A finales de 2019, Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) publicaba La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo, lento, ilustrado y anticapitalista (Trea). Prácticamente en las mismas fechas, pocos meses antes de la llegada de la pandemia a España, Batalla esbozaba en un largo artículo titulado “‘Y no pido perdón’, el rearme simbólico del nacionalismo español, de Marta Sánchez a Blas de Lezo” algunos de los temas que ahora despliega en su recién publicado ensayo Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea). Batalla, historiador de formación y colaborador de diversos medios de comunicación, entre los que se cuenta Nortes, analiza las transformaciones que ha experimentado el discurso nacionalista español durante la última década, haciendo gala de una gran erudición histórica e incorporando numerosísimas referencias relacionadas con la cultura popular contemporánea.
Hablas de una ‘década prodigiosa del nacionalismo español’, de la que mencionas dos acontecimientos de naturaleza muy diferente que la propulsaron especialmente: los éxitos internacionales de la selección española de fútbol y el proceso soberanista catalán.
Una década prodigiosa en cuanto a que todo le sale bien al nacionalismo español. Acuño una distinción entre teólogos, misioneros y catequistas para hablar de tres niveles de complejidad en cuanto a los símbolos y los discursos que permiten hacer proselitismo. El nacionalismo español es eficaz en todo un espectro que va de Manolo el del Bombo al tratado más esotérico de Gustavo Bueno. Yo identifico la victoria en el Mundial como una espoleta, una válvula de salida que, evidentemente, no es que cree algo de la nada. Hay raíces anteriores de este resurgir nacionalista español que pueden rastrearse hasta, por lo menos, la renacionalización que emprende el Gobierno Aznar, y que coincide con un momento en que la percepción comprensiva de la pluralidad española que caracterizó a la Transición está empezando a agotarse por sí misma.
La victoria en la Eurocopa de 2008, pero sobre todo en el Mundial de 2010, son una inyección de autoestima colectiva y de euforia patriótica que nos arrastra a casi todos. Hasta el último izquierdista que no sea nacionalista de otro nacionalismo está —estamos— celebrando aquello que, indudablemente, es un galvanizador de ciertas cosas. Después, el proceso soberanista catalán juega el papel de mantener en un estado de movilización a ese nacionalismo español renacido, que se ve desafiado por un nacionalismo rival. Cosas que pasan de una manera festiva con el Mundial, después pasan de una manera no ya festiva, sino agresiva, con el tema catalán. La bandera que se cuelga para celebrar la victoria, después se cuelga para hacer una afirmación de españolidad frente al ‘Procés’; el ‘a por ellos’ que se grita en el Mundial, después se grita a los antidisturbios que van a Cataluña a reprimir el referéndum del 1 de octubre. El Mundial juega un papel —por usar una metáfora que a lo mejor es de mal gusto— de ‘sacar del armario’ ciertas cosas que el proceso soberanista catalán contribuye a mantener movilizadas.
En España muchos conservadores creen que la nación debe ser protegida de las aspiraciones del pueblo. Pones el ejemplo del escritor Pérez-Reverte, que ‘ama a España, pero le revientan los españoles’, tal como Manolito, el amigo de Mafalda, ‘amaba a la humanidad, pero le reventaba la gente’.
Es una peculiaridad del nacionalismo español. Históricamente es un nacionalismo que, a diferencia de otros, rehúye los desbordes populacheros. Hay quien teoriza que el himno español, la Marcha real, no tiene letra, con todos los intentos que ha habido de ponérsela, por el miedo pertinaz de las élites a un nacionalismo populachero que se les fuera de las manos. Una cosa que cito en el libro es que a los líderes de UCD en la Transición les ponía muy nerviosos el hecho de que muchos de sus militantes cantaran en los mítines el himno de España con la letra fascista de Pemán. Querían mostrar una imagen de moderación y eso les ponía en un brete.
‘Los nuevos odres del nacionalismo español’. Foto: David Aguilar Sánchez
Ese miedo de las élites a un nacionalismo popular posiblemente venga, teorizo en el libro, de los aprietos de Fernando VII con milicias ultrarrealistas que primero le defienden de los liberales, pero después le consideran blando porque no restaura la Inquisición tras el final del Trienio Liberal, y empiezan a volverse contra él y a aliarse con su hermano Carlos María Isidro, en lo que es el precedente del carlismo. Hay unos históricos aprietos de determinadas élites con determinado pueblo que primero se moviliza a favor de ellas, pero luego se les puede volver en contra. De esto también sabe mucho Artur Mas: liberas algo que después te devora. Reverte puede ser una expresión tardía de eso. Es un personaje paradójico y su capítulo me costó especialmente escribirlo, porque es difícil caracterizarlo. Alguien podría decir que Reverte no es un nacionalista español, porque es un tipo que en sus artículos suele regodearse en un desprecio brutal de lo que él considera que es el ser de España: somos cainitas, somos fratricidas, queremos matar al vecino de un fesoriazu para quedarnos con sus tierras y con su mujer… Eso es lo que somos los españoles en el fondo de nuestro ser, nos dice Reverte, por más que intentemos no serlo; una cosa atávica.
