No quise mirar la hora que era antes de salir de casa para no acelerarme más, pero estoy segura de que pasaban de las cuatro y media y el recital de piano empezaba a las cinco. Reiko, la profesora, ya sabía que íbamos tarde, y cuando le hablé por teléfono solo me dijo que apreciaría mucho si Rosalba llegaba lo bastante pronto como para tocar con ella la última pieza que habían estado ensayando. Con que estuviéramos en el estudio a las seis menos cuarto o a las seis valdría, me dijo. Llamé a mi esposo a la oficina para hacerle saber lo retrasadísimas que andábamos, pero se había ido. Llamé a mi hija mayor al teléfono celular pero no me contestó. Llamé una vez más a Reiko para confirmarle que íbamos y le dejé un mensaje. Cuando mi marido llegó al estudio y vio que no aparecíamos, salió a la calle y me llamó desde uno de los pocos teléfonos públicos que aún quedaban en la ciudad para preguntar qué estaba pasando. Se lo expliqué con la mayor capacidad de síntesis de la que soy capaz y aproveché para preguntarle si sería mejor ir en el metro o coger un taxi. Sabía que iba a decirme que fuéramos en taxi, pero no estaba segura de que a esas horas, un viernes, fuera la solución más indicada. Decidí ir en taxi más por cansancio que porque pensara que íbamos a llegar antes que si cogíamos el metro.
El primer taxi al que nos acercamos estaba a punto de irse con otro viajero. El conductor nos hizo un gesto con la mano, señalando el coche que había delante suyo, pero era un coche particular. Estaba acercándome a la ventanilla cuando escuché que alguien me preguntaba adónde queríamos ir. Al volverme, vi a un señor vestido de traje, recostado contra la pared de la tienda de los yemeníes que hay justo a la entrada de la estación del subway, con una lata de bebida en la mano. Hablaba con un tono tan gangoso que lo primero que pensé fue que estaría borracho, pero mi hija me dijo luego que lo que pasaba es que tenía un lisp. Miré con un poco de descaro lo que estaba bebiendo y vi que era una lata de Arizona, uno de esos refrescos con un sabor difícil de identificar que, de todas formas, no he probado nunca. Aunque el señor seguía resultándome extraño, sin poder explicar a qué se debía la sensación de extrañeza, y principalmente porque no tenía más opciones, le pregunté cuánto nos cobraría por llevarnos a la calle 46 entre las avenidas sexta y sétima. “42 dólares”, dijo. Me pareció demasiado y el señor notó en mi gesto lo que no llegué a decirle. “Piénselo”. No tenía tiempo para pensarlo y traté de hacerle entender. “30 dólares”, dijo entonces el señor. Me metí en el vehículo —que era una van nueva— y sin que hubiera podido deshacerme de la desconfianza que el señor me generó desde el principio, miré y vi que no tenía ninguna de las identificaciones que suelen llevar los taxistas en la parte de atrás del asiento del conductor. Todavía estábamos abrochándonos el cinturón de seguridad cuando le pregunté dónde tenía el carné de taxista. Justo al lado de la guantera había algo que yo quise pensar que era lo que buscaba y enseguida, ligeramente ofendido por mi suspicacia, me sacó uno de esos letreros que llevan los choferes de limusinas al aeropuerto para recoger clientes exclusivos. Me dio el nombre de la compañía para la que trabajaba, que no recuerdo en absoluto, y glosó muy a su manera las características de la empresa.
—Usted va con la mejor compañía de Nueva York. Yo trabajo con gente rica y famosa.
Si pensaba que eso me iba a dar seguridad estaba equivocado.
—Yo no soy rica ni famosa —le dije— pero merezco que nos atienda igual que a la gente famosa y rica con la que usted trabaja.
Se deshizo en atenciones y decidí no hacer que se sintiera mal. Quise creer que era taxista y que iba a hacer lo imposible para llevarnos, lo más pronto que el tráfico de un viernes a la tarde le dejara, al estudio donde Rosalba tenía el recital de piano.
—Yo sé adónde ustedes van —siguió diciendo este hombre que había decidido ganarse la confianza que yo le había puesto a prueba—. Trabajo en esa zona y hay ahí un hotel.
Es posible que estuviera acostumbrado a llevar a sus clientes a hoteles, pero no era el caso.
—Vamos a un estudio.
No se dio por vencido y aseguró de inmediato que conocía el estudio, que estaba debajo del hotel al que acababa de referirse.
Algo en su discurso hizo que quisiera ponerme de su parte y le di a entender que agradecía que nos hubiera atendido.
