en modo manual, lógicamente) calles y avenidas, plazas y parques que encontraba a su paso. Confiesa que “hice alguna pequeña trampa, porque aunque mis rutas de trabajo abarcaban casi toda la ciudad también me acerqué a otras zonas, como los barrios de Ciares y La Calzada o las playas. Me lancé, no sé si hice bien o mal, pero quería que se viera reflejada la mayor parte de Xixón, que es el personaje en esta historia”.

Se movía por la ciudad uniformado con su ropa de trabajo y eso le facilitó las cosas cuando estaba a la vista de la policía, con la que no tuvo ningún problema. En ese deambular le tocó escuchar de todo desde balcones y ventanas: aplausos cuando lo identificaban como personal esencial en medio de la pandemia y algún que otro insulto de eso que se llamó la ‘Gestapo de los balcones’. A pesar de que disponía de una libertad de movimientos que la gran mayoría de la ciudadanía no tenía, el periodo de confinamiento también se hizo duro para él, divorciado y con un hijo: “Mi hijo estaba con su madre, pero al menos tuve la suerte de poder pasar a verlo y saludarlo bajo su ventana todos los días”.
Entre las cosas que le resultaron más llamativas en su caminar por la ciudad desierta destaca el silencio de las calles, un silencio que amplificaba cualquier sonido; en una ocasión estaba haciendo una fotografía en mitad de una avenida y oyó el motor de un autobús aproximándose cuando el vehículo aún estaba a tres o cuatro minutos de distancia. También menciona el hecho de que al cabo de varios días “empezamos a saludarnos las pocas personas que nos cruzábamos por la calle: limpiadores, panaderos, repartidores…”.

Alejandro Nafría realizó en esas semanas extrañas más de un millar de fotografías, de las cuales escogió cerca de un centenar para el volumen que acaba de editar y que presentó la pasada semana en la librería gijonesa El Bosque de la Maga Colibrí. La estrategia del caracol tiene una tirada de cien ejemplares en su primera edición y un precio de veinte euros. El libro se lo ha dedicado al ilustrador y humorista gráfico gijonés Javi Guerrero, buen amigo suyo, que falleció a los 53 años de edad, durante el confinamiento. El prólogo lo firma la periodista Lucía Nosti, que escribe que esas fotografías “nos devuelven recuerdos de algo que vivimos y en lo que no tenemos la seguridad de querer reconocernos”. La serie, con imágenes tomadas entre el 14 de marzo y el 26 de abril de 2020, “hace un recorrido por escenarios distópicos que apenas unos meses atrás solo habríamos imaginado en la ficción de una novela o una serie”, asegura la prologuista.

El fotógrafo revela que este proyecto “no tiene nada que ver con lo que había hecho anteriormente”. La fotografía para él es una vocación que empezó a incubar con nueve años de edad, cuando le regalaron una pequeña cámara con motivo de la primera comunión. Más tarde, “cuando salieron las videocámaras y empezaron a tener precios accesibles, les pedí a mis padres que me compraran una”. Su primera cámara respetable (aunque muy lejos de las prestaciones de su actual Canon EOS-5D) fue una Fuji réflex analógica, “trabajé mucho con ella”, dice. Vivió la transición entre la fotografía analógica y la digital, y aunque se dio cuenta pronto de que las tarjetas de memoria iban a sustutir a los rollos y las descargas iban a relevar al revelado siente cierta añoranza por los químicos y por el proceso de positivado. Le gustan especialmente los retratos en blanco y negro, pero cultiva mucho la fotografía en color.

Alejandro Nafría vivió durante seis meses en Fuerteventura y durante siete años en Madrid, empleándose en hoteles y alternando ese trabajo en el sector turístico con diversas labores y proyectos como fotógrafo. En Madrid colaboró con el diario francés Le Monde, para el cual llegó a fotografiar a José María Aznar en la Fundación para los Análisis y Estudios Sociales (FAES). Recuerda como anécdota que cuando acudió para fotografiar al expresidente se encontró allí también con Mariano Rajoy fumándose un puro.
Su primer referente en la fotografía, señala, fue el fotógrafo gijonés Muel de Dios, con el que hizo sus primeras prácticas mientras cursaba un módulo de Imagen y Sonido en el Instituto Aramo de Uviéu, donde se formó como técnico superior de imagen. “Aprendí a hacer fotos con Muel, fue mi maestro y acabamos haciéndonos amigos”, afirma.

A su regreso a Asturies desde Madrid trabajó durante un lustro como fotógrafo independiente para el diario digital Asturias24 y para la revista Neville, colaboró como fotógrafo con Podemos Xixón y dirigió el documental Lluz d’agostu en Xixón. Tres los pasos de Nacho Vegas, que se presentó en el Festival de Cine de Xixón. El fotoperiodismo no daba para vivir y “al final tuve que buscarme otra salida”, señala. No se queja de su actual trabajo, “me gusta mi vida”, comenta, pero “la fotografía no la voy a dejar nunca”. Prueba de esa irrenunciable militancia en la imagen es su mirada insólita sobre una ciudad sin vida que ha dado vida a ese libro.