La realidad es que hay estadísticas que muestran que somos el país líder en Europa en tolerancia, en respeto al diferente… Hay por ahí una encuesta país a país que pregunta a sus habitantes si consideran que su cultura es mejor que las demás, que muestra que somos los menos chovinistas del continente. Un país, según todas esas estadísticas, tolerante, humilde, líder mundial en trasplantes de corazón, también muy seguro… Ese discurso tremendista que Reverte abandera no se corresponde con la realidad, ni siquiera con la realidad histórica, porque España no es un país más guerracivilista que cualquiera. En todos los países de Europa la historia contemporánea es una historia de guerras civiles. Otra cosa es que esas guerras civiles se refundan en guerras internacionales en las que se combate contra un enemigo que genera una ilusión de unión patriótica. Pero realmente no hay tal: hay colaboracionistas, hay ajustes de cuentas nacionales dentro de esa guerra internacional, etc. En la segunda guerra mundial, franceses combaten contra franceses, alemanes contra alemanes, italianos contra italianos… Y en España estalla una guerra civil en el año 36 porque aquí se le planta cara al fascismo en lugar de entregarse desarmadamente a él, lo que es un motivo de orgullo, no algo de lo que sentir vergüenza.
‘En el año 36 en España se le planta cara al fascismo. Es un motivo de orgullo, no algo de lo que sentir vergüenza’
Reverte, sin embargo, tiene ese discurso tremendista y con él justifica otro discurso antipolítico y antiparlamentario. La política como algo mezquino, como algo sucio, en este país los políticos son interesados o traidores, solo miran para sí. A la vez, y en contraste, enaltece lo militar. Reverte sí se emociona hablando de las gestas militares de la historia de España, incluidas las de la División Azul; lanza panegíricos a la Guardia Civil y la Legión, etc., etc. Juntas todo eso y, ¿qué tienes? Un discurso antipueblo, antipolíticos, pero promilitares, del que la consecuencia lógica, aunque Reverte no lo exprese directamente, es el anhelo de un cirujano de hierro que ponga orden en un país que solo es despreciable porque no está ordenado, y en cuanto se ordene, en cuanto esa fogosidad que nos vuelve cainitas se canalice hacia gestas correctas, pasará a ser admirable. Otra cosa que dice mucho Reverte es: «¿Republicano yo? Más que nadie, más republicano que Robespierre. Pero como no hay un líder respetado por todos, un Cicerón que esté por encima de las contiendas políticas y nos gobierne con sabiduría, no queda sino postrarse ante el Rey, que al menos es un personaje listo y bondadoso». Arturo, tú lo que quieres no es una República. Querer un presidente que no tenga ideología, que no se presente a elecciones, etc., tiene un nombre, pero no es ‘República’.
Dices de El Ministerio del Tiempo que es ‘una serie para el orden’.
Es una serie entretenida, curiosa, original, bien hecha. La vi entera y me gustó verla. Pero si uno piensa en el discurso de El Ministerio del Tiempo, que es un discurso que puede parecer de izquierdas porque hay personajes femeninos importantes, un discurso feminista, antihomófobo, etc., se da cuenta de que no hay tal, de que ese discurso progre es la cobertura de otro cuyo fondo es conservador y hasta reaccionario. Nos presenta —y Javier Olivares, su creador, lo formula así— una patrulla que representa a todas las Españas unidas para preservar intacta la historia de España: un soldado de los Tercios de Flandes, que representaría a la España tradicional; una de las primeras universitarias españolas en el siglo XIX, que representaría la España progresista; y primero Julián y después Pacino, que son dos personajes descreídos, sin ideología, pero nobles, que representarían a la España ‘no politizada’ y harta de las otras dos. Esa patrulla tiene la misión de preservar la historia tal y como fue, porque es la que nos ha dado el presente en el que vivimos; un presente mejor o peor, pero el que conocemos. Y se enfrentan en un momento dado a dos sociedades secretas, una ultrarreaccionaria, El Ángel Exterminador, y una revolucionaria, Hijos de Padilla, que son igual de insufribles, igual de sanguinarias, igual de locas, igual de disparatadas. El discurso de la serie es el enaltecimiento de la España centrada y sensata, unida en defensa de lo existente —del orden establecido— frente a los discursos rupturistas por un lado y por el otro.
