A medida que la campaña electoral agota su plazo, llega la hora de los indecisos, esa encarnación del pueblo soberano que pese a su habitual desapego de la vida pública acaba decantando la suerte de los comicios. En contra de lo que se piensa, no son los ciudadanos más politizados los que inclinan la balanza sino los menos resueltos, aquellos que esperan hasta última hora y por un quítame allá esas pajas terminan dando su apoyo a una u otra formación o se abstienen de votar. Cabría intuir que su carácter dubitativo les lleve a hacer lo que vean en los demás y que su cualidad –no menor– en ese sentido consista en atinar con la dirección del viento, pero quizá todo suceda al revés y al final sean quienes más claro lo tienen quienes por algún inexplicable arcano –el voto es secreto– se sumen a lo que dispongan los indecisos, de manera que gracias a los primeros triunfe lo que resulte de deshojar la margarita por parte de los segundos. Si las elecciones fueran como cubrir una quiniela, los que más dudan siempre se las arreglarían para acertar el pleno.
El equilibrio entre izquierda y derecha que las encuestas anuncian en las circunscripciones electorales más relevantes, aquellas en las que la victoria o la derrota de uno u otro bloque simboliza su éxito o fracaso en toda España, vuelve agónicas las disyuntivas de los indecisos. ¿Qué dilemas rondarán por su cabeza? ¿Les preocuparán los asuntos locales o comunitarios deudores de las condiciones de vida o se sentirán, sobre todo, amedrentados por la abrupta irrupción en la campaña de zombis de ETA con mando en plaza? ¿Apoyarán la mejora de los servicios públicos o abrazarán la pintura apocalíptica de aquellos para quienes los gobiernos progresistas, aun por templados que sean, siempre derivan en un régimen de excepción denotado por un perturbador sufijo (felipismo, zapaterismo, sanchismo…)? ¿Votarán a partidos de izquierdas o se sumarán al magma conservador que fluye de las urnas en las últimas consultas electorales? ¿Actuarán desmemoriados, dando síntomas de alzheimer? ¿Sus sufragios dictarán solo el signo de los próximos gobiernos municipales y autonómicos o su influjo engordará como bola de nieve hasta prefigurar el color del futuro gobierno del Estado?
¿Votarán a partidos de izquierdas o se sumarán al magma conservador que fluye de las urnas en las últimas consultas electorales?
Hemos salido con buen pie de una epidemia, un volcán y los daños colaterales de una guerra y, pese a las lluvias de los últimos días, nos enfrentamos ahora a una sequía. Son problemas que por su naturaleza hubieran debido concitar el compromiso de todas las fuerzas políticas, pero únicamente hay cuestiones de Estado cuando la derecha gobierna. Esas calamidades le han servido, al contrario, de munición para poner en pie de guerra a los suyos, que llevan tiempo muy movilizados y acusan ya una impaciencia desbordante.
Ante las confrontaciones electorales, la derecha saca ventaja a la izquierda en un asunto primordial: sus electores están más politizados que los de sesgo contrario y no hacen ascos a las trampas en el juego. Los primeros corren a las urnas para evitar que la izquierda gobierne, y los engaños de sus representantes les importan menos que el agravio insufrible de que sus adversarios triunfen. A muchos votantes de la izquierda no les mueve en igual medida ese rechazo. Unos, los más moderados, tienen escrúpulos con las parejas de baile y a otros, los más desfavorecidos socialmente, les cuesta trabajo participar en los comicios si no perciben beneficios en la acción de gobierno. Es innegable que en los últimos años se han tomado numerosas medidas para combatir la pobreza –siempre difícil de erradicar–, pero a saber si la población más vulnerable habrá notado mejoras en su día a día y cuál será su estado de ánimo.
Así, pues, ¿qué harán los indecisos? El tono bronco, falaz y desvergonzado que ha dominado la campaña electoral complica seguramente los titubeos de ese minoritario grupo de veleidosos ciudadanos con tan sorprendente poder de decisión. En el vértigo de estos días, cuando pequeñas sumas o restas de sufragios pueden arrojar diferencias sustanciales, ya solo el hecho de dudar parece mala señal. Ganas dan de tocar madera.