—No es fácil que te quieran llevar —comenté con una espontaneidad que a mí misma me hizo sentir bien—. Si no se trata de un viaje al aeropuerto te dicen que no.
—Es que son todos dominicanitos.
Eso no me gustó y le pregunté de dónde era él. Antes de que me contestatara, traté de averiguar.
—¿Ecuatoriano?
—Nicaragüense.
—Hay pocos nicaragüenses aquí —le dije, e inmediatamente hice memoria de toda la gente de Nicaragua que había conocido en los años que llevo viviendo en Nueva York.
Aparte de Genoveva, una estudiante que había tenido en el 2002, y a la que le daba poemas de Gioconda Belli sobre la maternidad porque estaba esperando una niña; de una actriz de Managua con la que trabajé en la editorial Sur a finales de los 90, y de Rosa María, la secretaria de nuestro departamento, que es de los Cayos Misquitos, no recuerdo haber conocido a nadie más.
—No tenemos ni consulado, casi ni siquiera restaurantes.
Sin que yo le preguntara, y cuando ya circulábamos por el River Side Drive, me empezó a contar que había trabajado para High Bridge, que por eso conocía a todos los taxistas dominicanos y a la gente de Washington Heights, pero que la compañía se había ido a pique por los impuestos que debía y que se había cambiado de nombre para no desaparecer. Él ya había acabado el servicio ese día, y estaba en la base de la 181 porque necesitaba un poco de cash para ir al Kentucky Fried Chicken a comer algo. Supongo que se sentía obligado a dar unas explicaciones que yo no le estaba pidiendo y que me importaban poco.
—En mi compañía solo pagan con tarjeta —siguió diciendo—, hasta el tip te lo incluyen en la tarjeta.
Luego añadió:
—Yo a usted ya le trabajé.
No era verdad, pero el hombre estaba haciendo lo posible para que cuando se acabara el viaje yo estuviera convencida de que había ido con el mejor taxista de Nueva York. Le pregunté si había llegado cuando la guerra civil y me dijo que sí.
—Estuve con la guardia de Somoza. Y cuando llegué a este país ya en la aduana sabían quién yo era.
No entendí muy bien la última parte, aunque sí las intenciones de lo que estaba diciendo, y como hubiera preferido no haber escuchado lo que escuché decidí callarme y no preguntar más. Pero no hacían falta preguntas, porque él ya había decidido contarme toda su historia. Había viajado primero a Guatemala, donde pensaba quedarse un tiempo breve haciendo turismo antes de cruzar a los Estados Unidos. Allá en la capital estaba un día sentado en un parque de la ciudad comiendo un elote cuando se acercó a él una mujer vestida de dama de casa. Me preguntó si sabía lo que era un elote y le dije que sí, pero lo que me había llamado la atención no era esta palabra, que es difícil no conocer habiendo vivido en México, sino esa expresión de dama de casa que escuchaba por primera vez.
Él no le hizo mayor caso a la mujer cuando le preguntó algo, pero por insistencia suya se volvió y, al girarse, se encontró con una mujer hermosísima. La invitó a un elote, se compró uno más para él y pasaron buena parte de la tarde juntos. En algún momento, la mujer le preguntó si sabía manejar y si tenía trabajo. Le contó que la familia con la que ella estaba necesitaba un chofer y le dio una dirección. Cuando al día siguiente llegó al lugar que llevaba anotado en el trozo de papel que la mujer del parque le había dado, se encontró con la sirvienta vestida de señora. Le hizo gracia el cambio y se puso contento. La señora le dio el trabajo de chofer y estuvo en Guatemala diez años con esa familia, hasta que a ella le ofrecieron un cargo diplomático en Austria y tuvo que mudarse. Él la acompañó a Austria, allí aprendió inglés, vio por primera vez la nieve y a los tres años, después de haber enfermado la mujer y tener que regresar a Guatemala, él se vino por fin a Nueva York. Desde su llegada, me imagino que a finales de los 90, este hombre ha estado viviendo en el mismo apartamento del Bronx, cerca del estadio de los Yankees.

Algo en su historia logró conmoverme y olvidar un poco que había formado parte de la guardia somocista. Decidí encontrar un punto de conversación más neutro, pero que aún fuera de mi interés, y le pregunté qué lenguas se hablaban en su país. Estábamos todavía a la altura de la 125 y, si el tráfico no despejaba un poco, podríamos pasar unos veinte minutos más, quizás treinta, en aquel coche.
—Yo soy maya y hablo maya —me dijo.