‘El discurso progre de El Ministerio del Tiempo es la cobertura de otro cuyo fondo es conservador e incluso reaccionario’
Yo veo en todo esto una expresión de la ‘cultura de la Transición’, ese concepto tan certero de Guillem Martínez, Amador Fernández-Savater y compañía, que ahora atraviesa un momento en que está obligado a renovarse. El gran discurso de la Transición fue ‘no miremos al pasado, miremos al futuro’. Pero hoy estamos en una época de desconfianza hacia el futuro, en el que solo vemos la seguridad de la catástrofe, y saturación y obsesión con el pasado. Sentimos la necesidad de recubrirlo todo de pasado y de que toda pedagogía sea una pedagogía fundamentada en la historia. Y ahí es donde aparecen este tipo de productos que pasadizan el discurso del consenso. La resurrección de Chaves Nogales, a quien de repente se nombra por doquier, y de quien se editan las obras completas, también es expresión de eso: un tipo que se va de España en 1936, harto de las dos Españas por igual, viene muy bien a esas necesidades que comento.
Una de las escenas del capítulo dedicado a Lorca en El Ministerio del Tiempo fue muy compartida en redes.
El noventa por ciento de la izquierda estaba entusiasmada con esa escena que a mí me pareció espantosa: Lorca reconciliándose con su propio fusilamiento —un fusilamiento en el que, textualmente, le meten dos tiros en el culo por maricón— porque cuarenta años después Camarón de la Isla pone música a sus poemas. ‘He ganado yo, no ellos’, bien está lo que bien acaba. Te mataron a los treinta y pocos años, te impidieron seguramente escribir tus mejores poemas, hubo una horrible dictadura que anegó en sangre aquello en lo que tú creías…. Es también presentar un Lorca egoísta, ególatra. ‘Si mi arte triunfa, me da igual todo lo demás’. Lorca había firmado un manifiesto en defensa del Frente Popular. Algo le importaría que todo aquello que el Frente Popular abanderaba fuera triturado.
Escribes que ‘el rey de los Países Bajos pide perdón a los indonesios por la violencia colonial, el belga hace lo propio por las atrocidades en el Congo, Macron afirma en Argelia que la colonización francesa fue ‘un crimen contra la humanidad’, Australia celebra un Día del Perdón por el maltrato a los aborígenes, Juan Pablo II pide perdón por la Inquisición’. Los imperiófilos españoles, sin embargo, ‘no piden perdón’, como cantaba Marta Sánchez en su letra del himno nacional.
Y hasta Ginebra pide perdón por Calvino. Hay una estatua a Miguel Servet en Ginebra que dice ‘los protestantes de Ginebra, herederos de Calvino, pedimos perdón por este error, que fue el de su tiempo’. Justamente hoy veíamos a Ayuso metiéndose con el Papa por pedir perdón por los desmanes de la evangelización en América. Pero es que ya Juan Pablo II, que era un papa ultraconservador, pidió perdón por la Inquisición. El discurso de esta gente es ‘nadie pide perdón, todo el mundo se siente súper orgulloso de su historia y los españoles nos avergonzamos de la nuestra’. A lo mejor es al revés y España no pide el perdón que los demás sí piden. Es el ‘y no pido perdón’ del verso de aquel himno infame de Marta Sánchez, que yo, de hecho, llegué a valorar como título del libro, porque lo resume todo. Detrás de todo o casi todo lo que comento en el libro hay la idea de una conspiración internacional formidable contra España, que tiene una quinta columna dentro. Somos una fortaleza asediada y pedir perdón nos debilita. La división, en general —y la política democrática es división, tiene que serlo— nos debilita. Si tú convences a una sociedad de que es una fortaleza asediada, la podrás convencer de medidas excepcionales que no aceptaría si no estuviera asediada.
En el epílogo del libro Antonio García Santesmases critica a aquellos que sostienen ‘una defensa de nuestra historia, y de nuestra nación, siempre y en todo lugar porque con la patria, como con la madre, hay que estar siempre, con razón o sin ella’.
El lema de la Guardia Civil: ‘todo por la patria’. Me gusta mucho que mi querido y admirado Santesmases mencione a Azaña, porque es un ejemplo de un nacionalista español —en un sentido amplio de la palabra: alguien que cree en la nación española y la ama como el que más y sostiene un discurso patriótico— que no considera que no haya que pedir perdón; que no haya que hacer una autocrítica nacional.
Reconoces que ‘la nación tiene deberes y haberes y ha vehiculado barbarie muchas veces, pero ha sido pebetero del fuego de la liberación en otras ocasiones’ y pones como ejemplos ‘la nación de un Garibaldi, un Martí o hasta un de Gaulle antifascista’.
