Lo primero que desapareció fueron las manchas de tierra de las toallas de mano que traía mi padre de Ensidesa. Luego desaparecieron también esas toallas, y en las que se colgaron después en los toalleros se veía, en el borde mismo en el que antes aparecía el nombre de la fábrica donde había trabajado mi padre, una cenefa de flores rosadas y amarillas que hacían juego con los azulejos del baño.
La casa empezó a llenarse de cosas nuevas y limpias desde el día en que mi abuela dejó de comprar de una en una, cuando iba al mercado, las piezas de cubertería. Las paredes del pasillo y del comedor perdieron la humedad, en los techos se colgaron lámparas donde se había colgado el embutido, y el chillido de los ratones que atrapaba la ratonera desapareció para siempre.
También desaparecieron los olores –el del ganado, el del cuchu, el olor de los orines debajo de las camas– y no volvimos a usar jabón Chimbo para bañarnos. Desaparecieron el hambre y el miedo al hambre. El frío, la bolsa de agua, los sabañones.
De los caminos desapareció la gente y de la ventana del cuarto en el que murió mi abuelo desapareció un día mi abuela. En ese mismo pueblo en el que jugamos de niñas ya nadie se volvió a sentar delante de la casa a ver los entierros cuando había entierros, y ya nadie mostró interés en observar a los demás para contar sus historias o imaginarlas. Los que llegaron después, llenando los huecos de los que nos fuimos, o los que se quedaron de antes, se volvieron discretos, educados, minimalistas, mirando más hacia sí mismos que hacia los otros, haciendo lo posible por no molestar, haciendo sobre todo lo imposible para que nadie los molestara, para que nadie se metiera en su vida, en su intimidad, en su burbuja.

Todo se hizo, ya lo dije, más limpio: los caminos, las casas, los sentimientos, también las palabras… Los nombres de las cosas que habían desaparecido se olvidaron y fueron tomando lugar otros acentos y nuevos nombres. Y lo que desapareció –las palabras y las cosas que esas palabras nombraban– apenas ocupó un espacio invisible en el lugar que el corazón reserva a los nostálgicos.
Pero la nostalgia, o la melancolía, no sirven a veces de mucho: con eso no se come ni se vive necesariamente mejor, y lo que hacía falta era el tractor que ha ido envejeciendo debajo del horru, la segadora que ya no usa nadie, la catadora que acabó en el montón de la chatarra, el llagar eléctrico, la lavadora… cualquier cosa que hiciera la vida más cómoda y fácil, y que permitiera borrar las manchas de tierra de las toallas que traía mi padre de Ensidesa y que no se iban ni aunque mi madre las pusiera en el verdín o las amugara con azulete. La nostalgia tuvo que arrinconarse, hacer como que no existía, ignorar su poder analgésico, y aquellos que solo sabíamos usar la palabra escrita para vivir, empezamos a rellenar las pérdidas que nos afligían con el trazo de unas letras que difícilmente interpretaban la realidad.
Al principio se había ido haciendo con calma y sin apuro y nadie se dio cuenta, pero enseguida se dejó ver cada vez que se abría el maletero del coche y se sacaban las bolsas del Alimerka con cartones de leche y paquetes de yogures; y las bolsas de la carnicería de David con chorizos y panceta; y los quesos de afuega’l pitu de la Borbolla o de Ambás con los que acompañar el dulce del postre o con los que hacer las cuajadas. La escena siguiente fue menos escurridiza: pumaradas enteras de manzanas sin recoger, dibujando un paisaje sin precedentes desde fines de verano hasta que aparecían las primeras heladas de diciembre, un paisaje al que nos tendríamos que acostumbrar para no asustarse al otro año cuando la manzana comenzara a consumirse a sí misma y empezara a abonar el terreno en el que se arraigaban los árboles que repetirían ese escenario de fruta abandonada en cuanto la luz del otoño tiñera el aire. Y cuando esta imagen deslumbró la retina, hubo que cerrar los ojos, torcer el cuello hasta la incomodidad, concentrar la mirada en el futuro.
¿Pero el futuro de quién?
Pero lo que guardamos en esas páginas igual de limpias carecía de la densidad áspera de lo que se había perdido. Y los diccionarios no valieron para nada. Y las gramáticas ayudaron muy poco. Y la voluntad empezó a desvanecerse en cuanto nos dimos cuenta de que con esas manos que traíamos de vuelta no tendríamos más opción que dejar que la fruta adornara los árboles hasta que les llegara el momento de tapizar y abrigar el suelo; y aceptar que la tierra se volviera campo y se encargara incluso de borrar la huella de los espacios que los mismos nostálgicos llegamos a habitar. Con esas manos no habría forma de ganarle a la naturaleza.
Por suerte.