“Los jóvenes de la Unidad Popular fuimos una generación privilegiada”

Fedora Vega, exiliada desde 1976 en Asturias, militó en las Juventudes Comunistas Chilenas y sufrió junto a su familia el golpe de Estado.

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Diego Díaz Alonso
Diego Díaz Alonso
Historiador y activista social. Escribió en La Nueva España, Les Noticies, Diagonal y Atlántica XXII. Colabora en El Salto y dirige Nortes.

Este 11 de septiembre la Universidad de Valparaíso, Chile, otorgó la medalla “Memoria y derechos humanos” a los estudiantes universitarios que en 1973 y años sucesivos sufrieron cárcel, detención y torturas a causa de la dictadura pinochetista. Un reconocimiento a título póstumo para muchos ellos, que ya no están. Muchos de ellos porque fueron asesinados o “desaparecidos” por la Junta Militar, otros porque ya ha pasado mucho tiempo, medio siglo, desde aquel 11 de septiembre de 1973 en el que el Ejército chileno, apoyado por la burguesía criolla y los servicios secretos norteamericanos, se levantaron contra el gobierno del socialista Salvador Allende, poniendo punto final a una de las democracias más estables de América Latina.

Fedora Vega, vecina del barrio ovetense de Vallobín, es una de las antiguas estudiantes homenajeadas por su Universidad. Una Universidad de la que el golpe le arrancó truncando unos estudios de filología inglesa que nunca pudo terminar. Nacida en 1952 en Valparaíso, en el seno de una familia “atea judía” y muy politizada, se unió siendo muy joven a las Juventudes Comunistas de Chile. Tanto su padre, abogado y asesor jurídico del Ministerio de Interior, como su madre, ama de casa con cinco hijos a su cargo, eran militantes de la Unidad Popular de Salvador Allende. En aquel hogar de clase media que vivía con pasión la política, el triunfo en 1970 de las izquierdas sería vivido como “algo espectacular”: “fue un cambio tremendo. Te levantabas feliz. Sentíamos que estábamos construyendo un mundo nuevo”.

De aquellos tiempos Fedora destaca la “conciencia solidaria y honesta” que se respiraba en una parte importante de la sociedad chilena, sobre todo entre los jóvenes y la clase trabajadora. Ella, disciplinada militante comunista, “una creyente”, ironiza, se implicaría activamente en el movimiento estudiantil y de mujeres: “las estudiantes íbamos a los barrios obreros a hablar del aborto, de las malos tratos… En las asociaciones de pobladores eran casi todo mujeres. Había mucho machismo, pero también muchas mujeres que querían aprender y participar”.

Fedora Vega. Foto: Tania González

A finales de 1972 la guerra económica de la burguesía chilena al gobierno de la Unidad Popular se hace evidente. El objetivo de las elites chilenas es paralizar la economía nacional y provocar un desabastecimiento que genere descontento social y haga caer a Salvador Allende. Con el apoyo de la CIA y de las organizaciones empresariales la Confederación Nacional de Dueños de Camiones convoca un paro indefinido en octubre de 1972. El paro patronal desafía al Gobierno pero la respuesta de la gente “es impresionante”. La izquierda organiza la resistencia y gana el pulso a los saboteadores. “En los barrios se formaron las Juntas de Abastecimiento para distribuir los alimentos y controlar los precios porque la oposición acaparaba los productos para provocar escasez. Se organizaron grupos de voluntarios para descargar los barcos del puerto, repartir las mercancías… Faltaban muchas cosas pero logramos que nadie pasara hambre”. Fedora vive este proceso de autoorganización popular con su primera hija, Nicole, a cuestas, y recién separada de su primer marido: “hacíamos un voluntariado tremendo. No teníamos miedo. Éramos jóvenes”.

“En los barrios se formaron las Juntas de Abastecimiento para distribuir los alimentos y controlar los precios, porque la oposición acaparaba los productos para provocar escasez”

El camino del golpe de Estado

La oposición no solo se dedicará a la guerra económica. Grupos fascistas paramilitares como Patria y Libertad comienzan una actividad armada para erosionar el orden público, provocar daños económicos y hostigar a los militantes de izquierdas: “todas las noches sufríamos un atentado de la extrema derecha”. En el seno de la izquierda se instala la discusión de cómo responder a un posible golpe de Estado: “En el Movimiento de Izquierda Revolucionaria defendían la vía guerrillera, y en una parte del Partido Socialista también empezaron a entrenarse para manejar armas, pero nosotros creíamos que no iba a pasar, que Chile no era Argentina y que aquí el Ejército respetaría la Constitución. Además, Allende era un pacifista. No creía en la violencia. Quizá fuimos ingenuos y pensamos que era un país más avanzado de lo que en realidad era”.

Mientras la extrema derecha realiza sus atentados, las derechas, que tienen la mayoría en el Congreso de los Diputados, aprueban una Ley de Seguridad que permite los registros en casas, fábricas y sedes de partidos y sindicatos para buscar un supuesto rearme de las izquierdas: “las armas no aparecían por ninguna parte pero aquello les sirvió para fichar a la gente y saber a por quiénes tenían que ir”.