El hilo conductor del libro es que el nacionalismo es una religión; una religión laica, secular, que se crea en el momento en el que la religión remite, para llenar el hueco que deja. El hombre está troquelado por la esperanza, por la necesidad de una idea de trascendencia, por eso que dice siempre Errejón: el anhelo de sentirnos parte de algo más grande que nosotros. Ese papel antes lo cumplía la religión y, cuando la religión fue retrayéndose, pasaron a cumplirlo, no solo la nación, sino también la clase, el socialismo, la revolución… La idea de una misión histórica de redención que el proletariado algún día cumpliría no se parecía poco a la de la Segunda Venida de Cristo. El socialismo también, pero desde luego la nación, nos proporciona un nuevo repertorio de credos, de mártires, de herejes, de profetas, de mandamientos, de todas los arquetipos de la religión. Y como la religión, es una mentira. No una mentira; ‘mentira’ es una palabra dura. Una ficción, un relato, un mito; algo que no es verdadero o falso, sino verosímil o inverosímil, y quizá pueda decirse que adquiere categoría de verdad a fuerza de ser creído.
Pablo Batalla firmando un ejemplar del libro. Foto: David Aguilar Sánchez
Hobsbawm decía que los historiadores somos al nacionalismo lo que los cultivadores de amapola de Afganistán al tráfico de heroína. Proporcionamos una materia prima, los hechos históricos, que luego el nacionalismo destila y convierte en una sustancia adictiva. Jameson decía que ‘la historia es lo que duele’. La historia verdadera te cuenta lo que quieres y lo que no quieres oír sobre aquello que amas, pero la historia nacionalista no duele, es una cosa adictiva, placentera. De todas formas, esa mentira puede ser una mentira útil. Y en algún sentido la necesitamos. Necesitamos mitos para pensar igual que piernas para caminar. La cuestión es hacia dónde nos movilizan esos mitos. Pueden movilizarnos hacia el bien o hacia el mal.
Ya me están preguntando a pocos días de que haya salido este libro: ‘¿Qué hay de malo en querer a tu país?’. Pues bueno, depende. Puede tener de malo mucho o poco. Depende de a dónde te conduzca ese amor. Los creyentes también preguntan a veces qué hay de malo en creer en Dios, en amarlo. Depende. Si amar a Dios te conduce a preocuparte por los vulnerables, a amar al prójimo, a la fraternidad, a la lucha por la emancipación de los pobres, a querer expulsar a los mercaderes del Templo igual que Jesús de Nazaret, bien está, es una mentira, pero una mentira que te moviliza hacia el bien como podría no movilizarte una mirada, vamos a decir, ‘científica’ de las cosas, que no contenga una idea de premio ultraterreno o de castigo divino. Ahora bien, si a lo que te conduce amar a Dios es a pegar tiros a musulmanes a la salida de una mezquita, pues ya no está tan bien ese amor. El amor no es un sentimiento positivo per se, ni dignifica nada per se. Hay amores posesivos, celosos, maltratadores. Con la nación pasa lo mismo. Si creer en ella te moviliza hacia el bien, pues París bien vale una misa patriótica.
‘¿Qué hay de malo en amar a tu país? Depende de a dónde te conduzca ese amor. El amor no es un sentimiento positivo per se’
Tampoco quiero parecer esnob. Yo no me pongo, o no pretendo ponerme, en una posición altanera desde la que juzgar la imbecilidad de los mortales. Mi identidad es española, yo me siento español. Conozco bien España. He viajado mucho por España, he leído mucha historia de España, conozco bien la cultura popular española y he celebrado la victoria en el Mundial, me gustan los cuadros de Ferrer-Dalmau, he disfrutado algunas novelas de Pérez-Reverte, cuando hablo en el libro de lo que la gastronomía nacional significa para los emigrantes, me baso en mi propia experiencia del tiempo que viví en Chile. Hablo de cosas de las que sé mucho porque yo he sido parte de ellas, porque me tocan. Pero también soy capaz de distanciarme de ellas y leer sus subtextos, las mercancías averiadas que a través de ellas nos venden.
En España, quien más ha defendido la necesidad de un patriotismo popular y progresista, primero en Podemos y después en Más País, ha sido Íñigo Errejón, a quien también le dedicas un par de páginas del libro.
