David Ruiz: Réquiem por un luchador de la memoria

Arriesgó una confortable vida en la Universidad, y adquirió un irrestricto compromiso militante contra la dictadura y con la causa de la democracia.

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Ramón García Piñeiro
Ramón García Piñeiro
Es historiador y profesor de enseñanza media en el IES Galileo Galilei Navia.

El pasado 26 de febrero dejaba de existir David Ruiz, asturiano de adopción -nacido en la cántabra localidad de Susilla en 1934-, historiador, profesor de secundaria, catedrático emérito de la Universidad de Oviedo y activista impenitente de toda causa humanitaria. Con su fallecimiento asistimos, no solo a la luctuosa desaparición de un docente e investigador honesto y reputado, cuyo prestigio desbordó las fronteras regionales y nacionales, sino a la extinción, ya casi completa, de uno de los últimos representantes de la generación que adquirió el compromiso ético de dejar jirones de su piel para desbrozarnos el despejado camino por el que ahora tan plácidamente transitamos. De hecho, el protagonista de esta necrológica encarna como pocos la figura del intelectual consciente, audaz y comprometido, pero no ya con una opción política concreta, ni siquiera con la clase social sobre la que ha gravitado lo mejor de su fértil y referencial producción historiográfica, sino contra la obscenidad moral de quien, por ignorancia, cálculo o cobardía, renuncia a rebelarse contra la prepotencia, cualquier forma de dominación social o el abuso de poder.

“El protagonista de esta necrológica encarna como pocos la figura del intelectual consciente, audaz y comprometido”

Un insumiso grito de dignidad profesional y rebeldía intelectual palpita en su obra escrita, cuya perennidad y excepcionalidad no radica tanto en sus aportaciones hermenéuticas o epistemológicas, en absoluto desdeñables insertadas en su contexto, sino en la osadía de haberla dotado de un carácter subversivo y aleccionador, ya sea como torpedo dirigido a la línea de flotación del impostado relato franquista sobre nuestro pasado reciente, ya sea como revulsivo crítico para que examinemos el presente “históricamente”, como recomendaba Pierre Vilar, su único maestro reconocido. La lectura y defensa en octubre de 1967 de su tesis doctoral sobre la formación y evolución del movimiento obrero asturiano desde la industrialización hasta la II República, así como su publicación al año siguiente arropada por un grupo de arrogantes mineros tiznados por el polvo del carbón, fue percibida por el antifranquismo asturiano como un anhelado acto de reparación y justicia histórica. Los albaceas del 18 de julio, a contrario sensu, reaccionaron ante la presencia de aquellos desafiantes cíclopes saturando los anaqueles de las librerías Cervantes y Ojanguren, composición gráfica del artista langreano Mario Pascual, como si los protagonistas de 1934 retomaran el asalto de la ciudad de Oviedo.

Portada de “El movimiento obrero en Asturias”, obra más conocida de David Ruiz.

Aunque la encomiable restitución de un pasado hasta entonces proscrito, prostituido, mutilado o, como en el caso de Lo social en la Asturias del siglo XX, banalizado, fue recibida con análoga satisfacción por los hijos de la derrota, no estuvo, dada la concurrencia en el antifranquismo de diversas corrientes ideológicas, exenta de lecturas ambivalentes y oportunistas, de las que se derivaron controversias y descalificaciones que no se atenuaron, antes al contrario, con el paso de los años. Desde el exilio, José Barreiro se congratuló de la publicación porque, a su entender, los socialistas no salían malparados, pero, con una perspectiva más presentista, sus correligionarios asturianos repararon en que caracterizar al SOMA como “principal sostén regional de Primo de Rivera”, como afirmaba David Ruiz en su obra, suponía torpedear la inmaculada táctica de combatir a todas las dictaduras, presentes y pasadas, sin dejarse obnubilar por sus cantos de sirena. La polémica se reactivó con virulencia en enero de 1976, coincidiendo con la celebración en el cementerio civil de Mieres del 45 aniversario de la muerte de Manuel Llaneza, cuando, en plena pugna entre UGT y CCOO por imponer su respectivo modelo sindical, David Ruiz salió a la palestra nada menos que desde la revista Asturias Sindical, portavoz del sindicato franquista, para reiterar, no solo el apoyo brindado por las organizaciones socialistas al dictador jerezano, sino su “colaboración objetiva” con la patronal hullera en el crítico contexto que el sector minero había afrontado entre 1920 y 1923. La airada réplica de Emilio Barbón, publicada en la revista Asturias Semanal, en la que reprochaba a David Ruiz su “colaboracionismo -también objetivo- con los sindicatos verticales”, así como la contrarréplica del historiador asturcántabro vertida en la misma tribuna, derivó en un áspero debate sobre la táctica opositora del “entrismo” y, por otro lado, consolidó el tópico estigma esgrimido por sus contradictores para descalificar ad hóminem su producción intelectual: la supuesta incompatibilidad de la ideología comunista, pero solo de la comunista, para elaborar un producto historiográfico honesto y riguroso.  

