Al atardecer del 20 de febrero de 1949, un domingo de invierno como otro cualquiera, el cielo de Peñule se tiznó de tonos cárdenos y anaranjados, pero los parroquianos no repararon en tan insólito e inquietante meteoro. Como tenían por costumbre, poco más de una decena se congregó en el chigre de Arsenio Moro Álvarez, donde solían apurar las últimas horas de las jornadas festivas. Ya oscurecido, en una mesa presidida por un porrón de vino, Longinos Yagüe, Buenaventura Diez, Germán el Portu y Adelino Álvarez Suárez, un falangista ensoberbecido al que sus vecinos apodaban El Macho, se enfrascaron en su cotidiana partida de tute, observada y comentada por el resto de la concurrencia. De improviso, pasadas las 10 de la noche, un joven armado irrumpió en el local, encañonó con su escopeta a los jugadores de cartas y realizó dos disparos contra El Macho, que se desplomó de la silla al tiempo que gritaba “ay madre del alma que me mató”. Ya en el suelo, lo remató con su pistola ametralladora y lo despojó del arma que siempre llevaba, una pistola del 9 largo. De inmediato, apuntó hacia Aduato Moro Álvarez, otro falangista presente en el local, que desesperadamente buscaba protección debajo de una mesa, y disparó contra él, infligiéndole graves heridas que le ocasionaron la muerte a las pocas horas. Desde el umbral de la puerta, la escena fue contemplada por otro hombre de menor estatura y tez morena, quien empuñó sus propias armas, encañonó al resto de la clientela, ordenó que no se movieran y cubrió la retirada de su camarada. Antes de abandonar el chigre, entre vítores a la República y el comunismo, se identificaron como los guerrilleros Rubio y Quintana.

La Guardia Civil supuso que con el doble crimen habían querido vengar la reciente muerte de otros dos guerrilleros, Aladino y Osorio, acaecida el 25 de enero, pero las vidas de El Macho y Aduato Moro fueron segadas por su implicación como falangistas de la Vieja Guardia de Figaredo en la persecución de los familiares y apoyos de los izquierdistas que, como ellos, sobrevivían ocultos por los montes.
Falangista de raza.
Las autoridades franquistas se mostraban cicateras con los caídos por España que fueran de baja extracción social, pero no dejaban a sus familiares en un completo desamparo. Con arreglo a lo dispuesto en una Ley del 31 de diciembre de 1945, ambas viudas, María Díaz y Berta Díaz, recibieron una modesta pensión vitalicia. Luis Vicente Moro Díaz, hijo de Aduato, que no había cumplido los nueve años cuando falleció su padre en el chigre de su tío, fue ascendiendo, desde entonces, paso a paso, en el escalafón del Frente de Juventudes, en el que se formó personal y políticamente bajo los principios del Movimiento Nacional. Superó con tanta aplicación el “cursus honorum” del buen falangista que, antes de cumplir los 20 años, ejercía de profesor de Formación Política en el Colegio Auseva de los Hermanos Maristas de Oviedo, dirigía la escuela de mandos del Frente de Juventudes y, asimismo, desempeñaba la jefatura provincial de su servicio de Formación y Seminarios. Por ello, en agosto de 1961, cuando ya había completado con éxito su primer curso en la Facultad de Derecho, figuró entre los cinco jóvenes seleccionados en toda España por el Frente de Juventudes para participar en un viaje científico y cultural organizado por la UNESCO. Durante su segundo año como estudiante universitario también fue delegado de su curso, pero dimitió porque no pudo impedir que en abril de 1962 sus compañeros no asistieran a clase para protestar por el convenio subscrito entre el Gobierno y la Santa Sede, mediante el que se autorizaban y homologaban estudios universitarios promovidos por la Iglesia.
Entre el compromiso cristiano y la revolución pendiente.
Una trayectoria paralela, pero por un cauce alternativo, fue recorrida por José Ignacio Quintana Pedrós, quien nació en Oviedo en 1941, se matriculó en la Facultad de Derecho en 1959 y, por aquel tiempo, buscaba acuciante respuesta a sus inquietudes juveniles, tanto sociales como espirituales, en las filas de la Juventud Obrera Cristiana, el otro ámbito de socialización juvenil tolerado por el régimen. A finales de abril de 1962, deslumbrado por la entereza con la que los mineros sostenían un desigual pulso con el Gobierno y conmovido por las ya palmarias carencias que se detectaban en los hogares de los huelguistas, se encomendó a Rosendo Riesgo, sacerdote de Cáritas Diocesana, para que le aconsejara cómo concretar el compromiso cristiano con los más desfavorecidos tantas veces invocado de forma retórica en las charlas de formación católica a las que había asistido. El cura le comentó la experiencia de los comedores parroquiales y le animó a que tomara la iniciativa de recaudar fondos mediante cuestaciones para sostener los aludidos comedores y socorrer a las familias carentes de recursos, pero advirtiendo a cada donante de que todas las aportaciones serían canalizadas únicamente a través de Cáritas y que los fondos se destinarían a fines estrictamente cristianos y caritativos.