Hablo de todo este debate que ha habido en la izquierda sobre si resignificar o no resignificar la bandera rojigualda y los mitos patrióticos. Errejón es ciertamente muy sugerente cuando habla de estas cosas. El problema que yo veo acá es que es una apuesta que funciona sobre el papel y en la práctica es mucho más complicada. Errejón, el primer Podemos, se ven muy influidos por el peronismo, por experiencias latinoamericanas donde esto sí funciona. Pero se hace, creo yo, una transposición automática de Latinoamérica a Europa que no es poco problemática. La mitología nacional de las repúblicas iberoamericanas es una mitología de revoluciones republicanas. Cuando estudiaba la carrera en Salamanca, en la asignatura de Historia de América, nos dieron a leer un artículo muy interesante que venía a decir que aquella mitología puso en aprietos a la larga a las dictaduras del Cono Sur, porque, por más que Pinochet y compañía se esforzaran en retorcer el mito de los libertadores a su favor, no podían retorcerlo hasta el punto de justificar una dictadura muy larga. Los libertadores se habían alzado en defensa de la libertad, la igualdad, la fraternidad, el sufragio, la separación de poderes, etcétera. Puedes torturar mucho un texto, un mito, pero no puedes hacer que diga lo diametralmente opuesto a lo que dice. Aquel artículo, que luego he buscado y no he encontrado pero que recuerdo bien, argumentaba que Pinochet había convocado el plebiscito de 1988 sobre su propia continuidad en parte por eso. De algún modo, se había visto obligado. Llevaba ya diecisiete años en el poder. Y había explotado el mito de los libertadores expurgándolo de aquellas partes que menos le interesaban: por ejemplo, Manuel Rodríguez, el más revolucionario de los libertadores chilenos, el más progresista, un guerrillero cuya memoria se mantiene viva durante la dictadura en romances susurrados y da nombre a una de las organizaciones armadas antipinochetistas. Pero incluso los libertadores más moderados ponían en aprietos a Pinochet: todo el mundo sabía que se habían alzado por lo que se habían alzado.
Lo que pasa con las mitologías nacionales europeas es que son muy distintas. Son mitologías de antiguas metrópolis coloniales; mitologías imperialistas, no antiimperialistas. Es el absolutismo, las monarquías autoritarias, etcétera. Hay que retorcer aquello mucho más para exprimirle un jugo socialista. No es que no puedas hacerlo: claro que hay un discurso patriótico posible que reivindique a Lorca, a Miguel Hernández, a Bartolomé de las Casas, a los comuneros… Miguel Martínez hace una propuesta muy interesante en ese sentido en su libro sobre los comuneros. Pero todo es mucho más complicado que en México o Argentina.
La eclosión de sentimientos nacionalistas que proporcionan un sentido de pertenencia comunitario es, en gran medida, una reacción frente al individualismo extremo y la atomización neoliberal. Sin embargo, las opciones políticas más radicalmente neoliberales, como el PP de Ayuso o Vox, son al mismo tiempo las que más abusan de la retórica nacionalista.
El neoliberalismo disuelve las estructuras colectivas que preexisten a él y que le perjudican, porque al ser anteriores, al estar más consolidadas, pueden convertirse en una fortaleza desde la que resistirse a él. Pero, inmediatamente después, tiene que reconstruir un cierto sentido de colectividad. Los seres humanos somos pese a todo animales sociales; necesitamos sentirnos protegidos. Lo que hace el neoliberalismo es construir colectivos a su medida. Toma, por ejemplo, la religión cristiana y la neoliberaliza. En el libro cito un informe que se le presenta a Nixon en los años setenta y en el que se le dice, en aquellos años de guerrillas cristianas, de la teología de la liberación, etc., que a Estados Unidos no le va bien que Iberoamérica sea católica; que la Iglesia es una estructura poderosa y autónoma que hace cosas como condenar la usura, y a la que convendría erosionar.
Se comienza entonces a enviar misioneros protestantes a Latinoamérica; evangélicos que abanderan una especie de cristianismo simplificado, prêt-à-porter, un poco aquello que decía Engels de que el luteranismo surge cuando la burguesía decide que necesita una Iglesia más barata, pero muy seductor. Un cristianismo sin largos catecismos durante los cuales se te expliquen las complejidades de la fe, sino que te dice: la literalidad de la Biblia, los Diez Mandamientos y a correr. Y que despliega celebraciones muy sencillas pero muy extáticas, en las que se canta, se baila… Convertir una misa en un sambódromo, como maliciaba en una ocasión el papa Francisco, que al final tuvo que acabar transigiendo y admitir la posibilidad de celebraciones católicas parecidas a esas, porque los evangélicos le están comiendo la tostada en el continente. En esas iglesias que además no son una Iglesia, sino múltiples sectas más o menos emparentadas pero muy autónomas, uno encuentra ese sentimiento de unión extática con los otros, pero a la vez son confesiones que santifican el lucro y la búsqueda de la prosperidad; que invierten en propiedades inmobiliarias, venden merchandising, son lideradas por predicadores millonarios que venden discos y compran radios y televisiones, etc. Hay una que se llama literalmente ‘teología de la prosperidad’ y que dice que Dios premia a quien se enriquece.
