Fui a Barcelona por primera vez en septiembre de 1988. Hacía dos meses que había acabado la carrera y me había pasado el verano preparando la tesina sobre Cristina Peri Rossi, una escritora que había descubierto azarosamente dos años atrás y de la que había ido leyendo de manera errática buena parte de su obra. En algún momento que ignoro, yo había decidido ir a Barcelona a conocerla, a hablar de sus historias y a hacerle algunas preguntas, pero no recuerdo cómo llegué a ponerme en contacto con ella, y de ese primer viaje a Cataluña, tamizado por la literatura y por lo que entonces eran mis inquietudes académicas inmediatas, me quedan tres o cuatro escenas muy claras que no me sirven, de todos modos, para reconstruir el relato completo del mismo. Lo pienso y me viene a la memoria el viaje de ida en ALSA, mi conversación con Cristina en la sala de su apartamento en Travesera de Les Corts —donde creo que aún vive—, mi paseo en autobús por el centro de una ciudad que se me sigue resistiendo a cartografiar mentalmente, quiero pensar que camino al Parc Güell, y mi almuerzo en un restaurante marroquí que podría haber estado en el Raval. No sé cuántas noches me quedé —aunque me imagino que no más de una, las justas para cumplir con un interés que no era precisamente turístico—, ignoro también dónde dormí y si me imagino caminando por las Ramblas o visitando el Gótico bien pudiera ser en aquel viaje o en alguno de los viajes posteriores, no muchos en realidad, que yo hice a Barcelona.
En el otoño del 86 acababa de empezar cuarto de Filología Española, y la fascinación que una parte importante de los estudiantes compartíamos por la literatura latinoamericana era cosa de pasillos, donde se oían nombres que no aparecían ni en los programas de clase ni se aludía a ellos en toda una hora de instrucción académica en la que lo único que se esperaba de nosotros era que pusiéramos a prueba nuestras dotes para tomar los apuntes que tendríamos que reproducir luego en los exámenes. Cortázar, Rulfo, Carlos Fuentes, Bryce Echenique, García Márquez… eran algunos de los clásicos contemporáneos que íbamos descubriendo más bien por nuestra cuenta, y de cuyas obras nunca hubo una discusión crítica en el salón de clase. Por supuesto, la universidad española de aquellos años no contemplaba la posibilidad de añadir un nombre de mujer a la lista de nombres de hombres y si ahora quiero pensar que se habrá mencionado en algún momento a Sor Juana Inés de la Cruz —o no— nadie nos invitó nunca a acercanos a su obra, mucho menos a la de Cristina Peri Rossi, la autora uruguaya radicada en Barcelona desde principios de los años setenta, galardonada con el Premio Cervantes que ha recogido hoy en su nombre la actriz argentina Cecilia Roth (por problemas de salud de la escritora) y a cuya obra me aproximé con tanta curiosidad como atrevimiento cuando estaba en mis últimos años de carrera.
Al poco de volver de Barcelona, redacté mi tesis de licenciatura, la defendí, conseguí una beca de investigación y empecé a estudiar la obra de Adolfo Bioy Casares, una elección aparentemente tan arbitraria como la primera y que no marcaba una línea de continuidad clara en mis intereses literarios. Sé que tampoco fue así, pero sin entrar en mayores detalles, y vista esta historia con treinta años de distancia, no puedo dejar de preguntarme qué fue lo que me llevó a una autora primero, y al segundo escritor casi inmediatamente después. Con los años, reconozco que cada vez me interesa más ver lo que hay de mí en las obras que me gustan, en aquellas que me han acompañado a lo largo de la vida, o en ciertos momentos de mi vida, y en esa singularidad que hace que el diálogo con unos textos tenga la fluidez de una buena conversación que no se tiene con otros.
Reconozco que fue la noticia del Premio Cervantes, a principios de noviembre, lo que me llevó de nuevo a Cristina, pero ya el verano pasado había tenido algo de premonitorio cuando encontré en el desván de mi casa en Grullos una de esas cintas del siglo pasado que ya no existen y en la que había grabado mi conversación con la escritora uruguaya aquel septiembre del 88. La traje a Nueva York cuando regresé a principios del otoño y la noticia del Cervantes me pilló, casi textualmente, escuchando la entrevista con esta escritora que, arrancada de su tierra a principios de los setenta, cuando la dictadura militar que se estaba fraguando en su país empezaba a caerle encima, haría de Barcelona su segundo hogar, aun cuando en aquella España de los setenta —vivo Franco todavía— se seguía respirando el fascismo. Su idea era regresar a Montevideo cuando se calmaran las cosas, pero el viaje de vuelta nunca es fácil y, desde entonces, ha pasado medio siglo que la ha hecho vivir, como ha declarado en más de una ocasión, en un estado de exilio permanente, el mismo que se reconoce en esos personajes suyos inadaptados, apátridas, arrojados a un mundo en el que no acaban de sentirse cómodos —casi siempre en la cuerda floja— y en el que les resulta prácticamente imposible interpretar el argumento de la felicidad. Con las historias de estos personajes, a los que Cristina se acercaba con una mirada irónica que le permitiera soportar tantas líneas de vida realmente insoportables, fue con las que me imagino que me identifiqué a mis veintipocos años y, más allá de las anécdotas particulares —el destierro de Cristina Peri Rossi— yo pude haberme reconocido en esa metáfora, tampoco exactamente nueva, pero necesariamente recurrente, de la vida como un exilio. “El exilio”, me decía Cristina, “es un símbolo, porque todos estamos exiliados de algo”.
Durante muchos años seguí siendo fiel a su obra, interesándome por todo lo nuevo que iba publicando, pero con el tiempo, y cuando la vida me había llevado también a mí a vivir fuera de mi país —y además bastante lejos— fui buscando menos acidez en la literatura y sintiéndome más cómoda y reconfortada con aquellas autoras y autores que aceraban menos su estilo y eran capaces de enfrentarse al dolor con una palabra más desnuda, traspasada por la fragilidad y sin miedo a dejar en evidencia nuestra fragilidad. Esa es la Cristina que aparece en Julio Cortázar y Cris, un bellísimo homenaje a su gran amigo, muerto de lo que entonces aún no se sabía que era sida, después de haberle hecho una transfusión de sangre contamida, en 1984. Cristina escribe esta historia de amistad con la ternura de la que tantas veces huyó, y lo hace desde la complicidad que tenía con Julio Cortázar y desde el cariño profundo que sentía por ese hombre que no podía aceptar que estuviera muerto. “No fui al entierro de Julio Cortázar, dice en la primera línea del libro. No estoy en la foto. En las numerosas fotos que se hicieron después de su muerte, una lluviosa mañana de febrero de 1984. […] Aborrezco la muerte y los ritos funerarios”. Había otra razón profunda, sigue diciendo: “Me negaba a aceptar que Julio fuera mortal, y prefería recordarlo vivo, eternamente joven, […] sano, viajero, a veces un poco melancólico”. La lectura de este libro, que compré en La Central de El Raval, en un viaje reciente a Barcelona, volvió a acercarme a una autora de la que disfruté mucho durante mis años de juventud, y lo hizo con una palabra para mí nueva —lavada, como diría Natalia Ginzburg— despojada de los miedos más profundos y mucho más en consonancia con la sensibilidad de la persona que yo soy hoy.