Nuestro mundo y el mundo

Las urnas han puesto de manifiesto que la izquierda se halla en retroceso y está siendo derrotada en la batalla ideológica.

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Miguel Rodríguez Muñoz
Miguel Rodríguez Muñoz
Es abogado y escritor.

La peor herencia de la transición a la democracia en España fue dejar a los ciudadanos el recado de una derecha franquista, una derecha sin convicciones democráticas, con una noción guerracivilista de la política, imbuida de una idea de España hostil al hecho de su pluralidad territorial, más fiel a los intereses de grupo que a los colectivos, con vocación no solo de gobierno sino de control sobre todos los poderes del Estado, atenta siempre a negar legitimidad a la izquierda para gobernar y tramposa sin límites en el juego político. Pese a que la Reforma consagró una serie de garantías institucionales y políticas que daban ventaja a las fuerzas conservadoras –monarquía, régimen electoral, indisoluble unidad de la nación española, mantenimiento de los cuerpos represivos, etc. –, la derecha pronto se vio frustrada en una aspiración que había guiado sus pasos durante el cambio de régimen: perpetuarse en el gobierno.

La alternancia política, aun con un partido de signo tan templado como el PSOE, siempre fue vivida por la derecha como un grave revés, una quiebra en el funcionamiento de unas instituciones pensadas para otra cosa, un tiempo de excepción. El colmo de la perversión del nuevo régimen llegó con el gobierno formado por socialistas y podemitas, una novedad recibida como un desafío intolerable, frente al que la derecha puso en acción su arrollador aparato de propaganda y movilizó a todas sus fuerzas (jueces, policías, medios de comunicación, empresarios, banqueros, grupos de presión, etc.) Durante estos cuatro años no cesaron las embestidas para tumbar al gobierno de izquierdas, cuya existencia misma se convirtió en una prueba de estrés que nuestra democracia resistió con dificultad.

Nacho Cuesta y Alfredo Canteli. Foto: Iván G. Fernández
Carmen Moriyón y “Floro”. Foto:

Las elecciones del 23 de julio ofrecen de nuevo a PP y Vox la oportunidad de poner fin a esas exasperantes desviaciones que por diversos motivos –fracturas, 23F, excesos, corrupción, etc.– no lograron impedir –aunque se lo propusieron– ni la UCD ni el PP de Aznar o de Rajoy: le llega el turno ahora a Feijoo, un político gris pero diestro en volver vitalicios mandatos temporales. Si gana las elecciones generales –solo o acompañado– usará en el empeño todas las armas necesarias –incluidas reformas legales, cuando la composición del TC le sea favorable– para dar satisfacción a esa voluntad de permanencia y evitar que el régimen surgido de la Reforma descarrile nuevamente. Un viento reaccionario que viene de Europa hincha sus velas.

¿Por qué van a sufrir una derrota las formaciones integrantes de una coalición de gobierno que superó crisis muy graves, tomó medidas contra la desigualdad y deja –contra viento y marea– la economía y el empleo en buenas condiciones?

El resultado de las recientes elecciones y el que se vislumbra de los próximos comicios tiene algo de paradójico. ¿Por qué han ganado y cabe que vuelvan a hacerlo unos partidos que se dedicaron a mentir, a hacer uso de la violencia verbal y a oponerse a todo en situaciones en las que era obligado su concurso? ¿Por qué van a sufrir una derrota las formaciones integrantes de una coalición de gobierno que superó crisis muy graves, mejoró las condiciones de vida de los más desfavorecidos, tomó medidas contra la desigualdad y deja –contra viento y marea– la economía y el empleo en buenas condiciones? En un país territorial, cultural y políticamente plural, sorprende que se alcen con la victoria fuerzas políticas que defienden una concepción laminadora de esa diversidad. La situación es tan anómala que el riesgo de que PP y Vox gobiernen –y tomen medidas para satisfacer a energúmenos– en vez de movilizar el voto de izquierdas quizá anime, por el contrario, al electorado conservador –deseoso de un gobierno fuerte– a concentrar sus sufragios en el primero, como sucedió en Andalucía.

El gobierno de coalición ha sido –a la vista está– electoralmente un fracaso. Resulta difícil separar lo que corresponde al signo de los tiempos de lo que cabe imputar a los actores. Algunas cosas, sin embargo, parecen evidentes. Con unos apoyos sociales muy ajustados y en pleno auge del nacionalismo español, la fórmula de gobierno devino en un juego de suma cero. El PSOE no podía crecer hacia el centro –a día de hoy, aspiración necesaria para tener opciones de gobierno–, porque la alianza con Podemos se lo impedía; en tanto, Podemos se desangraba en beneficio de su socio principal. Más allá de los innegables frutos de la acción de gobierno –que cabe temer efímeros–, el desacertado manejo de su relación con el PSOE por parte de Podemos, buscando estar al tiempo en el gobierno y en la oposición, contribuyó a emborronar esos éxitos, a cegar posibilidades de crecimiento y a ponernos de los nervios a sus electores. Los dirigentes del partido morado han demostrado ser unos buenos agitadores, pero también unos políticos calamitosos y unos pésimos gestores de su propio éxito. Con retórica populista erigieron de la noche a la mañana un formidable tinglado que a renglón seguido demolieron con ahínco. En el proceso de construcción de Sumar, se ha venido insistiendo en la necesidad de actuar con generosidad. El hincapié en virtud tan estimable tiene el problema de crear falsa conciencia. No hay ventajas que compartir, no hay un yacimiento de sufragios a la izquierda aguardando la palabra feliz que acierte a moverlo. Las urnas han puesto de manifiesto que la izquierda en general –y la situada a la izquierda del PSOE en particular– se halla en retroceso y está siendo derrotada en la batalla ideológica. No hay abundancia que repartir sino unos apoyos electorales precarios: el voto escasea y es suicida fraccionarlo. En estas circunstancias, qué ciegos resultan los rifirrafes sobre a quién le toca o no ocupar un puesto en una lista. Bien está la generosidad para unir fuerzas, pero se necesita, sobre todo, realismo para cerrar filas y sostener un buen discurso. Conviene no confundir nuestro mundo con el mundo, que –como diría Ciro Alegría– es ancho y ajeno.

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