‘El neoliberalismo disuelve las estructuras colectivas que le perjudican, pero después tiene que reconstruir un sentido de colectividad’
Todo eso pasa también con el nacionalismo. El tema aquí es eso que dice César Rendueles de que el neoliberalismo no tiene grandes discursos de legitimación. No hay un monumento al Consumidor Desconocido, no hay arcos del triunfo conmemorando las victorias de la United Fruit Company. Lo que hace el neoliberalismo, metaforizo yo en el libro, es lo que el cangrejo ermitaño que no tiene concha y busca cualquier cosa que se parezca a una concha para introducirse en ella: una lata, lo que sea. El neoliberalismo agarra aquellos fenómenos que sí tienen grandes discursos de legitimación, discursos que la gente ya conoce, porque son viejos, y se introduce en ellos. Neoliberaliza la religión, neoliberaliza la nación… Un poco aquello que dice Žižek de que vivimos en la era del café sin cafeína, la leche sin lactosa y la cerveza sin alcohol: productos que conservan una determinada apariencia, pero a los que se ha vaciado de su esencia; son cascarones huecos. Con la nación pasa eso. Hay un discurso nacionalista fuerte, se ondean banderas de colores, se cantan himnos, se hacen desfiles, pero todo eso rodea, no el engrandecimiento de la nación, sino su vaciado. Como un biombo que ocultara un atraco. En Croacia —cuento también en el libro—, mientras Franjo Tudjman predicaba la gloria eterna de la nación croata y la guerra santa contra los serbios, estaba vendiendo las empresas públicas de la antigua Yugoslavia a precio de saldo a sus familiares y amigos, que luego se las vendían a multinacionales europeas. La nación sin nación; la nación sin fraternidad nacional, sin redistribución de la riqueza nacional.
Le dedicas un capítulo completo al filósofo Gustavo Bueno, en el que haces hincapié en su condición de discípulo de Montero Díaz, uno de los fundadores de las JONS. ¿Cuál es la influencia real de Bueno y sus discípulos en este nuevo nacionalismo español?
Hay un resurgir de Gustavo Bueno. Gustavo Bueno muere en 2016, pero está muy vivo. El otro día, en una librería de mi barrio, una pequeña librería donde normalmente solo se venden los best-sellers de moda, me topé con España frente a Europa de Gustavo Bueno. Estamos hablando de un libro complejo, que no es para todos los públicos. Se están reeditando las obras completas de Gustavo Bueno y sus discípulos mantienen una producción literaria estajanovista: Pedro Insua, Iván Vélez, toda esta gente te saca poco menos que un libro al año. Y de Bueno, trozos de sus charlas, de sus conferencias, circulan muchísimo por la Red. El vídeo este en el que dice ‘si al yo decir España alguien se sonríe, yo me sonrío de su puta madre’, yo me lo topo cada dos por tres, compartido con entusiasmo. Se ha convertido en una especie de lema. Gustavo Bueno gana batallas después de muerto. Y las gana, y por eso consideré importante hablar de él en el libro, porque prefigura muchas cosas. Analizo España frente a Europa y de España no es un mito, que son dos libros que se publican antes de esta ‘década prodigiosa’, pero que ahora se reeditan y son tomados por los discípulos de Bueno como matriz para su defensa de España y el Imperio.
‘Hay un resurgir de Gustavo Bueno. Bueno muere en 2016, pero gana batallas después de muerto’
Efectivamente, el gran maestro de Gustavo Bueno, su director de tesis, es Santiago Montero, un hombre que influye mucho en él y a quien en los años sesenta envía un telegrama diciéndole que su admiración hacia él aumenta con el tiempo. Y Montero es el gran albacea de la memoria de Ramiro Ledesma. Es un militante temprano del PCE, entra a militar en el 31, pero un militante extraño que ve en la Revolución soviética una revolución nacional que devuelve el esplendor perdido a la Gran Rusia, y quiere algo así para España: una revolución a la vez nacional y anticapitalista que le devuelva el vigor imperial. En su época en el PCE imparte conferencias sobre la significación revolucionaria de la batalla de Covadonga: Pelayo se alza contra el Islam y contra el capitalismo a la vez. Después se fascina por Ramiro Ledesma y pasa a militar en las JONS. Lo que no le gusta es la Falange de José Antonio, de la que dice que está formada por señoritos a los que la chacha les plancha la camisa azul. Sobre todo, es un hombre fascinado por los hacedores de imperios y por los grandes imperios, que prefigura el discurso que después también tendrá Gustavo Bueno. No hay más historia universal que la historia de los imperios universales, no hay historia fuera de eso.
Después es un tipo que lucha en el bando nacional, pero que rápidamente se vuelve antifranquista y de hecho en el año 1943 ya está confinado por orden gubernamental en Almagro, porque se ha vuelto contra Franco. Pero se ha vuelto contra Franco porque le indigna que le niegue su apoyo a Hitler y a Mussolini. Considera que el franquismo no es la revolución fascista en la que él creía, sino una cosa trasnochada, reaccionaria, monárquica, religiosa. Se vuelve contra el franquismo y después, con el tiempo, acaba siendo incluso un antifranquista, que se emociona y se entusiasma con la Revolución cubana y con Salvador Allende, pero porque ve en eso el mundo hispánico que se rebela frente al perverso mundo anglosajón protestante. Un poco aquello que decía Fraga cuando le preguntaban por su amistad con Fidel Castro, que a mí siempre me ha fascinado: ‘pese a todas nuestras indudables diferencias, Fidel Castro es un símbolo del mundo hispánico, una afirmación de independencia frente al imperio anglosajón y protestante’.