Fedora sostiene una carta de presos políticos chilenos. Foto: Alisa Guerrero

El 11 de Septiembre de 1973 la hermana de Fedora entra en casa corriendo: “¡Han dado un golpe de Estado! ¡Han dado un golpe de Estado!”. “Recuerdo las calles de Valparaíso tomadas, los soldados armados con las caras pintadas y la ropa de camuflaje”. El padre sería el primero de la familia en caer preso. Los militares se lo llevan a un barco-prisión y luego a la Isla Dawson, en las gélidas aguas del Estrecho de Magallanes. A ella le llegará el turno poco tiempo después.

Un momento de la entrevista. Foto: Alisa Guerrero.

En las Navidades de 1973 policías secretas se llevaban a Fedora un centro de detención: “me dijeron que cogiera una manta y algo de dinero para el autobús de vuelta”. El regreso en todo caso tardaría en llegar. En el centro de detención pasaría dos meses de hambre, humillaciones y golpes: “los torturadores nos obligaban a ir con los ojos vendados, aunque algunos soldados, chicos que estaban haciendo el servicio militar y les había tocado aquello no porque lo hubieran buscado, nos permitían quitarnos a ratos la venda”. “Me tocó estar detenida con un sobrino comunista de Pinochet”.

Fedora recuerda sobre todo “los gritos espantosos” de sus compañeros y a la gente volviendo a la celda destrozada después de los interrogatorios interminables. Los militares querían desarticular una posible resistencia al golpe. En realidad no había ningún plan. “El golpe nos pilló en pelotas. Pudimos sacar unos panfletos y poco más”. En las Juventudes Comunistas tenían una consigna en caso de detención: “dar nombres de gente que ya estuviera a salvo, fuera del país, e inventarse otros”. Sin embargo los militares no se daban fácilmente por satisfechos. “Me dieron 32 o 36 puñetazos en la barriga. Los contaba para mantener la mente ocupada. Me tiraron al suelo, me tiraron agua y me patearon con sus botas militares. Hubo un momento en que me puse a gritar como una loca porque sabía que eso les destrozaba los nervios. Me taparon la boca y ahí creí que me asfixiaban y me moría”.

Foto: Alisa Guerrero

El largo exilio

Por fin liberada, se enfrentaría a un país bajo control militar y que había cambiado muy rápido. Todo se había enfriado y el miedo dominaba sobre cualquier otro sentimiento. “Cuando salías de la cárcel la gente te evitaba. Sabían que era peligroso juntarse contigo”. Gracias a la solidaridad internacional su padre y otros presos son liberados a condición de dejar el país. Por su condición de judíos Israel les acoge. La familia es recibida en un kibutz. “Eran socialistas, pero sionistas, y nosotros no éramos ni creyentes ni sionistas” recuerda Fedora sobre Israel, que le pareció “un país muy moderno”, pero con el que no tenía nada que ver.

Su hermano Diego sería el que peor llevaría la contradicción entre aquel Israel que le había acogido, pero por el que no quería luchar frente a los árabes. Odiaba la guerra y el Ejército y se suicidaría durante el servicio militar.

Recuerdos familiares. Foto: Alisa Guerrero

En 1976 Fedora dejaba Israel: “Echaba de menos mi país y mi lengua, así que venir a España era lo más parecido que podía hacer. En Oviedo vivía una hermana que se había casado con otro chileno, nieto de un republicano asturiano. La ciudad era muy gris, parecía como si no la hubieran pintado desde la Guerra, pero la gente fue muy acogedora y buena conmigo. Trabajé en el Hotel de La Reconquista y compañeras que ganaban lo mismo que yo me daban comida porque sabían que era exiliada política”.

En Oviedo Fedora conoció a Jonás, un músico asturiano que tocaba en uno de los grupos de música latinoamericana que florecieron en la España de los 70, cuando Violeta Parra o Atahualpa Yupanqui se convirtieron en referentes juveniles. Se casaron, tuvieron dos hijos, y se separaron algún tiempo más tarde.

Tras desempeñar varios trabajos Fedora se terminó jubilando como limpiadora en un instituto. Solo ha vuelto una vez a Chile. Se ilusionó con el estallido social de 2019 y con la victoria de Gabriel Boric en 2022. Sobre el actual presidente cree que lo tiene difícil porque la derecha chilena “es implacable”: “Pobre Boric, hace lo que puede”. A pesar de todo el sufrimiento y las decepciones, recuerda el pasado con una sonrisa, y cree que tuvo la suerte de experimentar un proceso excepcional e irrepetible en el que una gran parte del pueblo tomó en sus manos el destino de sus vidas y desafió a las jerarquías y la injusticia social: “los jóvenes de la Unidad Popular fuimos una generación privilegiada”. Fueron 1.000 días, entre 1970 y 1973 en los que todo cambió, o al menos todo estuvo a punto de cambiar.

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