Doña Emilia

En la pieza los hechos se suceden como en la novela. La épica se traslada felizmente al estilo directo que requiere la escena y el argumento muestra los momentos, conflictos y personajes principales.

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Roberto Corte
Roberto Corte
Roberto Corte (Oviedo, 1962). Vinculado al teatro asturiano desde 1980, y ligado a la autoría y dirección en el ámbito escénico, en la actualidad colabora como crítico en revistas especializadas.

Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán

Adaptación: Eduardo Galán

Dirección: Helena Pimenta

Intérpretes: Pere Ponce, Ariana Martínez,  Francesc Galcerán, Marcial Álvarez, Esther Isla y David Huertas

25 de marzo, Centro Niemeyer, Avilés

Julián, el capellán de Los pazos, es en la adaptación de Eduardo Galán quien nos cuenta la historia. Lo hace con una entradilla alusiva a la autora y a Clarín, que dos años antes acababa de sacar La Regenta, en un intento de encontrar similitudes entre su personaje y Fermín de Pas. Es evidente que los dos caracteres tienen poco en común, aunque a Pardo Bazán y a Clarín los hermanaba el hecho de ser superiores a sus contemporáneos ilustres, sin que nadie, por aquel entonces, estuviera dispuesto a confesarlo. Doña Emilia escribió algo de teatro sin demasiada fortuna, siendo su fuerte los artículos, la crítica, la novela, los cuentos y el “ensayo”, donde destacaba como agitadora intelectual preocupada por todo cuanto la rodea. Leerla es siempre un placer. Nunca defrauda. Y ver su obra sobre el escenario invita a descubrirla y a volver a las fuentes.

En la pieza los hechos se suceden como en la novela. La épica se traslada felizmente al estilo directo que requiere la escena y el argumento muestra los momentos, conflictos y personajes principales. Los celos, la bestial violencia caciquil del marqués, la ternura de Nucha, la bondad y honestidad del sacerdote… Llama especialmente la atención la escenografía de José Tomé y Mónica Teijeiro, de madera rústica, que alcanza también al suelo y representa muy bien la naturaleza del pazo, su abandono, sin perder su aspecto señorial. Las proyecciones definen con precisión los diferentes espacios donde transcurre la acción. El marqués es déspota, blasfemo y maltratador. Vive amancebado con una criada que le dio un hijo y el padre de ésta. El capellán lo aparta de la vida depravada y lo convence para que se vaya a la ciudad, donde se casa con una prima, Nucha, que le dará una hija en vez del varón deseado. Las disputas entre conservadores y liberales también entran en juego, al igual que un médico liberal, positivista. Tiene el teatro una identidad –el vivo y el directo– que pervierte las adaptaciones de época,  generando entre los espectadores una conciencia colectiva del presente que actúa irremediablemente sobre los hechos, y que es algo que no ocurre en la lectura de novelas, al estar ancladas ya como documento en una convención de contexto. Sorprende lo alejada que nos queda en la escena la cuestión de la sucesión patriarcal –y eso que generó las guerras carlistas– o el uso de violencia explícita, ya un tanto maniquea.

Esther Isla, Pere Ponce y Marcial Álvarez.

Pere Ponce encarna con gran verosimilitud al capellán, al transmitir al personaje la dulzura y bondad que le caracterizan como actor. Marcial Álvarez –al que recordamos por el televisivo Pope– brilla como tiránico marqués, chulesco y despótico; Francesc Galcerán está soberbio como villano, Esther Isla seduce por su ternura y desgarro, Ariana Martínez por su naturalidad risueña y David Huertas como joven doctor. Helena Pimenta, desde la dirección, refleja con eficacia el ambiente pesimista que envuelve la tragedia, consiguiendo un magnífico espectáculo de gran fuerza y belleza.

En la melancólica escena final del cementerio, pasados unos años, es donde doña Emilia expone de manera magistral su poética sobre el determinismo naturalista –más explícito en el libro–, tan alejado del modelo francés. A Zola le reprochaba el centrarse sólo en los aspectos sórdidos y desagradables de la sociedad. Aunque el autor de Les Rougon-Macquuart comprendía, siguiendo a Marx, que “en la sociedad, como en la naturaleza, la putrefacción es el laboratorio de la vida”.

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