Gustavo Bueno empieza siendo una persona que se pasea con camisa azul por Salamanca, pero en Asturias se vuelve prosoviético y un ‘compañero de viaje’ del PCE, que influye mucho sobre los antifranquistas del momento. No cabe duda de que era un hombre cultísimo, brillante. Paco Erice contaba en un obituario que en aquel páramo de profesores mediocres que era la Universidad de Oviedo, Gustavo Bueno era un profesor deslumbrante, la inteligencia en estado puro, un torrente de erudición. La cuestión es que no es exactamente que se vuelva comunista: se fascina por la URSS, no en tanto que Estado obrero, sino en tanto que imperio. De hecho, ya al final de su vida, cuando se ha vuelto un reaccionario que pide el voto para el PP, está en contra del aborto, clama que hay que fusilar a Ibarretxe, influye mucho en Vox, etc., todavía sigue diciendo, medio en broma medio en serio, que mantiene la veneración por Stalin. Ve en él al emperador de un imperio generador, y no exactamente uno anticapitalista, sino sobre todo anti-lo que representan Estados Unidos, el mundo anglosajón y protestante que son sus demonios.
Pablo Batalla. Foto: David Aguilar Sánchez
Iván Álvarez, un buenista lúcido a quien aprecio mucho, me dice que soy un poco injusto en esto; que Gustavo Bueno ya se hace prosoviético en Salamanca y que lo que le interesa de la URSS no es solo lo imperial, sino también el materialismo dialéctico. Puede ser; seguro que es así si lo dice Iván, que conoce muy bien a Bueno y no es un buenista acrítico. Pero lo cierto es que Bueno deja de interesarse por el mundo comunista en el momento exacto en que la URSS se desploma. Desaparecido el Imperio soviético, la hoz y el martillo no le dicen nada. Necesita otro Imperio y es cuando empieza a desarrollar su idea de alguna clase de recuperación del Imperio español; una no necesariamente literal, pero que en todo caso pase por renegar de Europa, de lo que llama despreciativamente la Europa sublime, y alzarse contra ella con América a las espaldas.
Sus discípulos están muy activos ahora mismo, renovando ese discurso de un modo del que probablemente sea la mejor expresión 1492: España contra sus fantasmas, de Pedro Insua. Insua dice que no tenemos que avergonzarnos, sino enorgullecernos, de la expulsión de los judíos, la Inquisición, la expulsión de los moriscos y la conquista de América. Una vez más ‘y no pido perdón’. No pidamos perdón por todo esto, sino todo lo contrario: enorgullezcámonos.
¿Por qué sostienes que Rodrigo Cuevas es la antítesis de C. Tangana en su forma de relacionarse con el folclore y la tradición?
Los dos forman parte de algo muy del momento, que es un anhelo de tradición y folclore. En esta sociedad saturada de pasado que somos, renovar la tradición mezclándola con ritmos modernos e internacionales. Los dos lo hacen, tanto en sus canciones como en sus puestas en escena y sus videoclips. Pero lo que hace C. Tangana es agarrar escenas deslavazadas: una procesión de Semana Santa, un bar castizo… Una especie de cajón de sastre de imágenes sueltas que remiten a una determinada tradición que se presenta de manera fragmentaria. La tradición de Tangana no es un flujo al que se aporta agua nueva, sino algo que ardió y de lo que se rescatan algunas cosas entre las cenizas.
Me acordaba de una frase muy buena que siempre cito de Jean Jaurès: tradición no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. C. Tangana preserva las cenizas; forma parte de un movimiento más amplio que lo que busca en la tradición son los cascotes de un mundo que considera que fue arrasado. Es una mirada vengativa: recuperar lo que nos robaron, lo que nos incendiaron. La mirada de Rodrigo Cuevas, en cambio, es alegre, festiva: bebamos de la tradición, enriquezcámosla con aportes nuevos y entendámosla como un río que sigue fluyendo y puliendo los cantos de sus orillas. Y dejemos los cantos allá en lugar de agarrarlos y meterlos en una vitrina. Pensemos en algo vivo y no en un cadáver del que embalsamemos sus trozos como reliquias. La tradición puede ser progresista o reaccionaria. Hablo también de Tanxugueiras, que es un grupo gallego muy interesante, formado por mujeres, que agarra las letras machistas de romances tradicionales y los vuelve feministas. Tanxugueiras reivindica una tradición a la vez que nos dice que no todo es oro en la tradición; que hay cosas que renovar y renovarlas desde el respeto, pero también con ambición transformadora.
Una mirada reaccionaria a la tradición que está cogiendo fuerza en el debate público en los últimos tiempos.
