“No pocas mujeres públicas, desde el primer momento, se colocan del lado de la revolución. En las líneas de fuego, con gran peligro de su vida, corren a socorrer a los revolucionarios heridos”. Esto sobre las prostitutas ovetenses lo cuenta el minero Manuel Grossi Mier, militante del Bloque Obrero y Campesino, y uno de los trabajadores que participó en la toma de la capital asturiana durante la Revolución de Octubre de 1934. No es el único testimonio previo a la Guerra Civil del que disponemos. En su autobiografía Dolores Ibárruri también da cuenta del contacto que tuvo con varias prostitutas madrileñas a las que conoció durante su estancia en la cárcel de mujeres de Madrid durante el año 1932. Pasionaria, encarcelada por motivos políticos, en aplicación de la muy represiva Ley en Defensa de la República, va a organizar en prisión a un grupo de reclusas compuesto mayoritariamente por putas, carteristas y abortistas. Entre las acciones reivindicativas que realizan estarán una protesta por las condiciones de vida en la cárcel y la celebración del 1 de Mayo, cantando todas a coro La Internacional y otras canciones revolucionarias. Ya diputada tras las elecciones de febrero de 1936, Ibárruri se encargará de que sus ex compañeras se beneficien de la amnistía concedida por el nuevo gobierno de izquierdas y salgan de la cárcel.
“Pasionaria va a organizar en prisión a un grupo de prostitutas, carteristas y abortistas”
Marginadas entre las marginadas, las prostitutas no fueron ajenas al intenso ambiente de politización que vivieron las clases populares españolas en la década de los 30, y sobre todo tras el fallido golpe de Estado de julio de 1936 y el inicio de la Guerra Civil. Sin embargo, más allá de notas al pie como las antes comentadas, los testimonios que nos han llegado para reconstruir lo que pudieron ser las actitudes políticas de las prostitutas españolas en los 30 son escasos y dispersos. A pesar de este difícil punto de partida, la antropóloga Marta Venceslao y la filóloga Mar Trallero, se han propuesto en el libro “Putas, República y Revolución” (Virus, 2021) acercarnos tanto a los comportamientos políticos de las putas, como a los debates en el seno de las izquierdas sobre la prostitución. Las autoras distinguen, grosso modo, entre una corriente libertaria, más volcada en la abolición de la prostitución, aunque con excepciones, y otra socialista, que sin llegar nunca a abogar por una autoorganización de las trabajadoras sexuales, dio en general menos importancia al asunto, y en la práctica convivió con el regulacionismo sin problematizarlo en exceso.

Las autoras destacan no obstante que el abolicionismo fue una posición bastante transversal en las izquierdas españolas de la década de los 30. Y es que antes que las anarquistas de Mujeres Libres, fueron feministas republicanas como Clara Campoamor las primeras en abanderar la lucha por la abolición de la prostitución en España. No lo hicieron solas, sino en colaboración con médicos republicanos, partidarios del llamado “higienismo”, que defendía una renovación de las costumbres y hábitos de vida de la sociedad, en especial de las clases populares. El proyecto para la erradicación de la prostitución impulsado por estos sectores progresistas de clase media terminó siendo aprobado en junio de 1935 por el gobierno de derechas salido de las elecciones de noviembre de 1933, si bien con importantes cambios que suavizaban el carácter más abolicionista del proyecto defendido por las izquierdas. En la práctica se terminaría convirtiendo en una legislación a caballo entre los deseos abolicionistas y cierta práctica regulacionista.