“SE INTEGRÓ EN EL DENOMINADO FRENTE COMPUESTO POR LAS FUERZAS DE LA CULTURA”

El remoquete, formulado como un insidioso oxímoron, no ha sido óbice para que David Ruiz se atuviera al consejo de Gramsci, otro comunista cuyas convicciones ideológicas no le restaron ni un ápice de lucidez, y proyectara su inquisitiva mirada sobre la actividad de los seres humanos, “en cuanto se unen en sociedad, trabajan, luchan y se mejoran”, en los contextos más diversos. La pulcritud deontológica, sin apriorismos ni encasillamientos, de su variopinta producción historiográfica, queda reflejada en sus síntesis divulgativas de largo recorrido sobre la historia contemporánea de Asturias y, en no menor medida, en estudios monográficos sobre el impacto del reformismo borbónico, las actitudes de la nobleza asturiana ante el proceso industrializador, las repercusiones del desastre del 98 o las posiciones doctrinales de la oligarquía regional durante la Restauración. Por lo que respecta al siglo XX, no hubo periodo ni proceso histórico que le fuera ajeno, como atestiguan su aportación a la “Historia de España” coordinada por Tuñón de Lara, su análisis sobre el impacto de la crisis del 29, su pionera recapitulación sobre la dictadura franquista y el pormenorizado estudio realizado, por encargo de la editorial Síntesis, sobre la España democrática. Con un distanciamiento crítico que deja en entredicho su apriorística descalificación como historiador al servicio de una ideología, también se ocupó de la trayectoria de la clase obrera durante la pasada centuria, del alborear del comunismo en España, de los avatares del PCE y sus principales dirigentes, del movimiento sociopolítico que los comunistas vertebraron contra Franco y, sobre todo, de la insurrección obrera de 1934, convertida en objeto de estudio predilecto. Al último y más meritorio peldaño del “cursus honorum” de su producción historiográfica accedió en 2008, coincidiendo con su jubilación como profesor emérito, con la publicación de “Octubre de 1934. Revolución en la República española”, un relato hipnótico en el que la originalidad metodológica y la densidad argumental se cohonestan para iluminar la última revolución obrera de Occidente desde una perspectiva poliédrica y omnicomprensiva.

El historiador David Ruiz

El peso del estigma insidiosamente proyectado y propalado sobre el autor y su obra siguió planeando redivivo a comienzos de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando la editorial Ayalga, cuyo principal accionista era el empresario opusdeísta Francisco Javier Sitges, rechazó su texto sobre la evolución de Asturias entre el Antiguo Régimen y la Guerra Civil, el cual previamente le había sido encomendado para conformar el tomo octavo de una lujosa historia regional en diez volúmenes coordinada por el medievalista Eloy Benito Ruano, quien en la década de los cuarenta había compatibilizado sus estudios universitarios en La Laguna y Madrid con su condición de inspector de la Brigada Político-Social. La discrepancia se dirimió en un enojoso pleito que se prolongó durante más de tres años y se sustanció con una generosa compensación económica recibida por el historiador al quedar desestimado el argumento de la supuesta falta de calidad del texto argüida por el editor. La sentencia favorable no eximió al autor del amargo trance de escuchar las descalificaciones vertidas contra su obra por peritos del demandado, como Juan Velarde Fuertes, Gonzalo Anes y Ramón Baragaño, quienes insistieron en que su aportación no cumplía los requisitos mínimos para ser publicada. Con todo, más convincentes resultaron para el juez los testimonios de historiadores de reconocido prestigio, como Tuñón de Lara o Juan José Carreras, quienes acreditaron que el veto no obedecía a criterios científicos, sino a discrepancias de índole ideológica.