Nunca me hubiera imaginado esa respuesta y me entusiasmé con el cambio de giro que había tomado la conversación. Pensé que se estaría refiriendo al náhuatl y le pregunté. Dijo que no, que lo que hablaba era maya y que no había aprendido español hasta los once años; que la educación primaria en su ciudad, hasta sexto grado, era en maya y que tenía muchos familiares que no hablaban castellano. Me contó que, aparte de su país, solo en Guatemala había podido hablar en su lengua. Le pregunté cómo la escribían, y me explicó que hacían unos cuadritos donde ponían las letras, pero no entendí bien lo que me quiso decir y, después de preguntarle otra vez y seguir sin entender nada, no insistí más. Celebré sinceramente que hablara maya y comenté lo importante que era no perder los idiomas originales de nuestros países. Creo que el que ahora no entendía muy bien lo que yo quería decir era él. Después de todo, no tenía ninguna razón para pensar que una lengua que seguía hablando con su familia nicaragüense fuera a desaparecer algún día.
Yo aún estaba sorprendida por lo que acababa de contarme, porque sé de gente ecuatoriana o peruana que conoce el quechua pero no lo quiere hablar, aunque también sé de otras personas que una vez que llegan a Nueva York dejan de sentir la vergüenza que sentían en su país de origen por expresarse en un idioma prehispano. Agradecí también que no hiciera comentarios sobre el español caribeño, como me los haría un par de semanas después la higienista hondureña que me limpió la boca y me preguntó de dónde era. Cuando le dije que de España le faltó tiempo para recitar lo de la madre patria, y cuando yo, antes de abrir completamente la boca para que empezara a hacerme la limpieza y quedarme callada, le dije que no tan madre, me enumeró todas las cosas buenas que los colonizadores españoles les habían dejado: la religión, la lengua, la comida. En ese orden. Me alegré de que la conversación fuese más bien unilateral para no sentir la compulsión de dar una lección que no me parecía conveniente darle. Solo en un momento en el que me pidió que me enjuagara, cuando había llegado al punto de decir que le había costado acostumbrarse al slang de los dominicanos, y que los hondureños hablaban como los colombianos, que eran los que hablaban más parecido a los españoles, conociendo el subtexto de toda esta información como lo conozco, y antes de que me volviera a meter el aparato de la limpieza en la boca y tuviera que volverme a callar, no pude evitar un comentario que sirviera para equilibrar de alguna manera lo que esta mujer acababa de decir: “Los dominicanos hablan igual que en el sur de España”. Sé que no es del todo cierto, porque el “igual” que yo usé a propósito está lleno de matices, pero tampoco es mentira y la idea era hacerle entender que no hay nada así como un español de España que, además, sea el español mejor hablado y que, por casualidad, sea el mismo que hablan los colombianos y los hondureños.
Cuando el taxi dobló en la 47 y empezó a cruzar las calles de Manhattan, miré la hora en el celular y pasaban seis minutos de las cinco y media. Me tranquilizó pensar que a pesar de lo tarde que habíamos salido de casa y de lo congestionada que estaba la high way, íbamos a llegar bastante bien, con suerte hasta podríamos escuchar a algunos de los otros niños que tocaban. Le pregunté al taxista si iba a buscar algún sitio para comer y, como si se hubiera olvidado del inicio de la historia, me dijo que solo compraba comida en los carritos que se ponen en la calle, que son lo más barato. Por poco más de cinco dólares se llevaba una comida completa a casa, me dijo. Coincidí con él en que era lo mejor, no porque lo creyera o dejara de creerlo —son contadas las veces que he comprado comida de los carritos como para poder juzgar— sino por amabilidad y porque en el fondo aquel hombre me había caído bien, aunque no sé si bien es el término exacto para describir una sensación en la que se habían mezclado el agradecimiento y la lástima. Volvió a decir que conocía perfectamente esa zona y me enseñó el hotel donde aún seguía pensando que íbamos. El estudio quedaba al otro lado y él nos dejó justo enfrente.
Antes de que me diera tiempo a desabrochar el cinturón y comprobar que no dejaba ninguna cosa en el coche, él ya se había adelantado a abrirnos las puertas. Parecía una escena de película, o una imagen que solo he visto en ciertas zonas de Manhattan cuando el portero de un edificio exclusivo se acerca al taxi y ayuda a bajar a esos pasajeros igualmente exclusivos que no deben de ver delante suyo una persona, sino una fuerza de trabajo para hacerles la vida más fácil. Ahí sí que me dio lástima, y después de pagarle y despedirme de él, dejándole más propina de la que inicialmente había decidido dejarle, pensé en lo muy feliz que este hombre parecía ser tras pasar la vida entera sirviendo a los ricos.