Fue así como el joven Nacho Quintana, mediante el socorrido procedimiento de la cadena de colaboradores, de la que formaron parte otros estudiantes, como Carlos Álvarez Sánchez, y recabando modestas aportaciones que oscilaban entre las 25 y las 50 pesetas, que en algún caso excepcional podían llegar a las 100, recaudó 11.500 pesetas. El 28 de abril abordó en el patio de la Facultad de Derecho al falangista Luis Vicente Moro, compañero de estudios, y le propuso que distribuyera la cantidad recolectada en Peñule entre las familias mineras que considerara más necesitadas, sin otra condición que reservar una partida relevante para el coadjutor de Figaredo. El encargo fue aceptado y cumplido por el falangista el 3 de mayo de 1962, fecha en la que, en un Citroën de matrícula francesa conducido por el puertorriqueño Edwin Nicolás Ramos Yordan, y acompañado por el lavianés José María Suárez García, Luis Vicente Moro se desplazó hasta Peñule, distribuyó los fondos entre los vecinos cuya situación consideró más apurada e hizo entrega al coadjutor de Figaredo de 3.900 pesetas para el sostenimiento del comedor parroquial, una cantidad inferior a la acordada.

Aunque se ampararan en el doble blindaje de la camisa azul y la sotana, iniciativas como esta solían acabar en las dependencias policiales. El joven falangista fue severamente interrogado por un inspector de la 9ª Brigada Regional de la División de Investigación social, ante el que tuvo que identificar a todos los beneficiarios de las ayudas. Manulu, de baja por larga enfermedad, Paco el hijo de Sarabia, Juan el Tuberu, el Gallegu, otro enfermo de prolongada duración, Andrés, Benigna, una recogedora de carbón con una hija minusválida, José Antonio, enfermo de silicosis, Geles, retirada de recoger carbón, y un tal Villa fueron, entre otros, algunos de los socorridos. Poco después, a mediados de mayo, fue reprendido por esta actividad caritativa por el subjefe provincial del Movimiento, quien lo remitió a su superior, el jefe provincial del Movimiento y gobernador civil, como medida disciplinaria y “de subordinación a la Jerarquía”. La máxima autoridad provincial, más condescendiente, no realizó ningún comentario sobre el componente altruista y humanitario de la iniciativa, pero amonestó paternalmente al cándido falangista por dejarse instrumentalizar por curas y democristianos para sus propios fines. Antes que la caridad, le reconvino, la tarea prioritaria que en aquel estado de emergencia correspondía a los hombres del Movimiento no era otra que persuadir a los huelguistas de que depusieran su actitud y se reintegraran al trabajo, no proporcionarles medios materiales que les permitieran prolongar su antipatriótica resistencia.
Una mirada desde abajo.
Se cerró así un paradójico bucle que, una vez más, viene a poner en cuestión las visiones simplistas y maniqueas que prevalecen de las movilizaciones sociales, en las que se delimitan inequívocas fronteras entre los contendientes y, dependiendo de la adscripción política o ideológica, cada actor es previamente encasillado en el bando correspondiente sin atender a su singularidad. Casi siempre presuponemos que la conducta de las personas es congruente con su trayectoria e ideario, minusvalorando que hasta las identidades más sólidas y las convicciones más rocosas no están exentas de dudas, contradicciones e incongruencias. Las ambivalencias y vacilaciones de quienes, bajo el franquismo, iniciaron su proceso de concienciación social al amparo de los sectores de la Iglesia orientados hacia el apostolado entre los obreros y los campesinos más modestos, han sido glosadas con toda suerte de matices en no pocas publicaciones de carácter testimonial o historiográfico. No fueron excepcionales los activistas procedentes del progresismo católico, como Ignacio Quintana, que, tras participar en aleccionadoras experiencias como la descrita, fueron adquiriendo un compromiso más activo y beligerante con la causa del antifranquismo desde otros presupuestos políticos e ideológicos. En su caso, desde las pioneras células del Frente de Liberación Popular, del que fue fundador en Asturias, donde coincidió con otros jóvenes procedentes de las JOC, como José Antonio García Casal. Sin embargo, pocas veces se ha reparado en los sentimientos contradictorios y las lealtades entrecruzadas de quienes, habiendo sido educados en la verborrea falangista, se dieron de bruces con una realidad que no se compadecía con la huera retórica de los sueños imperiales y las banderas victoriosas. Luis Vicente Moro era hijo de un falangista de la vieja guardia, caído por España en silente e irregular combate con la guerrilla antifranquista, pero su padre también fue maquinista de extracción del pozo Santa Bárbara de Minas de Figaredo, donde trabajó su abuelo. Su tío Arsenio fue condenado a 15 años de cárcel por un tribunal militar franquista y un hermano de su madre contrajo la silicosis de forma prematura. Dada la idiosincrasia del contexto familiar y sociolaboral de procedencia, ¿sorprende que estas experiencias vitales interfirieran con el proceso de ideologización al que fue sometido en las organizaciones juveniles de Falange? Proponía Spinoza que se observaran las conductas “desde la perspectiva de la eternidad”, pero, a veces, las actitudes más paradójicas e inexplicables solo adquieren congruencia vistas desde abajo.