Pero, más allá del fructífero e impagable bagaje compuesto por una producción historiográfica coherente que introdujo la contemporaneidad en los estudios universitarios asturianos, de los que estaba desterrada, y situó a los colectivos sociales hasta entonces invisibles en la columna vertebral de la investigación histórica, la rectilínea trayectoria de David Ruiz nos deja un rastro humano, político y ético sin parangón. En un tiempo lastrado por el laissez faire del cobarde que observa los toros desde la barrera y el oportunismo de no enfrentarse al régimen de Franco para no poner en entredicho la expectativa de una confortable e infatuada instalación académica, adquirió un irrestricto compromiso militante con las causas de la libertad, la democracia y la filantropía, de las que nunca abdicó. Se integró en el denominado frente compuesto por las “Fuerzas de la cultura” promovido por el PCE porque, previamente, entre la difusión de la Política de Reconciliación Nacional y la condena de la invasión de Praga, esta organización demostró que deseaba desembarazarse de sus prácticas estalinistas, objetivo que distaría de alcanzar a corto plazo. Además, en su seno, secundó la formación de todo tipo de alianzas multipartidistas, llámense juntas o plataformas, y, en el fuero interno, alentó la convivencia constructiva entre las distintas tradiciones sociológicas existentes en la organización. Dado este talante, experimentó como un íntimo desgarro personal y emocional el cisma abierto tras la Conferencia de Perlora en 1979, ante la que se alineó con el minoritario sector volcado en restañar la herida abierta. Por altruismo, durante décadas, ha tomado la palabra en cuantos foros ha sido requerido; desde Clarín hasta Atlántica XXII, pasando por Alborá, ha promovido todo tipo de publicaciones formativas, unas clandestinas y otras no; y, asimismo, como sempiterno agitador de conciencias, desde pioneras plataformas como el Club Cultural de Oviedo hasta iniciativas más cercanas como Tribuna Ciudadana, ha dado aliento sin sectarismos a cuantas propuestas de índole cultural han cuajado en Oviedo.

No abjuró de sus principios éticos y políticos ni siquiera cuando se vio seriamente comprometida su propia carrera profesional, puesta en almoneda por la inquebrantable firmeza de convicciones de la que siempre hizo gala. El episodio más turbio de la obscena cacería de la que fue objeto alcanzó su cénit al comienzo del curso 1973-1974, cuando, en la más genuina tradición macartista, fue expulsado de la Universidad por motivos ideológicos, pero ya había tenido un bochornoso prólogo cuando, para impedir que accediera por oposición a la condición de profesor agregado, la plaza quedó vacante sin causa justificada. En la doble cacicada, le correspondió el papel de Torquemada a otro medievalista, el gijonés Luis Suárez, a la sazón director general de Universidades y, más recientemente, biógrafo de Franco, promotor de la fundación que lleva su nombre y presidente de la Hermandad del Valle de los Caídos, pero a otros corifeos menos connotados por un anticomunismo patológico les correspondió la estomagante tarea de servir su cabeza en bandeja de plata o ponerse de perfil. Tal vez por todo ello, quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, asistimos a sus lecciones, volvemos la vista atrás con idénticos presupuestos metodológicos, compartimos los mismos principios deontológicos y, en no menor medida, disfrutamos a su lado de inolvidables momentos de franca amistad y camaradería, procuramos asomarnos al espejo de su legado para vislumbrar el reflejo, por muy pálido o fugaz que sea, de algo parecido, pero de sobra sabemos, no ya que es un propósito inútil, que también, sino que nos ha dejado irremisiblemente huérfanos.

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