El aumento constante de la actividad turística en Asturias que recogen las estadísticas de los últimos años solo es comparable al que, en paralelo, nos muestran los registros térmicos, objetivamente alarmantes. Sin embargo, por el momento, se trasmite a la población un mensaje exultante que pone el acento en el éxito de una política turística (pública y privada) adaptada a las oportunidades que proporciona el cambio climático, mientras se evita evaluar los efectos adversos que dicho cambio provocará también, a medio y largo plazo, sobre los recursos territoriales, en el conjunto del tejido productivo y en el propio sector turístico.
De “el norte está lleno de frío”, que cantaban Los Ilegales en los ochenta, al norte como “refugio climático para el turismo” han pasado cuatro días, los mismos que los titulares de los medios han tardado en desplazarse de los conflictos del naval a los pinchos del cofrade. Y entre tanto, ¿qué será del eslogan que, a medio camino, se ideó para promocionar Asturias como Paraíso Natural? ¿Acaso el cambio climático no afectará también a la esencia del Paraíso Natural, aquél que diferenciaba a un territorio cuyo atractivo paisaje estaba precisamente marcado por la singularidad climática y cultural asociada al contexto atlántico?

Porque Asturias ya era desde hace años un territorio destacado en turismo de naturaleza, rural y cultural, donde el paisaje y sus recursos vinculados (humanos, histórico-artísticos, etnográficos, gastronómicos y recientemente también minero-industriales) abrían un horizonte de desarrollo económico complementario de la tradicional economía agropecuaria e industrial. ¿Se acepta y se apuesta ahora de manera sobrevenida y oportunista por un modelo de turismo intensivo basado en la mediterranización climática de la cornisa cantábrica paralela a la desertificación de la España del sur? Esta cuestión merece un debate profundo y transdisciplinar, porque vincula aspectos físicos, económicos, sociales y éticos.
Nos centraremos ahora en los éticos, recordando que los países y regiones marginados y perjudicados durante la revolución industrial, los que menos han contribuido al cambio climático, están sufriendo ya sus efectos más devastadores mientras los principales responsables se niegan a rectificar y asumir las consecuencias que se derivan del modelo socioecomico insostenible que nos ha traído hasta aquí. E incluso, de forma perversa, hay quien pretende obtener más beneficios a costa de la catástrofe global al tiempo que se desentiende de adoptar las medidas preventivas, e incluso las paliativas, que plantean los organismos internacionales y la comunidad científica para hacer frente a los cambios que se avecinan.
Estamos en una región que desde la primera revolución industrial ha venido contribuyendo de manera significativa (aunque relativa a su pequeño tamaño) al cambio climático
Con muchos matices, es necesario reconocer que Asturias ha jugado un papel destacable en este proceso. Estamos en una región que desde la primera revolución industrial ha venido contribuyendo de manera significativa (aunque relativa a su pequeño tamaño) al cambio climático debido a la economía basada en el uso del carbón y su utilización en industrias como las siderúrgicas, las termoeléctricas, las químicas o las cementeras, pero también por la deforestación, la especialización ganadera que recurre a muchos alimentos y forrajes importados que podrían producirse aquí, por el crecimiento urbano difuso en el área central y el uso masivo del automóvil como medio de transporte mientras se desaprovecha la densa red ferroviaria tanto para el tráfico de viajeros como de mercancías.

Por supuesto, no es la población asturiana, que también paga con su salud y bienestar los efectos inmediatos de este modelo productivo, la que debe cargar además con los costes ambientales, económicos y otras externalidades que generan, sobre todo, las grandes corporaciones empresariales, cada vez más internacionalizadas y desancladas de unos territorios que utilizan como base de sus operaciones especulativas y globalizadas. Incluso, como recientemente planteaba en NORTES Diego Díaz, “corremos el peligro de que el boom turístico convierta a Asturies en un lugar demasiado caro para muchos asturianos”, algo que ya ocurre con la población residente en muchos lugares de elevada especialización turística.
No se trata, por tanto, de señalar responsabilidades sociales o individuales, sino más bien estructurales. Pero hay que ser conscientes de esta realidad y reconocer, al menos, que un desarrollo basado en la ruina de la actividad turística y económica en general, del sur peninsular -y más allá de nuestras fronteras- es, para empezar, éticamente inasumible. Por supuesto, también es difícilmente compatible con el éxodo de millones de refugiados huyendo hacia el norte del calor, el hambre y las tensiones derivadas del cambio climático. Precisamente muchos destinos turísticos del Mediterráneo oriental ya se han visto afectados estos años por los conflictos en el Oriente Próximo y el norte de África con sus crisis migratorias asociadas.
¿Quién se atreverá, llegado el caso, a poner en Pajares letreros de bienvenida y alfombras rojas para turistas y viajeros adinerados al tiempo que se levantan alambradas para frenar a los refugiados climáticos que carecen de recursos? ¿Cómo encajaría esa política clasista con la tradición solidaria del pueblo asturiano y quiénes están dispuestos a apoyarla o a mirar para otro lado?
Volviendo otra vez, por un momento, al contexto geográfico en su sentido físico, es probable que algunos efectos del cambio climático en Asturias puedan verse atenuados o ralentizados por la localización en la ribera del Cantábrico, por su carácter montañoso y por la existencia de una plataforma costera que limita las posibilidades de intrusión marina en buena parte del frente litoral. Pero tampoco se salvará del susodicho proceso de mediterranización (aumento de temperaturas, descenso de precipitaciones, aridez, inestabilidad y contrastes climáticos, incendios, etc.) y de las consecuencias sobre la biogeografía y los paisajes agronaturales que identifican de manera tan rotunda al territorio, iniciándose a partir de ahí una cadena de cambios complejos e impredecibles (o no) en todos los órdenes.
O sea, que el aumento del turismo vendrá acompañado de la presión migratoria, la transformación paisajística, cultural y socioeconómica, sin que hasta hoy se haya planteado una estrategia para afrontar todos estos retos de manera planificada, conjunta y sostenible. Ni la legislación ambiental y territorial, ni la propia legislación turística vigentes son útiles para hacer frente a los cambios que se avecinan. En cuanto a la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que precisamente intenta adelantarse desde una perspectiva global al nuevo escenario, apenas existen resultados tangibles hasta ahora en Asturias. Ojalá la creación de una dirección general específica en el nuevo gobierno pueda servir para unificar las diferentes políticas que afectan a esta cuestión crucial y lo hagan de manera urgente y radical. Porque el tiempo de acaba y el cambio climático se acelera.