Fantasías digitales para olvidar el colapso

Con las gafas de realidad virtual no veremos arder las centenarias sequoias californianas, pero no podremos evitar que nos llegue el olor a chamusquina

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Bernardo Álvarez
Bernardo Álvarez
Graduado en psicología y ahora periodista entre Asturias y Madrid. Ha publicado artículos en ABC, Atlántica XXII, FronteraD y El Ciervo.

Mucho más que la memoria—relato y representación del pasado—, el poder aspira a capturar la imaginación: la especulación y la esperanza acerca del futuro, por necesidad ficticio. Todas las aspiraciones digitalizadoras, los ensueños de una “revolución tecnológica”, se sostienen sobre el repertorio de imágenes y deseos que suministra la ideología hegemónica de Silicon Valley y del tecnoentusiasmo más obtuso.

Si pensamos en un “mundo digital” imaginamos un mundo limpio y exacto, eficiente e inmediato. Un mundo de apretar botones y satisfacer deseos. Y, algún día, apretando menos botones podremos satisfacer aún más deseos, y aún más rápido.

Este programa político, pues eso es a fin de cuentas, es una propuesta tentadora para la huida hacia adelante. Abrazar sus postulados es una forma muy higiénica, y muy descansada para la conciencia, de eludir las cuestiones más acuciantes que afronta la humanidad. El escapismo y la indolencia siempre se sienten más cómodos si les ampara una promesa de redención creíble. Sin embargo, ese es un capricho que no podemos permitirnos a estas alturas.

Lo dice el economista e investigador Juan Vázquez: “Esta es la paradoja del siglo XXI. Llevamos los últimos años discutiendo sobre la cuarta revolución industrial, el 5G, la Inteligencia Artificial…Probablemente, a nivel de desarrollo eso se pueda hacer efectivo, pero el problema viene a nivel material”. Y en verdad no es una mala noticia.

Amazon, uno de los principales patrocinadores y beneficiarios de esa “revolución digital”, se propuso hace unos meses “velar por la seguridad” de sus conductores, y de paso medir al detalle su ritmo de trabajo. Instaló para ello unas cámaras guiadas por Inteligencia Artificial—sin nadie mirando al otro lado—en sus furgonetas en Estados Unidos.

Mediante un algoritmo, las cámaras se programaron para alertar al conductor que infringiese las “normas de seguridad” de la empresa. Lo que no podía, o no quería, saber el algoritmo era si el conductor tenía en su mano evitar la infracción, pero aun así evaluaba el desempeño del trabajador. A final de mes, eso podía suponer una bajada de sueldo e incluso el despido del conductor al que la máquina considerase demasiado temerario o demasiado improductivo.

Para cumplir con las exigencias del algoritmo, que son las de Amazon, el trabajador estaba obligado a ser temerario para poder ser eficaz. Obedecer a la cámara para cumplir las normas de seguridad, además de aminorar el ritmo del reparto, suponía un riesgo para los conductores. El algoritmo podía exigirle al conductor que parase el vehículo en una rotonda o que acelerase en un atasco, o penalizarle por mirar por el retrovisor o por frenarse ante una señal que la cámara no ha detectado.

Ilustración: Mybro.

¿Qué hacer entonces?, ¿dejarse en manos del algoritmo y obtener una buena puntuación, pero incumpliendo los objetivos de reparto y arriesgándose a sufrir un accidente?, ¿o ignorar a la máquina y trabajar a buen ritmo sin importar la puntuación que otorgue el algoritmo? El laberinto de aporías en el que se enreda el conductor de Amazon es muy similar al que nos espera ahora que nos adentramos en la “economía digital”, fondos europeos mediante.

Encontramos lo mismo si miramos desde el otro lado de la pantalla. Mark Zuckerberg acaba de presentar su proyecto del metaverso, un invento escalofriante para cualquier sensibilidad educada, como el alivio definitivo de todas nuestras carencias e incertidumbres solo con ponernos unas gafas de realidad virtual. La utopía de un mundo impecable y ordenado al alcance de la mano. Pero Zuckerberg olvida que, en algún momento, al jugador le empezarán a rugir las tripas y tendrá que acercarse a la nevera.

En realidad son varias cosas las que olvida el metaverso para evadir ese laberinto del que antes hablaba. Y no soy tan ingenuo: sé que no las olvida, sino que las obvia, las oculta, las silencia. Las deja atrás para hacer como que puede—que podemos—renunciar a ellas.

Podemos despreocuparnos de la brecha de desigualdad que desgarra nuestras sociedades. Podemos olvidarnos de la precariedad y del trabajo alienante, de los atascos y de la emergencia ecológica. Todo eso es lo que viene a decir Zuckerberg en el vídeo promocional del metaverso. Allí cualquiera puede vivir en una casa de amplios ventanales asomados a las verdes praderas de California.

Y tiene una gracia siniestra que sea precisamente California, donde Facebook tiene su cuartel general. Se trata de una de las regiones del planeta más afectadas por el calentamiento global, azotada por incendios cada vez más frecuentes y devastadores. Con las gafas de realidad virtual no veremos arder las centenarias sequoias californianas, pero no podremos evitar que nos llegue el olor a chamusquina. La suspensión digital del mundo físico funciona literalmente, en este y en otros muchos casos, como una venda en los ojos dentro de una casa en llamas.

Facebook, Amazon y las demás están perfectamente enteradas de la dificultad material de realizar ese mundo plenamente digitalizado. El elevadísimo coste energético y de materias primas que requiere una digitalización total está muy lejos de ser asumible si queremos evitar el colapso. En un momento en el que el horizonte más razonable pasa por la reducción del consumo, las fantasías digitales ofrecen la ilusión de prolongar la abundancia despreocupada de las últimas décadas.

Conviene no olvidar, por cierto, que avanzar hacia esa “economía digital” implica de facto la garantía de que cuatro o cinco grandes empresas tecnológicas se consoliden como un poder absoluto e incontestable, muy por encima de cualquier institución política. Afianzar nuestra dependencia de estos gigantes, ya bastante acusada, irá seguro en detrimento de las libertades civiles e individuales y reducirá el margen de transformación social.

Si lo que buscamos es una sociedad más justa y más libre, capaz de afrontar la emergencia climática, no es en la revolución digital donde debemos poner nuestras esperanzas. Ahora que, ante los desafíos del futuro, necesitamos con urgencia de un arrojo libertario y una racionalidad sensata, no podemos admitir la tutela de cámaras ni de algoritmos. Ahora que, más que nunca, nos es vital establecer una relación directa y sensual con el mundo, no podemos escondernos tras unas gafas de realidad virtual. Las preguntas importantes son otras.

PD: Justo hoy publica El País una entrevista a dos neurocientíficos que celebran que, de aquí una década, “nos vamos a convertir en híbridos”, y no cabe recurso contra esto: “Va a ocurrir sí o sí”. La dependencia que ahora llevamos en el bolsillo estará para entonces incrustada en nuestro cerebro: “Ahora dependes de tu teléfono móvil para hacer cada vez más cosas. En realidad, lo único que hace el teléfono es conectarte a la red. Esta conexión, en vez de estar en el teléfono en el bolsillo, la vamos a tener directamente en la cabeza, por una interfaz cerebro-computadora. Estas interfaces serán posiblemente no invasivas y serán distribuidas de manera masiva a toda la población. Y esto trasladará una parte cada vez mayor de nuestro procesamiento mental al exterior. La memoria, por ejemplo. Una memoria externa nos mandará la información de vuelta. Y eso va a ser beneficioso en el sentido de que va a dar un acelerón a las capacidades cognitivas y mentales de los humanos”.

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