A Mictian se le rompía la voz mientras leía para el resto de la clase los cuatro últimos capítulos de La contadora de películas. Tuvo que parar en más de una ocasión, controlar las emociones que se interponían en la lectura, arruinar la dicción y la fluidez perfectas. La vida que palpitaba detrás de los trazos de tinta, y el dolor necesario que se cobijaba en ellos, eran demasiado poderosos como para preocuparse de leer bien. No había, en realidad, otras posibilidades de lectura, salvo que fuéramos capaces de ignorar el destino de María Margarita, ese personaje entrañable que nos había ido acompañando durante todo el semestre.
Leí por primera vez esta hermosísima novela de Hernán Rivera Letelier en el verano del 2019. Mi amiga Sonia Rivera Valdés había dado con este autor del norte del Chile cuando, buscando información en Internet sobre las letras de las canciones populares, se encontró con el título de una obra de la que nunca habíamos oído hablar, La reina Isabel cantaba rancheras. Compró el libro enseguida, lo leyó y, casi inmediatamente, quedó atrapada en ese mundo de las salitreras chilenas que nadie había descrito antes como Rivera Letelier. No tardé en dejarme contagiar de su pasión por el autor pampino, y reconozco que hice de La contadora de películas mi pasión particular. Desde entonces, me he hecho acompañar por mis estudiantes en la relectura de una de las historias de la literatura mejor contadas y he estado atenta, con un interés excesivamente personal, a sus reacciones emocionales, como buscando en sus respuestas mi propia complicidad con la novela y con el final de esta fábula.
Fue en la playa de El Garruncho, sentada en una de esas rocas que día a día se dejan acariciar por las aguas broncas del Cantábrico, cuando me sentí golpear por esa tres páginas mínimas con que acaba la historia, la imagen de esas dos mujeres —madre e hija— naufragando casi a la vez en el espejismo del desierto, amarradas irremediablemente por sus sueños truncados e incapaces de hacer nada la una por la otra para salvarse.
He vuelto a leer muchas veces la novela. La anécdota, que sorprende al principio, ha dejado de ser una parte relevante de la lectura pero, de manera insistente, ansío llegar a ese último capítulo que me sé casi de memoria, y que no deja nunca de impresionarme como si fuera nuevo. Difícil explicar cómo alguien pudo haber descrito con una austeridad tan elegante, no solo la compleja relación de la madre y de la hija —con todo lo que esta relación tiene de amor obsesivo, de frustración, de compasión necesaria— sino, y sobre todo, la porfiada fragilidad de nuestros anhelos más hondos.
La reacción de mis estudiantes es siempre visceral.
A mitad del semestre, una alumna se acercó un día a mi oficina para decirme lo furiosa que estaba conmigo por haberles pedido que leyeran una novela que acababa tan mal. Hubo otra que mostró apasionadamente su disgusto profundo con la madre. Hay algunos que la disculpan y responsabilizan al padre de su desgracia y la mayoría, en su esfuerzo por entender las decisiones más incómodas de María Margarita, llega seguramente a entenderlas, aunque estoy convencida de que el impacto emocional de las líneas más arrugadas del cuento se queda con ellos más allá del análisis literario y de los argumentos más racionales. Confieso que me gusta que así sea.
A veces, como si quisiera ajustarme mejor al rol de profesora que desempeño ante mis estudiantes, les hago fijarse en la creación del escenario, en el desarrollo de la trama, sobre todo en la textura de la lengua porque la lengua me gusta mucho, pero yo misma no puedo evitar sumergirme en esta historia de mentira que vuelve transparentes las palabras —a pesar de, o gracias a la fuerza que las mismas palabras tienen— y que se impone con fuerza al olor de la tinta.

En alguna ocasión, y para jugar con los límites entre la ficción y la realidad, les pido que le escriban una carta a la protagonista de la novela. La escriben con gusto, aliviados por no tener que hacer un estudio académico de la obra y dirigiéndose a este personaje de la pampa chilena como si de una persona de carne y hueso se tratara. Me conmueve siempre lo que mis alumnos escriben, un poco a medias entre la candidez y la necesidad imperiosa de exigirle a la literatura los argumentos con final feliz que les hacen falta en su propia vida. Y aunque entiendo el deseo, solo parcialmente lo comparto, porque el capítulo final de La contadora de películas, cuando madre e hija se agarran a esa puerta que ninguna de las dos puede atravesar para reconciliarse, me reconcilia, sin embargo, con todos los finales que a lo largo de mi propia biografía tampoco he podido cambiar.
Recuerdo, especialmente, la carta de Jocelyne Rivera. Una nota breve, emotiva, desnuda, la carta que cualquier escritor, pensé en cuanto acabé de leerla, le gustaría recibir de alguno de sus lectores. “Te amé como personaje –empieza diciéndole esta estudiante a María Margarita–. Pude relacionarme con el hecho de que no hubieras querido ver a tu madre, incluso cuando tuviste oportunidad de hacerlo. La novela de la que eres protagonista me hizo reír, llorar, enojarme. Sentí todas las emociones que solo un buen libro puede producir y, aunque tu historia fue triste, sé que muchas veces, en circunstancias de la vida real, las cosas salen de esta manera. Desde entonces, rezo todos los días para que, si te reencarnas, tengas más suerte y lo hagas en una vida mejor”.
Parece que, a finales de este año, saldrá la versión cinematográfica de La contadora de películas. Aunque inicialmente se había hablado de Isabel Coixet como realizadora de esta adaptación de la novela de Letelier, la cinta —una coproducción española, francesa y chilena— estará finalmente dirigida por la directora danesa Lone Scherfig. La noticia es, desde luego, una buena noticia y espero que también lo sea para el autor. Después de tantos semestres leyendo la novela en mis clases, admito que tengo curiosidad por ver la película, aunque no estoy muy segura de que lo acabe haciendo. Tengo miedo a que me arruine la magia de la historia, a que el rostro demasiado carnal de los actores se acabe por imponer al rostro que yo ya les he puesto a los personajes, a que la María Margarita construida por mis afectos se acabe desdibujando y acabe por perderla. Tengo miedo, en realidad, a los efectos de la imagen porque hay muchas historias, y La contadora de películas es para mí una de ellas, que solo se pueden contar con palabras.