La muy novelada ciudad de Oviedo ha merecido de nuevo atención literaria, aunque por parte de obras dedicadas a clamar contra el efecto pernicioso para las ciudades y el paisaje del «tsunami urbanizador» sufrido por España durante el franquismo y la democracia. En el muy erudito ensayo del periodista Andrés Rubio, “España fea”, publicado hace unos meses, se la cita en dos ocasiones, no para abundar en su potencial narrativo sino para denotar su infortunio urbanístico, un fragmento más del devastado panorama –salvo honrosas excepciones– al que se refiere el descalificador título del libro.
La primera alusión a Oviedo se hace mediante una cita de Llázter Moix, periodista y crítico de arquitectura, que en su libro “Queríamos un Calatrava: viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio” analiza, dentro de un abanico más amplio de desmanes, el «caso terrible» del Palacio de Congresos de Oviedo. En la segunda mención a la heroica ciudad, se lamenta Andrés Rubio del «desorden edificatorio» de las últimas décadas, fruto de un proceso «nítidamente especulativo», del signo banal de muchas edificaciones y de las «malas esculturas» que asolan sus calles, y vuelve a hacer hincapié en el «fracasado y ruinoso Palacio de Congresos… que costó trescientos sesenta millones de euros, símbolo de una época de irracionales jerarquías de intereses económicos y políticos».
“El alcalde está con su rascacielos tan satisfecho como un faraón con su pirámide”
Conviene señalar para evitar agravios que también Gijón y Llanes son motivo de censura en ese libro, si bien más de pasada.
Viene esto a cuento porque el protocolo acordado entre el Ministerio de Defensa, el Principado de Asturias y el Ayuntamiento de Oviedo sobre el futuro inmobiliario de la Fábrica de la Vega amenaza con tomar cuerpo en otra singular contribución a ese memorial de agravios que arruinan la belleza del territorio patrio. Todos los elementos que han intervenido en esa degradación parecen reunirse también en este caso: enriquecedores cambios en el uso del suelo, destrucción de patrimonio arquitectónico, sobreedificación, infraestructuras que segregan, etc.
Había un gran reto, una extraordinaria oportunidad de cambio y de mejora, sin que ninguna autoridad acertara a darle salida y –¡cómo no se les ocurriría antes! – la solución era muy fácil; bastaba con trazar unas rayas en el plano e ir anotando: aquí mil viviendas, aquí la torre más alta de Asturias –para que se vea desde Gijón–, aquí la autovía, y estas instalaciones y esos chalets que estorban se tiran. Había una catedral con una sola torre –un fallo–, y ahora –lo más cerca posible una de otra– irrumpirá una segunda atalaya, que cambiará el perfil de la ciudad, como si nuestros regidores fueran dueños del paisaje. El alcalde está con su rascacielos tan satisfecho como un faraón con su pirámide.
Una operación gravosa en la que muchos ganan: el Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma, el Ministerio de Defensa, los constructores y los hosteleros; y es de temer que pierdan la ciudad y quienes la habitan y visitan. Se va a pagar un desorbitado precio por lo que no es sino fruto del esfuerzo de muchas generaciones de trabajadores de la Fábrica de la Vega seguramente mal pagados. A cambio de algunos equipamientos y un polo biosanitario de chúpate los dedos, ¿merece la pena tanto destrozo irreversible? ¿La gran oportunidad consistía en eso? Todo se ha resuelto además a base de ordeno y mando e incienso, grandes, tóxicas, vaharadas de incienso, y prisa, mucha prisa, con secretismos, sin debate público, que llegan las elecciones y la vida es corta. ¡Ay, Dios mío!
Lo más desconsolador es que era –al parecer– el único acuerdo posible. ¿De qué me sonará ese cuento?
Sólo un pequeño matiz: el Ayuntamiento de Oviedo… ¿gana?
Se queda con los edificios que tienen tremendas necesidades de conservación y mantenimiento; corre a su cargo la urbanización del recinto; y todavía quedan a favor de Defensa posibles plusvalías…
Sr. Canteli, Ud. de negociar, nada de nada.