La cuestión resurgiría con fuerza durante la Guerra Civil. En toda la España antifascista se daría la misma contradicción entre la teoría y los hechos: mientras el discurso oficial de partidos y sindicatos era la erradicación de la prostitución, en la práctica esta crecía y las organizaciones antifascistas convivían con ella sin demasiados problemas. Solo en Barcelona se calcula que en 1937 había 4.000 mujeres dedicadas a la prostitución. Un crecimiento del 40% teniendo en cuenta que en 1934 los informes oficiales hablaban de 1.500 putas en la ciudad condal. La prostitución crecía con la guerra y Mujeres Libres, una organización anarcofeminista fundada en la primavera de 1936, sería la que más en serio se tomaría la lucha abolicionista, que la mayoría de la izquierda situaba como algo deseable, pero en el largo plazo, y por supuesto no un asunto prioritario en mitad de una guerra que se iba perdiendo.
Para las militantes libertarias la prostitución significaba en cambio un ejemplo atroz de la explotación capitalista de las mujeres, y dedicarían enormes esfuerzos a combatirla desde las posiciones de poder que habían logrado con el estallido de la guerra y la revolución españolas. Durante su breve periodo al frente del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social la anarquista Federica Montseny apoyaría la iniciativa de Mujeres Libres de los pioneros Liberatorios de prostitución, espacios para que las putas pudieran aprender otro oficio, así como para la “curación psicológica y ética” y “fomentar en las alumnas un sentido de responsabilidad”. Tuvieron implantación en Catalunya, Madrid, Aragón y Valencia. En Barcelona, algunos de ellos se instalarían en antiguos prostíbulos requisados como Casa Emilia o Casa Madame Rita. En entrevistas posteriores Montseny valoraba muy positivamente la experiencia de los liberatorios señalando que muchas de aquellas ex prostitutas se reintegraron a una “vida honrada”. La ex ministra destacaba que “algunas de ellas casándose incluso y siendo esposas y madres ejemplares”.

Los resultados de los Liberatorios serían sin embargo mucho más desiguales de lo que reconocería Montseny, que también admitía que “algunas mujeres reincidieron en su antigua profesión”. La prostitución no desaparecería nunca de la retaguardia republicana, y pese a los intentos de erradicarla y “educar” a los milicianos y soldados para que fueran revolucionarios consecuentes y no acudieran a los burdeles, los posicionamientos más pragmáticos se terminaron imponiendo sobre los más radicales. La declaración en agosto de 1936 de Solidaridad Obrera, periódico de la CNT, sentenciando que “los barrios bajos deben desaparecer” y anunciando que “la piqueta revolucionaria” rasgaría “las entrañas doloridas que han echado raíces en nuestra sociedad” se quedaría en realidad en poco más que un brindis al sol. Así, Marta Venceslao y Mar Trallero explican que en el Barrio Chino de Barcelona los anarquistas tomaron el control de los prostíbulos, pero en la mayoría de los casos, en lugar de cerrarlos optaron por “humanizarlos”. ¿En qué consistía esto? En explicar a los clientes que debían tratar con respeto a las putas. Los carteles decían por ejemplo “Camarada, trata bien a la compañera que elijas. Piensa que puede ser tu hija, que puede ser tu hermana”.

Las prostitutas no fueron en todo caso meros sujertos pasivos durante la guerra y revolución española. Tal y como explican las autoras de “Putas, República y Revolución” muchas de ellas tomaron parte activa en el bando antifascista y en los primeros días de la guerra se unieron como muchas otras jóvenes españolas a las milicias de los partidos y sindicatos. Tras un primer verano de tolerancia, su presencia en los frentes sería usada interesadamente para desprestigiar la presencia de mujeres en las milicias. Y es que después de haberse convertido en un símbolo de la resistencia popular al golpe de Estado, a lo largo del otoño las organizaciones antifascistas irían sacando a las mujeres de los frentes para asignarles tareas en las fábricas, los campos, el transportes, hospitales o colegios. Esta división sexual del esfuerzo bélico también se trasladaría a la prostitución. Las putas no debían estar en el frente sino en la retaguardia, convenientemente sometidas a controles médicos para evitar la transmisión de enfermedades venéreas a los compañeros que combatían en los frentes. El regulacionismo, y no el abolicionismo, se terminaría imponiendo en la práctica como la política de las autoridades de la España antifascista con respecto a la prostitución.
Por último Marta Venceslao y Mar Trallero rastrean lo que podrían ser algunos pioneros ejemplos de autoorganización de las prostitutas como trabajadoras sexuales. Así, las autoras del libro rescatan los relatos de los brigadistas Mary Low y Juan Breá sobre las putas que en el contexto revolucionario de colectivizaciones rurales y urbanas que vivía la España antifascista “se alzaron contra los patronos a los que pertenecían los prostíbulos y ocuparon los lugares de trabajo”. Algunas de ellas intentaron incluso constituir una sección sindica de la CNT. Nuevamente el problema de las fuentes para conocer si estos fueron casos aislados o en efecto las experiencias de empoderamiento y autoorganización estuvieron más extendidas en la España revolucionaria, lastra nuestro conocimiento de un tema que tanto en los años 30 como en la actualidad sigue generando una enorme controversia en las izquierdas. “Putas, República y Revolución” es un acercamiento en apenas 150 páginas a la geneaología de algunos de estos debates que llegan hasta nuestros días.