Los días de niebla se sucedieron entre noche y noche, con la prosa encarcelada en la retina, la abulia disparada, la realidad permanentemente cuestionada y puesta a prueba, como una guerra recurrente, constantemente embestida, perdida, desarmada. Otras veces era un tren expreso cargado en su vagones de sustancias y borrasca. Otras, me quedaba tan quieto como una estatua convertida en sal, que ha cometido el terrible pecado de contemplar demasiadas veces todo lo que uno dejaba atrás. A veces un disco se convierte en la tabla de salvación después del naufragio, un mantra que te interpela, te reconoce, te resucita, consigue que no te envilezca del todo la soledad, sin necesidad de trucos ni engaños. Hay discos que te dicen suavemente lo que hay. “Sur en el valle” se convirtió en un colchón sucio, como un consuelo paciente y dudoso, violento y falible, cada vez que me arrastraba por el barro y lograba encaramarme hasta la cama. Y después la soledad. Esa la gestiona uno solo, hasta que se cura o te curan. El concierto de Quique González conjuró este domingo en el teatro de La Laboral el último año de mi vida orlado de orgullo y desidia, peste y tristeza.
“El concierto de Quique González conjuró este domingo en el teatro de La Laboral el último año de mi vida”
“Sur en el valle” me iba cicatrizando las heridas, mes a mes, como una receta, una medicina, recomponiendo el cuerpo, echando el cierre anunciando algo así como una liquidación por final de temporada. Los asturianos y los cántabros sabemos que el viento del sur es un aire que saca a los lobos de su guarida, despierta pesadillas, alimenta demonios. Quique González colma fracasos convertidos en canciones, al ritmo melodioso del idioma con tarantela country, guitarra acústica y hammond. Gracias a “Sur en el valle” conseguí ser invisible, desquitarme, arrepentirme, morir por morir, matar por matar, frecuentar los fantasmas fingiendo ser un tipo inalterable hasta llegar a ser un hombre inalterado. Quizá le estoy dando demasiada importancia a un disco. Me la suda. Simplemente ha sido así. Vendrán otros discos, otros libros. Es el porvenir.

El domingo el madrileño repasó casi todos los temas de su último dísco, con un sonido diáfano, hermoso y crepuscular, volviendo a demostrar que en el Valle del Pas se puede componer una balada americana con la honestidad de un llanero en Kansas, convocando a todas las tribus para la derrota. Era el primer día de la primavera y un oso pardo asomaba la cabeza desde la oscuridad invernal de la caverna dispuesto a iniciar una nueva vida. Con el alma entera y una dulce sonrisa, rescaté del escenario “Amor en ruta”, “Lo perdiste en casa”, “Te tiras a matar”, “Tornado”, “Jade”, “Alguien debería pararlo” o “Puede que me mueva”. El hammond de Raúl Bernal y los punteos de Toni Brunet añadieron una profundidad al sonido que permitieron que el intimismo insondable de este disco no acabara en la locura del ensimismamiento, convirtiendo el show en un ejercicio de extrema fidelidad al sonido del vinilo crujido, con esa sensación pletórica de estar ante una gran banda que muestra su genealogía de Dylan a Petty y así en este plan.
Toni Brunet tiene una versatilidad acaballante. Logra que sus cuerdas vayan del folk y del blues americano a las sutiles armonías de un postrock relajado con una facilidad desopilante. Cesar Pop demostró nuevamente su veteranía sobre las tablas, como si a sus espaldas se armara musicalmente cada canción, su tempo, su ritmo. Es un hombre al fondo del paisaje que junto a Diego Rojo al contrabajo y Edu Olmedo a la batería, dibujan paisajes, todos los escenarios del Sur observado como un color, una idea o un concepto que inyectado de materia: sonidos que articulan la soledad, el destierro, el fracaso, la derrota.
Por el medio, se fueron alternando otras canciones, otros discos, otros cataclismos digeridos como observadores de un cuadro de Hopper. El primero que selló fue a la memoria de Rafael Berrio, fallecido hace dos años, durante la pandemia. Considerando fue un hermoso homenaje/canción a uno de los mejores compositores españoles, todavía desconocido para la gran mayoría y que hoy merece ser reivindicado. “Salitre”, “Miss Camiseta”, “La casa de mis padres”, “Tenía que decirlo”, “Daiquiri Blues” y “Vidas cruzadas” sonaron sobre el escenario convocando a un público permenentemente cómplice durante las dos horas de concierto.
El viento del sur, como llega se va. El viento también se muere. Se nos muere. Y después qué. Otra vida, otra etapa, otro viento, el mismo de siempre, otro mal viento, otra primavera, con el diablo en la mirada, el azogue de la memoria, moviendo la rueca de los días, el hilo de Ariadna, hasta el próximo disco, el siguiente concierto, curado de espanto, sin nostalgia, ni melancolía. O sea, fetén.