Sí. Una cosa que también pasa ahora es la tergiversación de determinados intelectuales a los que se pone a defender lo contrario de lo que realmente decían. Pienso en Pasolini, en Simone Weil o, sobre todo, en Gramsci. Llevamos diez años hablando de la famosa ‘hegemonía’, de aquello que decía Gramsci de que para conquistar el Estado había que conquistar primero el sentido común; transformarlo a partir de sus elementos inadvertidamente emancipadores. La cultura popular es una estratigrafía, un totum revolutum de elementos reaccionarios y revolucionarios decantados a lo largo de los siglos, y contiene algo así como rescoldos de viejos relámpagos que pueden avivarse hasta volver a provocar un incendio. Tenemos, decía Gramsci, que ser pedagógicos con las masas desde ese punto de vista; el punto de vista de la mayéutica: explicarles lo que saben pero no saben que saben; recordarles, por ejemplo, que Jesús expulsó a los mercaderes del Templo o dijo que antes pasaría un camello por el ojo de una aguja que un rico por la puerta del Reino de los Cielos.
David Sánchez Piñeiro y Pablo Batalla en el Local Cambalache de Uviéu. Foto: David Aguilar Sánchez
Hoy, sin embargo, hay un movimiento de reivindicación de Gramsci que dice que tenemos, no que ‘transformar’, sino que ‘adaptarnos’ al sentido común; ir por detrás de las masas. Gramsci decía: un paso por delante de las masas, ni uno más, pero uno por delante. Estos otros tipos dicen: un paso por detrás del pueblo. Pero, además, de un pueblo plastificado, desvitalizado, un pueblo hecho de arquetipos de los Village People: el campesino de Los santos inocentes, el obrero de mono azul que fuma Ducados negro, come cachopos y echa piropos a las señoras desde su Seat Ibiza. Nos dicen: el pueblo llama pan al pan y vino al vino, el pueblo es conservador, el pueblo es patriota, el pueblo es creyente, el pueblo es antiintelectual, etcétera. A mí es algo que me toca particularmente las narices. Yo soy hijo de un minero y una ama de casa, nieto de un camionero y una modista, y ahora vivo en una aldea de sesenta habitantes donde convivo con ganaderos, con agricultores, con cazadores, con guardias civiles, con policías… Hablo con ellos, los escucho, discuto con ellos. Algo sé del pueblo. Y lo que sé en base a esa experiencia es que el pueblo no existe. No existe EL pueblo. Entre ‘los de abajo’ hay gente progresista y conservadora, creyente, no creyente y anticlerical, provacunas, antivacunas, gente culta, inculta, mediopensionista… Mi padre, que trabajó de tornero fresador en un pozo de la cuenca del Nalón, ahora es vegetariano. Cuando se nos dice: ‘Adaptémonos al pueblo’, yo me pregunto ¿a cuál? ¿A qué pueblo? ¿A cuál de los parroquianos del bar de mi pueblo, cada uno de su padre y de su madre a todos los niveles?
‘Gramsci decía: un paso por delante de las masas. Estos tipos dicen: un paso por detrás del pueblo, pero además de un pueblo plastificado, desvitalizado’
Creo que lo que tiene que hacer la izquierda es armar un discurso y un programa hablando con todos. Hablando con los campesinos, con los ganaderos y con los obreros fabriles, por supuesto. Con cada sector del campesinado, de la ganadería, de la industria, con cada voz, porque hay muchas dentro de cada sector. Pero también con los animalistas, con los ecologistas, con los intelectuales… Armar un discurso consensuado y equilibrado que no sea un despotismo ilustrado, que sea una cosa dialogada con el pueblo, pero entendiendo que el pueblo es variopinto y que una vez se arme ese proyecto hay que defenderlo frente a las élites, pero también frente a la parte del pueblo que represente un lastre o un obstáculo para ese discurso de emancipación. Me da igual que alguien ‘sea de abajo’ si pega a su mujer: es tan enemigo mío como Ana Patricia Botín. Cioran decía que hay que estar del lado de los oprimidos, pero sabiendo que están hechos del mismo barro que los opresores. Y tampoco hay que ponerse a insultar a nadie. Hay que ser pedagógicos, tener paciencia, tratar de persuadir. Pero entendiendo eso: que un oprimido puede ser un opresor de puertas para dentro de su casa; esto que dicen las feministas chilenas: ‘en la calle el Che, en casa Pinochet’.
Interesantísimo, muchas gracias.
Si nos atenemos a lo que significa el posmodernismo que vivimos: escepticismo, individualismo, poco uso de la razón, nihilismo, etc., no necesitamos muchas explicaciones de lo que se avecina en un futuro inmediato.
Leer a Vattimo, y redescubrir también a Nietzsche, aclara mucho lo que nos pasa y lo que nos espera.